El discurso de Moreno sobre "robar con códigos" es mucho más peligroso de lo que parece

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El discurso de Guillermo Moreno durante la presentación de su candidatura presidencial fue una de las comidillas de medios y redes sociales durante los últimos días. En términos textuales, Moreno le confirió legitimidad al delito común en tanto sus agentes respeten los "códigos" consuetudinarios de la marginalidad. Ni más ni menos que una crítica corriente de los delincuentes veteranos respecto de los jóvenes más improvisados y proclives a consumir estupefacientes para la comisión de sus delitos. Sin embargo, sus conceptos son representativos de un conjunto de sobrentendidos ideológicos del nacionalismo popular argentino, aunque en su versión más rústica.

No es fortuito que Moreno haya elegido como sitio de lanzamiento una de las localidades más pobres de La Matanza. Tampoco que lo haya hecho acompañado por uno de los jefes de la barrabrava del club de fútbol local. Precisamente, un segmento de la marginalidad casi siempre asociada a negocios ilegales que desciende verticalmente desde jefaturas al servicio de poderosos sobre distintos estamentos juveniles requeridos de conducción y formación en la pedagogía "de la calle".

Moreno no dirige su discurso al conjunto vecinal, ni siquiera a todos sus referentes comunitarios, sino más bien a esa modalidad primitiva de liderazgo. Erigidos en modelos de acción ciudadana, describen de modo bastante nítido el ideal del militante según nuestro nacionalismo popular: una subjetividad apasionada, potencialmente heroica, que responde irreflexiva y lealmente respecto de las órdenes de sus jefes por siempre dispuesta a la acción directa en contra del "enemigo".

Pero el discurso de Moreno no se agota allí. También alude a la administración de la economía según sus "saberes" recordados por la opinión pública como secretario de Comercio del Gobierno de Cristina Kirchner; y que, pese a sus resultados contraproducentes, muchos recuerdan con nostalgia. Alude a un "pacto social" entre los grandes intereses nacionales respondiendo a una concepción organicista de la sociedad entendida como un cuerpo místico cuyos órganos deben funcionar armoniosamente según leyes naturales —"los códigos" — garantizadas por una jefatura investida por la gracia de Dios. No hay sitio allí ni para la discusión, el pluralismo y ni mucho menos para la reflexión racional del ciudadano civilizado. A lo sumo, el jefe y sus subordinados "persuaden" doctrinariamente sobre "la verdad", que, en última instancia, debe imponerse por la fuerza a cargo de cruzados iluminados por la fe.

Tampoco son ajenas a esta noción sus apreciaciones sobre "vivir de lo ajeno". El capitalismo, particularmente su versión liberal, es "naturalmente" injusto y, por lo tanto, corrosivo de ese mentado orden natural debido a sus estribaciones excluyentes procedentes de la codicia y el individualismo. Frente a ello, el robo es legítimo en tanto se sujete a los valores cristianos como la solidaridad, la misericordia y, en suma, el amor. Es más, hasta podría ser reconocido como una virtud social cuando sus protagonistas destituyen a "los ricos" para distribuir su botín entre los más débiles y, por lo tanto, requeridos de una benévola conducción paternal. Una vez más, y a la manera de un negativo, reaparecen los barrabravas, a quienes vuelve a evocar para encargarles eventuales tareas correctivas.

El final del discurso corona todo lo anterior como el moño de un paquete. Su idea de solidaridad impugna solo a los delincuentes que ofician de "buchones" según los códigos contiguos de la marginalidad y la vida tumbera. La misericordia se aplica al descarriando no por trasgredir la ley sino "los códigos" al atacar a un débil a quien se debe proteger. Por último, se les extiende el perdón en tanto se avengan a conocer el sabio consejo del jefe. Invoca, a tales efectos, a su amigo, el papa Francisco, como verdadero faro de esta concepción del mundo y de la política acuñada en el país durante los años de entreguerras.

Su testimonio se inscribe, entonces, en una cultura política que en distintas graduaciones es compartida por una parte no residual de la sociedad y de la clase política. Sin duda, el fantasma de un pasado autoritario que ha sobrevivido a las sucesivas contingencias históricas y en el que estriba una de las claves de nuestra violencia pública cotidiana.

El autor es profesor de Historia, investigador y escritor. Es miembro del Club Político Argentino.