Tierra de oportunidades

Decía Winston Churchill: "Un optimista es aquel que ve en cada desastre una oportunidad, y un pesimista es aquel que ve en cada oportunidad un desastre."

El sentido de nuestras experiencias están formados por la percepción que tenemos de la esas experiencias. Las cosas que nos rodean, las personas que a veces se nos cruzan, los proyectos que aparecen, las dudas que nacen, las bendiciones o los dramas que nos atraviesan, están definidos por la manera en que percibimos esa realidad. La percepción con la que describimos el mundo es el reflejo de la percepción que tenemos de nosotros mismos.

Podemos quedarnos en la dimensión superficial de lo que vemos y de lo que somos. Con una primera y recortada imágen de la máscara que las cosas o las personas muestran. Pero no todo lo que ves, es lo que es. El buceo al interior de lo que nos rodea exige una búsqueda profunda del saberse íntimo y personal de uno mismo. Es en la medida que conocemos nuestro propio mundo interior -sus significaciones, temores, mandatos, limitaciones, fortalezas y convicciones- que podemos tener una más acabada comprensión de la manera en que percibimos nuestro alrededor.

Nada de lo que tengamos frente a nosotros podrá ser medido, observado, juzgado o apreciado de manera objetiva. Carecemos de objetividad por el simple hecho de no ser objetos. Sólo podemos ser subjetivos porque somos sujetos. Sujetos a viejas experiencias, a traumas no elaborados, a realidades sociales, económicas o políticas, a construcciones familiares, dudas existenciales, o convicciones éticas. Sujetos a personas, vinculos y almas en diferentes planos de conexión. Y lo que finalmente alcanzamos o hacemos de la vida, es en gran medida dependiente de lo que sabemos y conocemos de nosotros mismos.

Nuestros logros, decisiones y aspiraciones nacen en la fe que vive dentro. En lo que sentimos, pensamos y creemos de y en nosotros mismos. En definitiva, sea lo que sea que se presente, si pensás que vas a poder, tenés razón. Y si pensás que no vas a poder, también tenés razón.

La historia cuenta que cuando los israelitas salidos de Egipto liderados por Moisés estaban a punto de ingresar a la Tierra Prometida, decidieron enviar doce hombres a recorrer la tierra y traer un informe sobre ella. A su regreso, diez de ellos auguran que sería imposible. En su percepción, la tierra estaba poblada de gigantes y con ciudades amuralladas hasta los cielos. Según su relato, ellos eran vistos por esos hombres gigantes, como si fueran apenas langostas. Sólo dos de los doce hombres dijeron que sí era posible ingresar a la Tierra. Que nada sería fácil, pero que la promesa, la oportunidad, estaba frente a ellos. La gente comenzó a murmurar y a quejarse hasta las lágrimas. Obviamente, todos creyeron en la mayoría. Intentaron matar a Moisés y regresar a Egipto. Entonces Dios los hizo vagar por el desierto 40 años. No pudieron entrar, sólo la siguiente, nueva y jóven generación lograría ingresar a la Tierra Prometida.

Cundo las cosas no resultan como esperamos, solemos buscar culpables y responsables en cualquier lado. En la economía, en los padres, en el país, en el trabajo, en la pareja, o en Dios. Buceando más profundo en el problema, en general su origen está dentro nuestro. En la historia se instaló el relato de que Dios castigó al pueblo haciéndolo vagar por el desierto. Sin embargo, fueron ellos los que sintieron y pensaron que no lo lograrían. Porque cuando pensás que podés, tenés razón, pero cuando pensás que no vas a poder, también tenés razón. Dios no castiga, sólo acompaña las decisiones que tomamos.

La realidad que vieron los 10 hombres estaba cruzada por la percepción que tenían de ellos mismos. Dijeron que eran vistos como langostas. Entonces, tomaron una decisión en función de lo que pensaban de cómo otros los observaban. Sin embargo, esa realidad era apenas la percepción que ellos tenían de ellos mismos.

