España y las coaliciones envenenadas

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(Reuters)
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A España le ocurre lo que al resto del mundo. Está mudando de piel. El planeta se sacude, para mal, el modo de comportamiento y el diseño de la pos Segunda Guerra Mundial. En España, también para mal, llega a su fin el espíritu de la transición hacia la democracia, ocurrido tras la muerte de Franco, en 1975, basado en un tipo de bipartidismo en el que ambas formaciones (socialistas y conservadores) eran europeístas y compartían la creencia de que la solución a los quebrantos económicos estaban en el mercado y la propiedad privada.

Fue ese bipartidismo el que trajo al poder al socialista Felipe González, quien durante los 14 años que gobernó privatizó las empresas estatales creadas por el corporativismo franquista, pidió el voto para entrar en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), y fue un ardiente anticomunista durante el fin de las dictaduras marxistas en Europa.

Fue al compás del espíritu de la transición que José María Aznar, en los ocho años que ocupó la Casa de Gobierno, mejoró sustancialmente los índices económicos del país y consiguió el mayor grado de desarrollo relativo jamás obtenido por la nación, logrando que España participara del euro, mientras anudaba los más íntimos vínculos militares con Occidente.

Hoy el bipartidismo se ha escindido en seis porciones electorales que andan a la greña y necesitan pactar para llegar a la Moncloa: socialistas, comunistas y nacionalistas locales (la coalición que actualmente gobierna); y la oposición que, de acuerdo con las encuestas y las recientes elecciones andaluzas, constituye la mayoría del país: conservadores, liberales y españolistas de derecha parecidos al trumpismo.

Son coaliciones envenenadas. El Partido Socialista Obrero Español (PSOE) de Pedro Sánchez ha cometido el inmenso error de pactar con los comunistas de Podemos y de Izquierda Unida, y con los independentismos locales (catalán y vasco), con tal de alcanzar el poder a cualquier costo. De la misma manera que los conservadores del Partido Popular (PP) y los liberales de Ciudadanos se aliarán a Vox, los españolistas a ultranza que utilizan a Steve Bannon (el estratega de Donald Trump) como su asesor político.

¿Era posible otro tipo de coaliciones? Por supuesto: debieron unirse los constitucionalistas. Dependía de la seriedad con que se percibiera la Constitución de 1978, el gran documento que resumió el proceso de transición iniciado a fines de 1975.

Hay partidos realmente constitucionalistas (los conservadores, los liberales, los socialistas), y los hay que solo respetan las normas constitucionales de manera estratégica a la espera de poder derribar el edificio institucional que sostiene a la España actual (los comunistas, los independentistas locales y, en gran medida, los ultraespañolistas).

Ante una tesitura parecida la alemana Ángela Merkel trazó las bases de una gran coalición entre la democracia cristiana y la socialdemocracia, esto es: entre los conservadores y los socialistas. Esa coalición ha sostenido la vida política germana durante un buen período, expresando el criterio de la mayoría de los alemanes.

¿Podían hacer esto los españoles? Naturalmente. Esas coaliciones las inventaron ellos. De alguna manera, fue lo que hicieron, de un modo mecánico, en el último tercio del siglo XIX, tras la restauración de los borbones, cuando Cánovas del Castillo, dispuesto a terminar con el desorden del sector público, echó las bases de un cierto bipartidismo que erró en no saber crear las condiciones para el autogobierno o, llegado el caso, para la independencia de las colonias.

De todos los problemas que tiene España el más peliagudo es el de los independentismos. Esa es la mayor dificultad para crear la gran coalición. En Cataluña algo menos de la mitad desea poner tienda aparte (En el País Vasco, según las encuestas oficiales, apenas alcanzan el 21%). No es posible gobernar serenamente con casi la mitad de los catalanes deseosos de encontrar su propio rumbo, pero tampoco es moralmente admisible abandonar a la otra mitad de los catalanes que se sienten, primordialmente, españoles.

La solución está en la democracia, para lo cual habría que reformar la Constitución. Hay que admitir, humildemente, que el contorno de las naciones no es eterno, pero tampoco puede dejarse a las volubles mayorías simples que tomen las decisiones, para que no se produzca el triste espectáculo del Brexit, donde hoy la mayoría de los británicos quiere otro referéndum para regresar a la Unión Europea. La mayoría simple es la receta para incendiar la pradera.

Las decisiones trascendentes, como formar o no parte de España, deben tomarlas los catalanes (o cualquier otra región) por mayorías cualificadas de un 60% del censo, en votaciones obligatorias, y durante dos legislaturas diferentes, para impedir que un problema coyuntural determine el destino de la región y afecte a las generaciones venideras.

Si en esas condiciones los catalanes eligen separarse de España, como sucede con los québécois en Canadá o los escoceses en el Reino Unido, lo razonable es permitirles que hagan las maletas y desearles muy buena suerte. Ese no será el fin del mundo. Ni siquiera el fin de España.