Qué dejó la visita de Francisco a Panamá

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REUTERS/Alessandro Bianchi
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Cuando el teórico de la comunicación francés Dominique Wolton le preguntó al papa Francisco por qué había elegido Panamá para celebrar una nueva jornada mundial de la juventud —como parte de una serie de entrevistas luego publicadas en un libro-reportaje—, la respuesta asomó escueta: "Había dos opciones: Seúl o Panamá. Finalmente, opté por Panamá porque eso permitirá reunir a toda América Central".

El motivo elegido muestra el espíritu práctico que caracteriza a Francisco (matar varios pájaros de un tiro), pero no agota evidentemente la visión del Papa. Se trata, en efecto, de una nueva salida a las periferias, una tarea esmeradamente ejercida por Bergoglio desde el primer momento de su pontificado.

Pero tratándose en ambos casos de iglesias periféricas, el pastor acude presuroso no a abrir nuevos caminos de conversión entre las exóticas espiritualidades asiáticas, sino que en primer lugar atiende a fortalecer la fe de sus propios hijos, teniendo en cuenta que los mismos católicos están dejando de serlo, especialmente en Centroamérica.

Son las iglesias emergentes que necesitan de su atenta solicitud, no solamente debido a su carácter espiritual, doctrinal y organizativamente precario, sino también por el contexto en que sobreviven, sometidas a múltiples problemas estructurales de índole política, económica y social que, lejos de resolverse, parecen eternizarse en el tiempo. Se trata de cuestiones ciertamente harto complejas, y en el caso concreto de estas naciones, tan importantes como narcotráfico, violencias de todo orden, desigualdad social y corrupción, para no enumerar sino algunas de las más significativas.

Latinoamérica ocupa un lugar especial en la geografía pastoral de la Iglesia Católica. Siendo América un continente que recibió la evangelización desde su mismo descubrimiento, su tradicional configuración religiosa, fuertemente anclada en el catolicismo, está cambiando de una manera llamativa desde hace ya muchas décadas, en un proceso evolutivo que alcanzará pronto a una duración de casi un siglo.

En efecto, la región es, junto con Brasil, la de mayor presencia de los evangélicos en todo el continente. El factor religioso ha sido oportunamente señalado en el efecto Bolsonaro. El vertiginoso crecimiento de los nuevos movimientos pentecostales está eclipsando incluso a las sucursales de las iglesias protestantes tradicionales como el anglicanismo, que nunca alcanzaron una expansión real en la región. El fenómeno se produce especialmente en América Central, donde en países como Guatemala, alrededor de la mitad de sus habitantes ha dejado de ser católica.

De otra parte, el régimen castrista ha hecho estragos a partir de su hostilidad antirreligiosa fundada en el materialismo dialéctico, y su influjo amenaza extenderse a otros países como Venezuela. Francisco se ha esforzado por negociar un nuevo estatuto de relaciones que permita respirar a los católicos en la isla, aunque a la resistencia anticastrista de los que sufrieron persecución le resulte difícil comprenderlo y más aceptarlo.

En este clima ya de por sí comprometido se sitúa el sincretismo que es propio del espíritu religioso brasileño, pero que se reproduce también con fruición en el resto del subcontinente. Por último, el proceso de secularización y su secuela, que es la prescindencia de lo sagrado en la vida social, hace igualmente de las suyas, conformando un panorama preocupante.

La religiosidad popular tiene muchas virtudes que el papa Francisco valora especialmente, pero ella se resiente de una inconsistencia doctrinal que la vuelve vulnerable a la predicación evangélica y pentecostal, más emocional, concreta y sobre todo atenta a las necesidades reales (incluso las materiales) de los fieles. Más aún si se tiene en cuenta la "teología de la prosperidad" que las nuevas iglesias esgrimen, por la cual tener fe no solo asegura la salvación ultraterrena sino que produce réditos contantes y sonantes en este mundo.

Al extenderse a datos tan restallantes como el desempleo y el subempleo, el machismo y las adicciones al alcoholismo y ahora a las drogas, que se desparrama como una mancha sobre una multitud de jóvenes, la sanación que el neopentecostalismo cultiva ejerce un notorio influjo sobre espíritus ansiosos de liberarse de estas enfermedades sociales.

Una consecuencia obligada de dicho cuadro es la delincuencia juvenil. Las maras, pandillas de una extrema violencia, constituyen un producto típicamente centroamericano. Ellas no han llegado todavía a la Argentina, pero sí se ha extendido el fenómeno de los soldaditos reclutados en las villas como carne de cañón de las nuevas mafias.

Según el mismo Francisco lo ha aclarado, la opción por los pobres, que es interpretada por muchos fieles (incluso pastores) en la misma Iglesia Católica como una suerte de politización de raíz populista e incluso marxista, es ante todo una actitud de naturaleza teológica. Pero lo es no solamente porque se expresa a cada paso en los textos evangélicos. Para el pontífice, este punto no tiene una naturaleza ideológica sino que, por el contrario, guarda una profunda imbricación con la fe.

Desde un punto de vista estratégico, ella aparece también como conveniente o necesaria, toda vez que la mayoría de los fieles cristianos en el mundo son pobres, empezando por los católicos latinoamericanos. Con este rasgo tan radical como incomprendido por bastantes de sus propios fieles, el papa Francisco no hace sino otra cosa que ocuparse, en primer lugar, de un estatuto angustiante y doloroso de sus hijos, aplicando aquella regla del sentido común popular que enuncia que la caridad empieza por casa.

Aún no apagados completamente los ecos del reciente sínodo de obispos celebrado en Roma durante el mes de octubre sobre la fe, el discernimiento y los jóvenes, el Papa vuelve una vez más a ellos, continuando un camino iniciado en Buenos Aires por Juan Pablo II. El documento conclusivo del sínodo se refiere a la manipulación a que está sujeta la juventud, y se detiene especialmente en el universo digital, que constituye en los hechos, junto a sus innegables virtudes, una nueva y verdadera adicción.

En medio de un calor tan abrasador como el cariño del pueblo panameño, la figura acaso físicamente precaria del pontífice parece transportar a las multitudes a una nueva esperanza. Si algo caracteriza la significación de los jóvenes es precisamente esta, la de conformar un camino hacia el futuro que en el mensaje de la Iglesia Católica adquiere la categoría de una virtud teologal (junto a las otras dos que son la fe y la caridad).

Esta merece ser, por lo demás, una de las características más salientes de Jorge Mario Bergoglio, que reúne en su vida a las tres, en armoniosa conjunción. No parecen importarle demasiado las balas que silban a su alrededor. Solo basta detener un instante la mirada en esa frágil, pequeña sotana blanca que se mueve incansable en olor de multitud, para saber que le anima una obsesión. Para él siempre es posible el bien.

El autor es director académico del Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios (Cudes).