Los otros dos hombres, los que dijeron que podrían entrar a la Tierra, sabían que no sería fácil, pero no por eso resultaría imposible. Nadie asegura que ninguna desición será fácil, o que no tendrá riesgos o hasta lágrimas. Pero si pensás que no vas a poder, entonces también tendrás razón. Enfrente tenían un problema, pero lograron verse como una oportunidad, y transformar entonces, a esa realidad en oportunidad también.

Hay quienes dicen que un pesimista es sólo un optimista con mucha experiencia. Tantas veces intentándolo y cayendo, en la frustración o en la desilusión. Con la política, con el país, con la gente, con los hijos, o con el amor. Pero las oportunidades de ingresar a las nuevas Tierras Prometidas dependen de la manera en que podamos enfrentar los miedos destructivos que nos paralizan. Los que nos sujetan a otras historias, los que nos atan a quedarnos inmóviles en el desierto, los que nos susurran al oído que es mejor quedarse en el ayer. Lo que vemos está ligado a la percepción que tenemos de la realidad. Está en nuestras manos pensar que vamos a poder. Y entonces, tener razón.

Hacer de una oportunidad un desastre o de un desastre una oportunidad, está en la manera en que nos percibimos por dentro.

¿Cuál es la diferencia entre un optimista y un pesimista? El optimista dice: "Podría haber sido peor". El pesimista dice: "No podría haber sido peor". El optimista proclama que vivimos en el mejor de los mundos posibles. El pesimista tiene miedo de que sea cierto.

El Talmud dice que la noche en que el pueblo lloró y no entró a la Tierra Prometida fue el 9 del mes de AV. Ese día es conocido como el de las grandes catástrofes de la historia judía. En ese día fue destruído el Primer Templo, por los Babilonios, hace 2600 años. Seiscientos años después los romanos destruyen el Segundo Templo. Siglos más tarde, en la Edad Media, sucedieron las expulsiones de España y de Francia, como así también una larga lista de calamidades.

La Kabalá, mística judía, enseña que el número 9 encierra un mensaje. Según los místicos, Dios tiene 10 emanaciones lumínicas o sefirot:
Jojmá, es la concepción de la sabiduría; Biná es la capacidad de comprender; Daat es la inteligencia para aplicar; Jesed es la capacidad de amar; Guevurá es la disciplina; Tiferet la empatía; Netzaj la victoria o la fortaleza; Hod es la gratitud o la humildad; Iesod es la conexión, el vínculo; y la décima es Maljut, la realeza.

Facultades divinas que se replican en nuestra alma. Somos una chispa de ese esplendor lumínico, y poseemos también todas esas potencialidades. La dificultad aparece cuando olvidamos que tenemos la número 10. La realeza, el liderazgo. La autoridad de decidir sobre la propia vida.

El número 9 no simboliza entonces sólo un tiempo de tragedia para el pueblo, sino también de desregulación espiritual interna y personal. Eso nos sucede cuando dejamos de pensar que somos un rey, una reina. Cuando no tomamos en serio el rol de líderes que tenemos. Líderes del proyecto más dificil y hermoso que pueda cruzarnos: el de nuestra propia existencia.
Si pensás que no vas a poder, tenés razón. Y si pensás que vas a poder, también vas a tener razón.

Tomar las riendas de la vida exige superar la superficialidad de lo que vemos y de lo que a veces somos. Requiere buscarse más profundo para vivir más alto. Invita a saberse el diseñador de las propias conquistas, y el conquistador de las propias aspiraciones. Demanda que las convicciones triunfen por sobre las realidades que percibimos desde los temores. Llama a que decidamos dar el paso constructivo y propositivo para finalmente entrar a nuestra Tierra de Promesas. Intima a descubrir el potencial interior para transformar esa promesa en Tierra de oportunidades. Reclama que dejemos atrás el derrotismo, y comencemos a crecer creyendo en nosotros mismos.
Porque tal como escribió Helen Keller: "Ningún pesimista ha descubierto nunca el secreto de las estrellas, o navegado hacia una tierra sin descubrir, o abierto una nueva esperanza en el corazón humano."

El autor es Rabino de la Comunidad Amijai y Presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.