El derecho y el mercado

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EFE
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En el Antiguo Testamento Dios le pregunta a Caín: "¿Dónde está tu hermano?". Y curiosamente la respuesta de Abel es la nuestra y la del mundo contemporáneo. Primero, la negación de toda responsabilidad ("No lo sé") y, luego, una pregunta que contiene una aseveración: "¿Acaso yo soy el guardián de mi hermano?".

Una y otra vez repetimos en el lenguaje, pero sobre todo en nuestras acciones y omisiones el pensamiento de Caín: "¿Acaso yo soy el guardián de mi hermano?". En el texto bíblico la respuesta es clara: sí. Y las consecuencias de su negación son igualmente claras: la tierra se está volviendo hostil.

Este pasaje no es solo una interpelación personal, sino también un cuestionamiento social sobre el paradero y, básicamente, el destino de nuestros hermanos.

Y nos preguntamos cuál es la respuesta del derecho ante el abandono del otro y su exclusión de nuestro mundo. Y, especialmente, ¿cuál es el aporte del derecho con el propósito de incluir a las personas excluidas y crear un espacio común e integrador, es decir, un ambiente sano?

Por un lado, es posible hurgar y descubrir innumerables textos normativos con infinidad de derechos —casi incontables— y, asimismo, técnicas capaces de garantizar, proteger y reparar esos mismos derechos en caso de que fuesen vulnerados. Y este escenario debe completarse con sentencias, igualmente innumerables, que refuerzan esos derechos, garantizándolos e incluso ampliándolos. Es así como construimos, con muchas dificultades y esfuerzos, el mundo ideal del derecho: leyes perfectas y sentencias impecables.

Sin embargo, y por el otro lado, ese escenario no coincide con el mundo real. En tal sentido, es posible caminar por las ciudades o consultar las estadísticas. Entre ellos, los informes del Observatorio de la Deuda Social Argentina (UCA). El alcance de la exclusión no es solo material, sino social y emocional. Las personas no solo están excluidas, sino que se perciben y, a su vez, son percibidas por los otros como excluidos.

Es cierto, y cabe reconocerlo, que el mundo jurídico (leyes y sentencias) contribuye fuertemente a crear mejores condiciones de igualdad y, por tanto, más justas, pero es incapaz de romper los límites externos y rescatar a los marginados en su dignidad. En efecto, las leyes perfectas y las sentencias impecables no son capaces de cobijarnos y cubrirnos a todos por igual.

Es evidente que el mundo sigue dividido en dos partes. Por un lado, el país de los incluidos y, por el otro, el de los excluidos. Y es igualmente evidente que el derecho no resolvió el conflicto. Y, tal vez, el punto más grave es que no contribuyó fuertemente en ese sentido.

Cabe recordar que nuestro derecho ha construido innumerables respuestas. Por caso, el mayor acceso al Poder Judicial y a los tribunales internacionales. De todos modos, estos intentos —si bien han mejorado las situaciones de desigualdad— no han dado respuestas suficientes y, por tanto, satisfactorias.

Pero, ¿por qué el derecho no es capaz de dar respuestas más radicales a los desafíos de nuestro tiempo? Por nuestro lado, entendemos que no es capaz porque el derecho ha sido construido y sigue construyéndose desde el molde propio de la modernidad y, por tanto, está sujeto inevitablemente a la crisis de este modelo cultural.

La modernidad —especialmente el iluminismo, el racionalismo y el positivismo— transformó nuestro modo de pensar e impactó en el contenido y el alcance del derecho. La tradición del discurso de la modernidad convirtió a la razón —el pensamiento— en un mero instrumento de dominio. Es, pues, una razón instrumental que dejó de expresar el sentido de la vida y del ser. Y se convirtió así en método para la organización de los materiales al servicio de la producción y el consumo. Y estos materiales son todo cuanto existe, incluidos la naturaleza y las personas.

La razón instrumental se traduce básicamente en el progreso indefinido, el individualismo, el consumismo y el mercado sin reglas.

En este sentido, Max Horkheimer advirtió: "Al tornarse más complejas y más reificadas (es decir, cosificadas) la producción material y la organización social, se hace cada vez más difícil reconocer los medios como tales, ya que adoptan la apariencia de entidades autónomas".

Y, así, el individuo aislado se hace simple objeto en el contexto de la producción y el consumo; y tiene un único sentido, un solo valor: ser funcional (es decir, ser útil).

Quizás el mayor inconveniente es que el derecho —en el contexto de la razón instrumental— se ha mercantilizado. Es decir, el derecho está sujeto a la economía y a las finanzas.

Así, pues, la cuestión central a resolver es quién dicta las reglas y, por tanto, construye el derecho. ¿Es el mercado o el Estado? El mercado distribuye derechos según los criterios de propiedad y beneficio, y no según los derechos sociales y, menos, los derechos de los sectores excluidos.

Es evidente, entonces, que los derechos sociales no pueden definirse por los mecanismos del mercado y que el derecho no puede construirse desde el cálculo presupuestario de costos-beneficios.

En síntesis, el derecho —desde sus raíces éticas y filosóficas— debe ser un eslabón importante en las decisiones públicas que coadyuve y condicione, y no constituirse simplemente como un ropaje capaz de justificar posteriormente cualquier acto de gobierno. Es decir, el derecho debe ser parte de la construcción de las decisiones estatales y no simplemente el modo de justificar (o intentar justificar) tardíamente tales decisiones.

Pues, bien, si no cambiamos la mirada desde las raíces más profundas de nuestro conocimiento y construimos otros paradigmas, solo seremos capaces de crear nuevos laberintos, y no verdaderos caminos alternativos en la búsqueda de una sociedad más igualitaria. Y, si así fuese, volveremos a preguntarnos: ¿Acaso el derecho es el guardián del pobre? ¿Acaso el derecho es el guardián del excluido?

El autor es profesor titular (UBA). Ex procurador del Tesoro.

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