El uso abusivo de la historia es congénito al kirchnerismo desde 2003. Comenzó recurriendo a los "ideales de los 70" para fustigar sin costos a enemigos esterilizados como los militares, el menemismo y la "derecha neoliberal". Con el acceso de Cristina Kirchner a presidencia y desde el conflicto con el campo de 2008, la radicalización de su discurso marchó vis-à-vis con el rescate de viejos mitos a cuya utilización los gobernantes democráticos habían prescindido desde 1983 para acabar con las diputas facciosas de infame memoria y abocarse a los desafíos de un país nuevo y de gobernabilidad dudosa.
A la épica revolucionaria setentista le adosaron los clichés del viejo revisionismo histórico y sus inveterados mitos. Tarea que cumplimentaron fielmente sus intelectuales desde la cátedra, la prensa y la academia. La mélange resultante ya era visible en la organización discursiva del Bicentenario. Tras la muerte de Kirchner, la fundamentación histórica de sus políticas devino en esa obsesión tan común a todos los fenómenos autoritarios estableciendo nexos desopilantes entre pasado y presente. Reaparecieron así términos de museo como oligarquía, cipayo, gorila y traidor, en sintonía con el bolivarianismo chavista.
Desde la derrota electoral a la que arrastró al peronismo en 2015, esos textos se actualizaron en contra del actual Gobierno, adosándoles vetas indigenistas, feministas y pobristas. Sin duda fue notable su asimilación acrítica por parte de vastos sectores de la intelligenzia, aunque tampoco fortuita con solo diseccionar la robustez perenne de los discursos nacionalistas y populistas en un país que se ilusionó con la sorprendente y breve prosperidad sojera de los 2000 y su estribación política regeneracionista.
Durante los últimos días, su jefa volvió a exhibir su particular historismo. Comenzó con la reivindicación durante la presentación de su magistral obra literaria del ex ministro de Economía de Cámpora, Perón e Isabel entre 1973 y 1974 "Ber" Gelbard, al que le podó el "don José" por el que era reconocido. Lo identificó con otro mito setentista: el de una "burguesía nacional" originaria de empresarios prebendarios en los que se cifró la esperanza de un equivalente local de la brasileña para no quedar rezagados y presos de la "dependencia" de Estados Unidos y de nuestro vecino enriquecido. Cimiento capitalista de aquella memorable consigna peronista de los 70: la "Argentina potencia".
Luego, la ingeniosa fórmula Fernández-Fernández, naturalmente asociada en la memoria colectiva con aquella de Héctor Campora y Vicente Solano Lima, dispuesta por Perón luego de su breve retorno de noviembre 1972 para sortear la trampa que le había tendido Lanusse emplazándolo a volver en los términos temporales de su juego o en su defecto proscribirlo. "Cámpora al gobierno, Perón al poder" fue la consigna de los jóvenes radicalizados que se hicieron cargo a desgano de la campaña, renunciando transitoriamente a la toma revolucionaria del poder. Los mismos que desbordaron al nuevo presidente, precipitando el retorno anticipado del líder exiliado en una jornada que trasmutó en un santiamén de fiesta en una tragedia anticipatoria de las que vendrían.
Perón debió, de buena o de mala gana, asumir no solo el poder, sino también el gobierno, luego de forzar a Cámpora a renunciar al mes y medio de haber asumido. Se dijo que solo habría de ser posible merced a un nuevo 17 de octubre. No fue necesario. La nueva fórmula oficialista fue "Perón-Perón", en la que asociaba a su tercera esposa, Isabel, como rémora de aquella frustrada con Eva veinte años antes, y obtuvo una victoria impresionante. Tanto como el impacto dos días después del asesinato de su estratégico brazo sindical del "pacto social" asociado al ministro-empresario Gelbard por su otrora "juventud maravillosa". Desde entonces y hasta su muerte se comprometió primero con la expulsión y luego con la persecución, en regla o no, de lo que por algún tiempo se pensó en la juvenil "cuarta rama" del movimiento.
Conviene recordar el desenlace tanto del "pacto social" como del binomio. El primero, luego de un impulso favorable, fue sepultado por una puja distributiva cuyo refinamiento asombró al propio líder. Él mismo lo reconoció fallido a un mes de su fallecimiento, desmintiendo el patriotismo natural de la mentada burguesía nacional. Una nueva crisis internacional hizo el resto.
En cuanto al gobierno de Isabel, devino en una experiencia caótica y oscurantista de luchas facciosas en las que su válido y superministro, José López Rega, salió a responderles no solo a la guerrilla, sino a todo aquel caratulado como "apátrida", mediante el exterminio. Simultáneamente, saltaba por los aires lo poco que quedaba del "pacto social" cancelado desordenadamente mediante el memorable Rodrigazo.
En suma, nada o bien poco que rescatar como referencia de cara al futuro. Más bien el peligro de confirmar aquella frase sarcástica de Marx en su 18 Brumario de Luis Bonaparte: de la tragedia a la farsa.