La violencia en el fútbol es una epidemia que se contagia

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– Por Diego Gorgal

La malograda final de la Copa Libertadores ha generado daños y costos por doquier. Entre ellos, la credibilidad de la política de seguridad llevada adelante por los gobiernos nacional y porteño. Tal credibilidad es minada cuando hechos como los del fin de semana ponen en evidencia la distancia ostensible entre el escenario relatado por los discursos y propagandas oficiales, por un lado, y la cruda realidad de las cosas, por otro. Frente a ello, surge el interrogante: ¿las autoridades nos relataban honestamente un escenario que luego terminó siendo irreal? ¿O, por el contrario, nos relataban cínicamente un escenario que sabían no era real? Cualquiera de las dos respuestas comporta una mella en la credibilidad de la política de seguridad.

A comienzos de noviembre, apenas se supo de la final, el Presidente Macri, quien se supone es por su investidura la persona que mayor información tiene en la Argentina de los problemas de la realidad y de las (in)capacidades gubernamentales para resolverlos, manifestó que el partido a jugarse era "…una oportunidad de demostrar madurez y que estamos cambiando, que se puede jugar en paz. Le pedí a la Ministra de Seguridad que trabaje con la Ciudad para que el público visitante pueda ir".

En tal sentido, la Ministro de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, fundamentó la propuesta hecha por Macri declarando que "No es un capricho del Presidente, el que no arriesga no gana. Hay que animarse a dar pasos. Hicimos mucho para que no haya violencia en el fútbol". Alegó también que la situación cambió en los últimos dos años y ocho meses: "Siempre se hablaba de muertos y ahora ha cambiado para bien". Y remató sosteniendo que "la decisión es mostrarle al mundo que las barras y los violentos no entran al fútbol porque los tenemos en las listas de derecho de admisión".

Unos días antes, el 31 de octubre, la Jefatura de Gabinete de la Nación publicaba una Carta Pública cuyo título era "Un país más seguro". Allí se expresaba que "El Gobierno está orgulloso de la política de seguridad y derechos humanos que está llevando adelante. Estamos avanzando hacia una sociedad más pacífica y devolviéndole al Estado autoridad sobre territorios que había perdido".

Finalmente, en ocasión del allanamiento realizado el jueves pasado en las casas de líderes de la "barrabrava" de River Plate, el Ministro de Justicia y Seguridad del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires sostenía que "Lo que encontramos es que claramente había una organización mafiosa lucrando con estas operaciones de reventa y avanzamos con todos los medios a nuestra disposición para desbaratarla. Este operativo se enmarca en la pelea diaria que estamos dando contra estos delincuentes que se disfrazan de hinchas. Tenemos tolerancia cero con la violencia y los violentos en el fútbol".

Así las cosas, el relato construido por las máximas autoridades políticas y de seguridad de la Nación y la Ciudad refería a un escenario de seguridad donde los gobiernos se mostraban en capacidad plena de asegurar el orden público que el espectáculo requería. Por el contrario, la realidad de las cosas indicó que no sólo no pudieron brindar seguridad a un partido sin hinchas visitantes, sino que tampoco pudieron garantizar el traslado de un micro. Entonces, ¿cómo se explica este sinsentido?

De todos los factores que sirven para analizar la situación que vivimos el fin de semana, hay dos que esta reflexión quiere destacar. Uno coyuntural, otro más estructural.

El primero tiene que ver con la gestión específica de la seguridad realizada por los gobiernos nacional y porteño. En el marco de una investigación comenzada en abril de este año, 48 horas antes del partido se realizaron allanamientos en domicilios de los líderes de la "barrabrava" de River, incautándose 300 entradas y $10 millones en efectivo. Sin embargo, no hubo arrestos que desarticulen la organización, lo que implicó la generación lisa y llana de una amenaza directa y relevante a la seguridad del evento. Sucede que era dable de esperar que la organización criminal responda de alguna manera al secuestro de entradas y dinero. En tal marco, y considerando que todo dispositivo de seguridad se diseña en función de las amenazas identificadas, una gestión apropiada de la seguridad por parte de las autoridades porteñas requería que se adopten contramedidas adecuadas a la inteligencia que se tuviera de las amenazas. La información sobre el pobrísimo dispositivo de seguridad reveló que o no se tenía inteligencia alguna, o no se consideraron necesarias contramedidas. Cualquiera de los dos es gravísimo.

El segundo factor explicado que se quiere resaltar en este artículo es uno vinculado a aspectos más estructurales de nuestra sociedad en general, y del fútbol en particular. Sucede que desde hace tiempo en Argentina vienen acumulándose prácticas formateadas por la anomia.

Se entiende por anomia la situación en que las reglas sociales—formales o informales—se han degradado o perdido eficacia para regular las conductas de los miembros de una comunidad. Esto se debe a diversas causas, entre las que cuentan la impunidad. En la Ciudad de Buenos Aires, a pesar de los discursos y propagandas oficiales, por cada 100 delitos que se denuncian (y apenas se denuncian una fracción de los que efectivamente ocurren) sólo 1 recibe condena.

Tal situación se potencia en el contexto del fútbol, donde hace tiempo ha mutado la naturaleza de la violencia que se manifiesta en el. En efecto, mientras que hace veinte años el problema radicaba en la confrontación violenta entre "barrasbravas" de distintos clubes en ocasión del partido de fútbol, hoy día dichas "barrasbravas" se han convertido en empresas criminales orientadas a administrar los negocios ilegales que existen alrededor del fútbol. Tal situación se logra con necesaria asociación/connivencia con la dirigencia de los respectivos clubes, y de esta con la política. No existe "barrabrava" en el futbol argentino que no se dedique a la gestión de los negocios ilegales asociados con este (entradas, trapitos, droga, comida, merchandasing, compraventa de jugadores, etc.). Por ello los conflictos "intra-barrasbravas", por el botín de la empresa criminal, han suplantado a los conflictos "inter-barrabravas", motivados por cuestiones menos apetecibles como el "honor" o las "banderas".

Entonces, los "barrabravas" se han constituido también en agentes de difusión de prácticas violentas dentro del futbol. Sucede que, como apuntan los estudios en la materia, la violencia es una epidemia que se "contagia". La exposición a prácticas violentas que no tienen castigo esparce o contagia la violencia. Así, la impunidad con la que se mueven las barras contagia progresivamente al resto de los miembros de una parcialidad, que descuentan que "nada pasa" frente una conducta desviada. En síntesis, quien comete delitos o desordenes no rinde cuentas a nadie. Más aún, los funcionarios policiales desplegados en un operativo también descuentan que "nada pasa", de allí que su accionar se limita a cumplir formalmente con las órdenes que tienen, sin mucho compromiso con el resultado que se espera.

Mientras que en la Argentina representada en los discursos y propagandas oficiales se relatan situaciones que todos deseamos, la Argentina real es la que contiene una porción muy importante de la sociedad cuyos principales actores vienen formateando sus prácticas en contextos de anomia y donde los principales aparatos gubernamentales—el nacional y el porteño—cometen serios errores en cuestiones tan sensibles como la seguridad. Los gobiernos nacional y porteño deberán tomar nota de esta Argentina porque la experiencia indica que la realidad—más tarde o más temprano—siempre se impone.

* Politólogo. Especialista en políticas de seguridad

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