El Estado argentino no ha logrado abandonar la confesionalidad

Félix V. Lonigro

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La designación de Jorge Bergoglio como Sumo Pontífice en el año 2013, lejos de haber generado la alegría uniforme de la sociedad argentina, constituyó un elemento más para profundizar la grieta que el kirchnerismo, con su forma y estilo de gobernar, generó y consolidó durante 12 años en el ejercicio del poder. Pues el papa Francisco, desde su liderazgo espiritual, no ayudó a morigerar esa grieta, porque, por el contrario, con gestos, actitudes, complicidades y señales inequívocas no hizo más que acentuarla.

La reciente misa celebrada en Luján, con o sin la anuencia del Papa, en el contexto de un acto de sindicalistas camioneros, y a la luz de las señales políticas que Bergoglio no disimula en enviar desde Roma, puso sobre el tapete nuevamente la relación que debe existir entre el Estado y la Iglesia.

La historia de la Argentina no brinda datos concretos acerca de la influencia de la Iglesia Católica Apostólica Romana en su ajetreada vida política: en la Primera Junta de Gobierno surgida el 25 de mayo de 1810, había un sacerdote (Manuel Alberti); en el Congreso que en Tucumán declaró la independencia, había 12 sacerdotes —el 36% del total de congresistas—, y en la Convención Constituyente que en 1853 sancionó la Constitución Nacional, había cuatro sacerdotes.

Si se tiene en cuenta el vínculo entre las cuestiones políticas y las religiosas, los Estados pueden clasificarse en cuatro grupos: teocráticos, confesionales, laicos y ateos. Los primeros son aquellos en los que existe una plena identificación entre religión y política, al punto que las autoridades políticas son también las religiosas. Son claros ejemplos de Estados teocráticos Irán, el Vaticano y Arabia Saudita, entre otros. Los Estados laicos son aquellos que separan tajantemente los asuntos religiosos de los políticos, y son países que si bien no adoptan ninguna religión oficial, respetan y toleran en mayor o menor medida la libertad de cultos. Por ejemplo, Estados Unidos, Colombia, Chile, Bolivia, México, Paraguay, Uruguay, Brasil. Venezuela, Alemania, Austria. Francia, Portugal, etcétera.

Por su parte, los Estados confesionales son aquellos que adoptan una religión oficial, aunque respetan la libertad de cultos. Naturalmente que, entre ellos, hay una enorme diversidad porque hay países más confesionales que otros. Entre estos países están Inglaterra, Dinamarca, Grecia, Argentina, Costa Rica, etcétera. Finalmente, los Estados ateos son aquellos que reniegan de las religiones, y en muchos casos prohíben la presión de cualquier culto. Son ejemplos China, Rusia y en general los países comunistas.

Es muy común considerar que nuestro país es laico; inclusive la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en la reciente causa "Castillo, Carina c/ Pcia. de Salta" (12 de diciembre de 2017), sostuvo que la religión católica, apostólica y romana no es la religión oficial del Estado. Ello significa que, para nuestro máximo tribunal, la Argentina es un país laico.

Por mi parte considero que nuestro país está entre los llamados confesionales, aunque reconozco que se ha ido produciendo un cambio respecto de esa confesionalidad, la que comenzó siendo intensa en el texto original de la Constitución de 1853, y fue atenuándose con los años. En efecto, la Constitución de 1853 contenía normas que hacían que el sistema fuera mucho más confesional que ahora: por un lado, su artículo 14 garantizaba la plena libertad de cultos, pero, por otro lado, en el preámbulo los constituyentes invocaron a Dios —a quien consideraron "fuente de toda razón y justicia" —, en el artículo 2 establecieron que el Gobierno de la Nación "sostiene" el culto católico apostólico y romano; se exigía como requisito para ser presidente y vicepresidente de la nación la pertenencia al culto católico, apostólico, romano; se asignaba al primer mandatario el ejercicio del "patronato" (que consistía en la posibilidad de designar obispos y someterlos al acuerdo de la Santa Sede), y se estipulaba que el Congreso debía dictar leyes tendientes a evangelizar a los indios.

