Un pasado presente, ¿y el futuro?

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El inicio de la tercera década del siglo actual coincidirá con la asunción de quienes nos gobernarán por un nuevo mandato constitucional. El contexto internacional y regional es inestable y poco predecible, y nuestra situación socio-política, económica y cultural, muy difícil, por lo que exigirá líderes caracterizados por una acuciante sensatez basada en la experiencia y en el conocimiento del mundo y de nuestro pasado. Aceptando que la historia y la memoria conducen al presente, y que estamos dispuestos a convivir y no solo a existir juntos, no está demás pedir que hagamos un ejercicio: recordemos que concordia no es unanimidad, ni siquiera es acuerdo.

No confundir desacuerdo con discordia. La palabra “desacuerdo” está formada por raíces latinas y significa “falta de convenio”, y la palabra “discordia”, también de origen latino, significa “cualidad de estar en contra de la opinión de otro”.

Aún nos cuesta entender un pasado caracterizado por una justificación de la violencia en sus distintas expresiones, de un narcisismo pseudo revolucionario a otro contrarrevolucionario. Como lección, deberíamos desterrar para siempre “las verdades oficiales” políticas, ideológicas o electoralistas. En nuestro país hubo miles de personas de un lado y cientos del otro, asesinados, desaparecidos forzosos y torturados por sus ideas, profesión, actividad o simplemente porque incomodaban al otro. Aceptemos que ninguna de ellas fue juzgada y, por lo tanto, todas gozaban del principio de inocencia. Hubo también cientos de víctimas ajenas a la lucha fratricida, a las que en forma irresponsable y eufemística se las calificó de “colaterales”.

El 25 de abril de 1995, el Ejército dijo en un mensaje institucional: “Cuando un cuerpo social se compromete seriamente, llegando a sembrar la muerte entre compatriotas, es ingenuo intentar encontrar un solo culpable, de uno u otro signo, ya que la culpa en el fondo está en el inconsciente colectivo de la Nación toda, aunque resulte fácil depositarla entre unos pocos para liberarnos de ella”.

En el drama argentino los actores fueron las víctimas, los victimarios y los indiferentes. El cardenal Joseph Ratzinger sintetiza lo expresado como “Símbolos extremos del mal, que afloran cuando el hombre se olvidó de Dios, se coloca en su lugar y se cree con derecho a decidir sobre lo que es bueno y sobre dejar vivir o matar”.

Periódicamente, no pocas voces promueven la necesidad de una reconciliación para avanzar seriamente como sociedad y enterrar un nefasto capítulo de desencuentros, sin percatarse de que en la Argentina el pasado está presente, como consecuencia de una hemiplejia moral entre bolsones —minoritarios por cierto— de las organizaciones irregulares armadas, y la de los defensores de la dictadura de los años ’70 del siglo pasado, que se marginó de responder a la violencia demencial con toda la fuerza que emanaba del orden jurídico vigente y que tampoco se abstuvo en el exhibicionismo de crueldad convirtiendo al propio Estado en criminal. Ninguno de ellos se arrepintieron, ni midieron las trágicas consecuencias de su accionar. Se dio lo que había hecho notar Aristóteles: “Los contrarios son del mismo género”. Con particular sutileza, Jean Guitton agregó: “Los comunistas (Stalin), tan opuestos a los totalitarios fascistas (Hitler), eran totalitarios en otro sentido. Los incrédulos son creyentes al revés”.

En esos años ’70, muchos cayeron en el desbarranco de la barbarie; unos invocando una revolución pero vulnerando los valores éticos de la misma, otros invocando preceptos cristianos. Ambos ignoraron la sentencia del cardenal Jorge Bergoglio: “Matar en nombre de Dios es una blasfemia (…) es ideologizar la experiencia religiosa”. El rabino Abraham Skorka nos recuerda que cuando ello ocurre: “…el daño en cierto modo es mayor, ya que amén del crimen perverso y la destrucción de la dimensión de la dignidad humana, se destruye la dimensión de la fe”.

A pesar de que en nuestro caso la mayoría de la sociedad no estuvo comprometida con los mismos, estos fueron cometidos en nombre del pueblo y, por lo tanto, el avance sobre el reencuentro definitivo tiene que atravesar las difíciles dimensiones de la real reconciliación, que es –o debería ser– espiritual, social, política y cultural. Los mayores obstáculos serían: la polarización sobre el pasado, una sociedad consolidada en su propia verdad y la vigencia de sectores excluyentes.

El próximo año, fecha en que se conmemorarán 200 años del fallecimiento de Manuel Belgrano, ¿no sería tal vez el momento adecuado para abandonar definitivamente la visión apocalíptica, la soberbia, aceptar el disenso y el diálogo, y respetar la voluntad soberana del pueblo? Ello ayudaría a construir la Argentina del futuro –sin odio, sin rencor y sin venganza– y avanzar hacia la reconciliación, madurada en el dolor, que pueda llegar algún día al abrazo fraterno. No se puede obviar la acción de la justicia. Hubo avances con el juicio a las Juntas Militares, un retroceso con los indultos inconstitucionales hasta la anulación de los mismos y una incertidumbre actual como consecuencia de largos procesos judiciales sin sentencia y con causas aparentemente abiertas y eternas.

Es un imperativo moral, ético, político y el mejor homenaje a nuestro indiscutido polifacético prócer. Ello impone contar con líderes empáticos y visionarios, convencidos de que pueden conformar un futuro y crear una comunidad de valores compartidos. ¿Los tenemos? ¡Por supuesto que sí! La fantástica creatividad que han tenido algunas naciones en momentos difíciles así lo demuestra. Nuestro país no ha sido ajeno a ello. En el pasado, muy pocos, con escasos recursos, realizaron hechos y transformaciones trascendentes, casi inimaginables.

Ex Jefe del Ejército Argentino. Veterano de la Guerra de Malvinas y ex Embajador en Colombia y Costa Rica.