El caso Sheila expone en primer plano la degradación social argentina. ¿Puede revertirse?

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El asesinato de Sheila Ayala exhibe varios fenómenos. Se trata de un caso emblemático del mundo de la pobreza suburbana, un término polisémico abarcativo de muchísimas situaciones. Para evitar su uso abusivo es necesario aclarar, primero, que solo una minoría de los pobres participa de esa criminalidad cuyas principales víctimas son otros pobres. Luego, que estas fisuras del tejido social también se registran de diversas maneras en el resto de la sociedad. Planteados estos recaudos, es posible trazar un sucinto recorrido descriptivo del universo sociocultural de la niña.

Confluye allí la usurpación de viviendas como la del local bailable en donde se sustanció el crimen con el consumo adictivo de drogas farmacológicas combinadas con alcohol y el paco. El hacinamiento y la promiscuidad sexual, que convierte a niños y jóvenes indefensos en víctimas propiciatorias, se conjugan con el estallido de redes familiares astilladas en facciones que tornan a sus hijos en objetos dilectos de venganza según los códigos carcelarios. Los abusos cometidos por padrastros, tíos, primos —cuando no padres e incluso abuelos— son una anomalía recurrente. Su sordina en las clases medias y altas resulta allí menos disimulable por tratarse de generaciones más breves en las que conviven padres, abuelos y hasta bisabuelos.

El barrio en donde Sheila vivió y fue asesinada evoca también las fronteras internas de los territorios suburbanos; en este caso, nítidamente delimitadas por un muro. A la manera de un gueto, las puertas de la antigua bailanta se abrían de día y se cerraban de noche. Una estrategia defensiva muy corriente en las comunidades de origen paraguayo cuyo hermetismo las torna sospechosas a los ojos del resto de la vecindad. Hemos ahí otro de los rasgos extendidos en los barrios marginales: una xenofobia más intensa que en el resto de la sociedad; agravada, en este caso, por el hecho de que uno de los tíos y presunto asesino era un indocumentado con antecedentes delictivos.

Las reacciones vecinales sugieren aspectos de corte político. En primer lugar, un tipo de ciudadanía en la que los individuos declaman sus derechos como miembros de agregados de origen territorial, étnico, religioso o familiar referenciados por jefaturas autoritarias. Estas movilizan al conjunto sobre la base de criterios morales absolutos. Son "los" usualmente identificados por apellidos o pseudónimos temerarios. La primariedad relacional exacerbada por distintas estrategias de subsistencia dispara pasiones contenciosas y tribales. Sus equilibrios internos son siempre precarios por la lábil frontera entre la calle y los hogares hacinados en las que la intimidad es prácticamente imposible. Luego, radiopasillos hábilmente administrados son la mecha que enciende los conflictos librados, primero, a los cascotazos y, luego, a los tiros.

Un lugar común atribuye estos episodios a la deserción de las autoridades públicas. Otra verdad a medias. Por caso, es cierto que la escuela a la que asistía Sheila y donde merendaba está cerrada desde hace dos meses por un conflicto gremial. Sus funciones intentan ser trabajosamente sustituidas por un templo neopentecostal que le suministraba alimento, refugio afectivo, clases de danza y fe en el futuro. También lo es que los intermediarios vecinales clásicos con las municipalidades, fácilmente identificables por el physique du rol de algunos manifestantes, atraviesan desde hace años la crisis de sus instituciones. Estas han sido desbordadas por los parvenus de distintos movimientos sociales patrocinados por el kirchnerismo o por la presencia de capos narcos dotados de más recursos, poder de fuego y temeridad. Estos actúan en aquiescencia con una pirámide que comienza en la policía y que asciende hacia el vértice burocrático de la Justicia y la política. La deserción estatal, entonces, resulta de la transmutación de su sentido weberiano en otro de carácter mafioso en donde se afincan los negocios de una informalidad de rentabilidades kilométricas.

Un último nivel analítico remite a nuestra historia de las últimas cuatro décadas. Primero, fue una violencia facciosa e ideológica hoy difuminada capilarmente en pequeñas causas totales atizadas por los efectos deletéreos de los estupefacientes. Luego, 15 años de estancamiento seguidos por dos expansiones: la primera, de signo modernizante pero socialmente excluyente; y la segunda, solo precariamente inclusiva y fundada en un régimen cleptocrático. Este naturalizó el delito mediante un frío cinismo negador o simulador como el exhibido por los parientes responsables del crimen. En suma, un tejido social desgarrado cuya restitución llevará varias generaciones si es que de veras estamos decididos a emprenderla.

El autor es profesor de Historia, investigador y escritor. Es miembro del Club Político Argentino.