Cada día que pasa es un día menos de la dictadura venezolana. Cada hora que transcurre algún socio se aleja, alguna voz aumenta en la comunidad internacional y la presión regional es mayor. La Organización de los Estados Americanos (OEA) ha hecho todo lo que estaba a su alcance para denunciar la barbarie dictatorial bolivariana. Los organismos encargados en velar por los derechos humanos han sido firmes en denunciar lo obvio. Los diarios del mundo titulan con Venezuela y su catástrofe, y desde la BBC hasta la radio más pequeña de Paraguay, todos saben qué está sucediendo allí.
Ahora, quedó en evidencia que con la usurpación brutal del poder por parte de Nicolás Maduro, en esta nueva etapa, mediante elecciones fraudulentas (en las que no pudo participar la mayoría de los líderes opositores por estar presos o exiliados), sin marco de legitimidad real, solo el Parlamento legítimamente electo por la voluntad popular se erige en la voz autorizada para representar al país según lo dicta la propia Constitución venezolana en su artículo 233. Por eso el presidente Juan Guaidó tiene semejante responsabilidad, no porque la deseara, sino porque el destino lo ubicó allí, como el personaje que tendrá que arbitrar el camino hacia la redemocratización, dado que está empoderado legalmente de las competencias que le corresponden al Poder Ejecutivo. Eso es lo que dicta la norma. No se autoproclamó presidente, como de manera infantil sostiene la dictadura, sino que asumió las competencias y prerrogativas que le ordenaba la Constitución de forma transitoria.
Las Constituciones son políticas siempre, pero sus normas son jurídicas y lo que ordenan son mandamientos a respetar por todos. Eso hace a la naturaleza del Estado de derecho, que siempre debe ser referencia obligada para recuperar oxígeno democrático. No tiene demasiada complejidad comprender este conflicto. Solo las ideologías autoritarias o los intereses económicos pueden deformar la realidad.
Buena parte del mundo libre sabe claramente que en Venezuela hay una dictadura (excepto lamentables excepciones) y que el proceso de salida democrática tendrá que ser "propio" de los venezolanos y no cabe demasiado espacio para la ilusión cooperadora externa. Han fracasado todas las misiones habidas y por haber de ese tenor. Por eso, tampoco caben más esas posturas cínicas de "mediación" por parte de aquellos que nunca se definen y que por alguna razón siguen jugando a las escondidas con la verdad (México y Uruguay, claro ejemplo de ello). Seguramente, estos países "mediadores" habrían querido que cuando históricamente se quebrantó el orden constitucional en sus tierras, la comunidad internacional fuera transparente y no elusiva, como termina siendo plantear "soluciones negociadas" cuando ya no hay nada más para negociar en la tierra de Simón Bolívar. La realidad en Venezuela es dicotómica: o a favor de la apertura democrática y el presidente interino, o con el dictador y su nomenclatura delictiva.
Por eso es tan importante el factor realismo en todo el capítulo de Venezuela. ¿Quienes tienen las armas harán lo que deben hacer o estarán a la altura de una historia menor y plagada de miseria? Los países solo tienen poder con recursos económicos o con armas. Los recursos de Venezuela están casi terminados, aunque es verdad que sigue habiendo exportación de barriles de petróleo que aún son moneda de cambio, por eso la postura de China y Rusia, que además le ponen una pica en Flandes a los Estados Unidos con su presencia en la región.
La dictadura, en términos macroeconómicos, se ocupó de vaciar las arcas del Estado, sin embargo las armas todavía son un asunto que no termina por resolverse, y mientras las fuerzas militares sigan a la orden del presidente usurpador, y no del presidente legal, la tensión seguirá presente. Claro, los militares de élite están en la cúspide del poder fáctico (con toda la corrupción que ello trajo consigo según informan conocidos investigadores que saben del entramado delictivo de semejantes personajes), mientras que los de bajo rango están en las calles viendo y sabiendo lo que padece el pueblo venezolano. En algún momento dejarán de respaldar al autócrata y ese será el día en que la historia empiece a cambiar. Este es el factor de cambio al que habrá que estar atentos para advertir cuándo el péndulo comienza a direccionarse hacia el otro lado.
La pregunta dolorosa que todos nos deberíamos hacer es: ¿cuál es el límite tolerable de dolor, miseria y muerte que tiene que padecer Venezuela para que el destino cambie hacia lo democrático? Y esa respuesta aún no la sabemos, pero lo que se sabe es que la diáspora venezolana, hija de esta dictadura, es mayor que la diáspora siria, hija de una guerra internacional. Esta es la tremenda verdad y resulta aterradora semejante evidencia.
Se equivocan los que entienden que es con asfixia económica que caerá el régimen. Está probado que eso no es cierto, es solo con reordenamiento institucional, con nuevas elecciones y con un marco jurídico en que la democracia resurja en Venezuela como modelo a revivir respaldado por la gente. Para ello se requiere un nuevo diseño político que sea avalado por el pueblo pero atado a la legalidad y al respeto del derecho internacional público e interno del país. Eso es lo que muestra la historia de la recuperación democrática de buena parte de nuestros países.
No será un camino fácil, pero la historia está plagada de momentos donde las ciudadanías empujan con responsabilidad civil y esperanza real el camino en que la política con mayúsculas debe emprender. El pueblo manda a la política, nunca es al revés.
Este parece ser uno de esos momentos de encrucijada histórica donde se comienza a ver algo de luz al final del largo y oscuro camino recorrido. Solo la democracia mata a la oscuridad.
El autor es abogado, escritor y analista político. Ex presidente de la Cámara de Diputados de Uruguay.