La grieta se hizo todavía más profunda en el 2018. ¿Cómo salimos de esta trampa?

Javier Correa

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La física nos enseña que cuando dos fuerzas llevan sentido contrario se restan para encontrar así la fuerza resultante. Pensemos, por ejemplo, en qué podríamos esperar de un avión que tuviera invertido uno de sus motores, o de una embarcación que tuviese hélices en la proa y en la popa: su capacidad de propulsión seguramente no sería su virtud.

Las leyes de la física que permiten explicar cómo funciona un sistema de fuerzas pueden aplicarse para analizar la dinámica política de la Argentina. Los estudios de opinión pública coinciden en que nuestro país tiene consolidada la potencia electoral solamente en los extremos. Alrededor del 65 % del electorado es interpelado por el liderazgo de Mauricio Macri o de Cristina Fernández de Kirchner, mientras que existe un 15 % que no ha decidido aún a que espacio político apoyar. Esta situación no ha variado demasiado en todo el 2018, un año en el que efectivamente "pasaron cosas" como la crisis cambiaria, los cuadernos de la corrupción K, las encarcelaciones y las excarcelaciones, el regreso al Fondo Monetario Internacional y un riesgo país preocupante para cerrar las novedades. Se confirma un fenómeno que ya habíamos visto con la muerte del fiscal Nisman, el mayor caso de conmoción social desde la muerte de Néstor Kichner: Los temas de impacto público han perdido capacidad de mover las bases del voto, vale decir, incluso cuando las cosas pasan, no pasa nada.

Así, la centralidad política en la Argentina sigue dominada por los dos dirigentes con mayor antagonismo. Conviene recordar que no lograron ponerse de acuerdo para celebrar una ceremonia institucional tan básica como la entrega de mando. Oculto en la visibilidad, fue un preámbulo perfecto para anunciar la Argentina que venía.

Mientras esas fuerzas antagónicas nos atraviesen, la Argentina seguirá enfrentando problemas de propulsión. En estas condiciones, el país es como un perro que se quiere morder la cola. Somos incapaces de afrontar los desafíos centrales y desde hace muchos años nos ahogamos en la intrascendencia, es decir, en la administración de los problemas – resolverlos sería demasiado optimista – a cortísimo plazo. Al respecto, cabe mencionar un ejemplo: la pobreza, según las estimaciones más serias, se mantiene por encima del 25 % desde finales de los años 80 y es uno de los ejes discursivos – o más bien uno de los cliché – de los discursos anuales de los presidentes en la apertura de sesiones ordinarias del Congreso.

Además de considerar los problemas irresueltos que ya tenemos, cabe preguntarse cómo nos preparamos para enfrentar los nuevos desafíos que ya nos están tocando la puerta. Andrés Oppenheimer, en el prólogo de su libro "¡Sálvese quien pueda!", revela un pronóstico dramático planteado por la Universidad de Oxford: en los Estado Unidos, el 47 % de los empleos corre el riesgo de ser reemplazado por la tecnología en los próximos 15 o 20 años. Según las hipótesis más apocalípticas, crecerá la brecha social entre quienes tienen acceso a una buena educación y los que no, quienes, como señala el historiador Yuval Noah Harari, pasarán directamente a conformar la "clase no trabajadora". Esto también está pasando en nuestro país.

Mientras tanto la discusión política y económica de este año estuvo centrada en el minuto a minuto de la realidad, por fuera de los programas, planes o políticas de Estado. Desde la bochornosa final entre River y Boca, pasando por los cuadernos de la corrupción, el FMI, el dólar, los cambios en el gabinete, la inflación, la política migratoria y el protocolo de seguridad, la atención ha estado centrada en una sucesión de temas coyunturales sin un mínimo hilo conductor que haga foco en verdaderos cambios estructurales que trasciendan los años.

Según datos del Banco Mundial, durante la década pasada, la Argentina tuvo el mejor desempeño de la región en lo que se refiere a la reducción de la pobreza y la promoción de la prosperidad compartida entre 2004 y 2008, pero 7 años después la tasa de pobreza ascendió a casi 30 %. Así, podemos ver que las mejoras son elásticas y nunca estructurales. Ante los desafíos que plantean las cuestiones que hacen a la calidad de vida de la población como la seguridad, la vivienda, la educación, y la salud, la única política de Estado que persiste es la intrascendencia. O la involución.

La grieta, que es en realidad una fosa, alimenta la incapacidad de superar la intrascendencia. Esto sucede porque, como dice el escritor y político canadiense Michel Ignatieff, vivimos en barrios autosegregados, incapaces de nutrirnos con pensamientos opuestos a los propios o, al menos, diferentes. El sesgo de confirmación, que nos conduce a buscar permanentemente la ratificación de nuestras creencias, florece en el mundo de las redes, y goza de buena salud en los programas de televisión que exhiben el contrapunto como eje y quedan vacíos de contenido.

No hay lugar para los acuerdos, tampoco en el discurso político. En lo único en que coincide la mayoría de los dirigentes es que la culpa es del otro, y la comunicación, como brazo argumentativo de la política, responde a esa visión sumamente cortoplacista. Así, también se opta por mantener en la política algunas lógicas comunicacionales, como segmentar por intereses y no mencionar los temas aburridos que espantan al votante. Es mejor, entonces, mostrar la imagen de un presidente con su hija en el sillón de su oficina, o la imagen de un perro, que hablar sobre temáticas tediosas, sin dopamina para repartir.

Aparece entonces el populismo comunicacional, que no propone temas, sino que se adapta a las demandas que dictan los estudios de opinión pública. Esto desestima el debate productivo y la creatividad necesaria para crear herramientas complejas que permitan hacer frente a los nuevos problemas. Las redes hacen su contribución a la falta de acuerdos, en la medida en que nos mantienen encerrados en nuestro propio círculo de ideas, y en contra de otras. Nos hacen creer que siempre tenemos razón. No nos impulsan a pensar, no nos hacen dudar, no cuestionan nuestro razonamiento y nos ratifican la existencia de una mirada única, la nuestra. No importa si creemos que los pobres son "unos vagos", o que los ricos son "unos ladrones". Las redes nos dirán que tenemos razón.

Así, una sociedad que vive sumergida en la grieta y se encierra en sus propias microcreencias no tiene destino. Lo que se necesita no es que la televisión o las redes resuelvan esta calamidad, sino que empecemos entre todos a dar pasos posibles. Impregnar los discursos de más coincidencias que críticas es uno, por más aburrido que sea. Que el diálogo verdadero sea visto como un ejercicio de liderazgo y no como una debilidad, es otro. En definitiva, la grieta mata evolución. La grieta no es precisamente hacer lo que hay que hacer.

 El autor es consultor en comunicación política.