De todas estas disposiciones, las tres últimas fueron eliminadas de la Ley Fundamental durante la reforma del año 1994, motivo por el cual podría afirmarse que, desde entonces, el Estado argentino es un poco menos confesional. Hoy el preámbulo sigue invocando a Dios, sigue vigente la obligación del Estado de sostener el culto católico apostólico y romano, y también sigue vigente la libertad de cultos. Sin lugar a dudas ha mermado la confesionalidad del Estado argentino, pero no por ello debe considerarse que se ha abandonado su confesionalidad, tal como lo sostuvo la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

El principal argumento por el cual sostengo esta posición es por lo que establece el artículo 2 de la Carta Magna, según el cual "el Gobierno Federal sostiene el culto católico, apostólico y romano".

¿Cuál es el sentido y alcance que debe asignársele a la palabra "sostener" utilizada en la norma constitucional transcrita? Algunos consideran que sostener un culto conlleva la obligación de las autoridades de solventarlo económicamente, otros entienden que solo significa adoptarlo como religión oficial, y otros, como la Corte Suprema de Justicia de la Nación y el mismo José Benjamín Gorostiaga, principal redactor de nuestra la Ley Suprema, aceptan el sostenimiento económico del Estado al culto católico apostólico romano, pero creen que ello no lo convierte en religión oficial.

Para los constituyentes no ha sido fácil resolver esta cuestión, lo cual se demuestra con el tiempo que le dedicaron al tratamiento de esta cuestión, cuyo análisis y debate les tomó todo un día de discusiones, pero si se leen los informes de la Comisión Redactora de la Constitución Nacional y se analizan los términos vertidos durante los debates de la Convención Constituyente, se advierte que la palabra "sostener" incluida en el artículo 2 tenía una connotación económica. No por nada se puso de relieve: "El Ejército y la Marina han de existir a expensas del Tesoro; y que con él también ha de sostenerse el culto católico", así como también que "es obligación del Gobierno Federal mantener y sostener el culto Católico Apostólico Romano a expensas del Tesoro Nacional".

Resulta pues evidente que, sin perjuicio de la libertad de cultos que el artículo 14 consagra para todos los habitantes, lo que se ha querido es que el Estado, con sus recursos, sostenga económicamente al culto católico apostólico y romano.

Entendido así el término "sostener", aplicado a la religión católica, apostólica y romana, también es necesario determinar si implica que dicha religión sea la oficial del Estado argentino. En este sentido, José Benjamín Gorostiaga sostuvo que si el Gobierno Nacional sostiene el culto católico es porque "esa religión es la dominante en la Confederación Argentina, la de la mayoría de sus habitantes". Sin embargo aclaraba que no era prudente considerar que por ello esa religión fuera la oficial del Estado. Pues me permito disentir también con el ilustre constituyente, porque considero que si un Estado "sostiene" un culto determinado (más allá del sentido y alcance que deba asignársele a la palabra "sostener"), es porque adopta a ese culto o religión como oficial. Dicho de otro modo, me cuesta pensar en un Estado laico que sostenga económicamente a un determinado culto.

Pero además, en el caso de la Argentina es evidente que el culto católico apostólico romano es el oficial, porque aun cuando se consagre la libertad de cultos, en las reparticiones públicas se exhiben los símbolos pertenecientes a la religión católica apostólica romana, en el calendario oficial de feriados se incluyen dos (8 y 25 de diciembre) vinculados con celebraciones de esa religión, y además es tradición la asistencia de las autoridades nacionales a la ceremonia del tedeum del 25 de mayo de cada año en la Catedral Metropolitana.

El debate acerca de si es bueno o no que el Estado adopte una religión oficial y la sostenga económicamente pertenece a otra esfera de análisis, cuyo abordaje sería excelente en los tiempos que corren, pero siempre debe tenerse en cuenta que, para modificar el estatus actual respecto de esta cuestión, es necesaria una reforma del artículo 2 de nuestra Ley Fundamental.

El autor es profesor de Derecho Constitucional (UBA, UAI y UB).