Aldo Rico tiene todo el derecho a desfilar como cualquier otro veterano de Malvinas

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Aldo Rico en el desfile militar por el Día de la Independencia (Gustavo Gavotti)
Aldo Rico en el desfile militar por el Día de la Independencia (Gustavo Gavotti)

Cuando éramos chicos, al menos cuando lo éramos los que hoy somos bastante grandes, el fin de cada mes del año escolar venía de la mano de la entrega del boletín de calificaciones. La pedagogía no estaba tan "desarrollada" como en el presente y, si nos había ido mal en alguna materia o área de estudio, el único mensaje que llegaba a casa era el número en rojo plasmado en el papel o el fatídico vocablo "insuficiente". Ambas variables solo auguraban la reprimenda paterna al llegar a casa.

Con el correr del tiempo fuimos aprendiendo que esos gritos –a veces desaforados-, las restricciones a nuestras libertades individuales en fines de semana a modo de castigo y algunas otras actitudes hostiles que papá o mamá nos prodigaban, en el fondo tenían el noble propósito de instarnos a superar nuestras fallas o falencias. De más está decir que el rojo mataba inexorablemente cualquier otra nota por sobresaliente que fuera.

El recuerdo viene a mi memoria a partir de la sumatoria de sucesos que, al margen de las degradaciones éticas que traen aparejadas los vientos de campaña, nos llevan a la constante reiteración de la exaltación de lo malo -por pequeño que sea el yerro- por sobre cualquier situación que nos pueda brindar la agradable sensación que algo está bien hecho.

Trágico, nefasto e injustificable es, por cierto, que un habitante de la ciudad de Buenos Aires muera de frío. Brillante, maravilloso y gratificante, es ver cómo un centenar de argentinos civiles y militares realizan dos veces al año, campañas sanitarias que llevan alivio a miles y miles de argentinos que habitan zonas alejadas de centros urbanos y no siempre tienen un médico cerca. Pero de esto no se habla.

El policía ladrón o corrupto tiene su minuto de fama garantizado. Su desliz, más allá de la envergadura del ilícito que pueda haber cometido, llevará a que no solo él sino además su jefe, el jefe de su jefe, el ministro del área y hasta el Presidente la Nación, sean imputados al menos en medios y redes sociales por la reprochable actitud del servidor público. Miles de mujeres y hombres que se juegan la vida a diario y que hacen malabares para llegar a fin de mes son motivo de orgullo solo para su propia familia y nadie se ocupará de exaltar su labor. Lo mismo aplica en cualquier área del devenir cotidiano de los distintos estamentos del quehacer nacional.

He aprendido en los últimos tiempos que lo que sale bien no es noticia. Viéndolo desde una óptica positiva, esto bien puede indicar que se asume que lo bien hecho es la norma y lo errado es la excepción. Pero en las últimas horas, un hecho puntual acrecienta mis sospechas sobre la existencia de una lacerante y perversa costumbre nacional que nos lleva permanentemente a sobre exaltar lo que está mal y al mismo tiempo ocultar lo mucho y bueno que aún tenemos para sentirnos orgullosos de nosotros mismos.

Ayer nomás, el pasado 9 de julio, un puñado de argentinos -funcionarios públicos con jerarquías que iban desde el Presidente de la República a generales, brigadieres o almirantes, pasando por secretarios de estado, senadores y diputados- se mostraban exultantes en el palco de autoridades durante el desfile por el 203 aniversario del nacimiento de la patria.

Exultantes también estaban otros miles de señores y señoras que con menor jerarquía que los primeros fueron parte de los 4.000 efectivos militares y policiales que desfilaron frente a los anteriores y también ante cientos de miles de compatriotas que detrás de las vallas los aplaudían con un entusiasmo tan grande que me animo a decir… parecían igual de exultantes que los "capos".

Otros que exudaban alegría hasta las lágrimas fueron los miles de veteranos de la Guerra de Malvinas (entre los que me incluyo) que vivieron un soñado idilio con la ciudadanía, intercambiando aplausos, gritos de viva la patria, besos, fotos y todo lo que un hombre o mujer que pusieron en juego su pellejo en 1982 necesita para saber que la entrega no fue en vano.

Es verdad: estuvo el ex teniente coronel Aldo Rico. Y es verdad también que hizo una fulería embromada cuando se amotinó en 1987 cuestionando la autoridad de sus mandos superiores. Es verdad también que pagó el precio, perdió su grado, su carrera y su retiro. Fue juzgado y condenado y su indulto fue obra de un Presidente constitucional. No es menos verdad que luego el pueblo lo eligió para ser intendente y diputado y que un gobernador provincial lo designó ministro de Seguridad.

Si de verdades se trata, cuando los veteranos desfilamos, no se nos pide certificado de buena conducta, no se nos pregunta si somos buenos o malos padres o si somos más de izquierda o de derecha. Se nos homenajea por lo mucho o poco que le dimos a la patria entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982 y punto. En ese entendimiento, Rico tiene todo el derecho a desfilar como cualquier otro veterano de Malvinas.

Como un déjà vu de lo ocurrido en 2016, al terminar el desfile estalló la polémica por la presencia del ex militar, ex carapintada y ex funcionario de la democracia, en el acto del que, como dije, tenía derecho a formar parte. Las posteriores declaraciones del ministro de Defensa Oscar Aguad minimizando los sucesos del levantamiento carapintada de 1987 incrementaron la reacción mediática.

De nada sirvió la posterior aclaración cursada por el Ministerio de Defensa, ni tampoco la correcta explicación brindada desde diversas organizaciones relacionadas con los veteranos y que aclararon que el Estado no puede prohibir a un ex combatiente fuera del servicio militar que ejerza su derecho a desfilar. No señor, marche preso. Rico mata desfile, Rico es más fuerte que todo el esfuerzo que soldados, cadetes, suboficiales, oficiales, empleados civiles de varios ministerios, personal sanitario, agentes policiales y de tránsito de la ciudad y tantos otros hicieron, para que al menos durante unas pocas horas de un determinado día, la única brecha entre argentinos sea la originada por la elección de la vereda desde la cual se vería el paso de las formaciones.

Estuve ahí, lo vi y lo viví. Creo que fue un 9 de julio de unidad, digno para recrear esos aplausos que nos dimos entre todos, en cada casa a modo de reconocimiento de la proeza que hace 203 años nuestros mayores hicieron realidad. Fue algo que nos hizo bien, con Rico o sin él y con declaraciones más o menos acertadas o mas o menos bien interpretadas.

La foto del ex militar que, dicho sea de paso, es amado y aclamado por sus ex subordinados, se repitió sin solución de continuidad y en cadena nacional. Opacando tristemente a centenares de imágenes que decenas de fotógrafos tomaron. Imágenes de rostros menos conocidos, de pechos cargados de medallas y henchidos de alegría por estará allí. De cuerpos mutilados en la carne, pero con espíritus enteros templados por el dolor. De señores mayores que dieron el presente, de nuestras veteranas siempre tan relegadas en estos tiempos de feminismo militante y –como contrapartida- de centenares de jóvenes que se están formando sencillamente para defendernos a usted, a mí, a Rico y al ministro, es decir a todos y que tal vez merecían que hoy, al menos hoy como sociedad, los hubiéramos puesto por delante de las coyunturales miserias cotidianas que se incrementan en tiempos de campaña.