Ahora sí es imperativa una verdadera presión latinoamericana sobre Maduro

María Teresa Romero

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Sí, en efecto, la crisis humanitaria de los centenares de miles de desplazados venezolanos es solo producto de la dictadura narcoterrorista y genocida de Nicolás Maduro. De ningún otro país. Es este nuevo títere de la Cuba castrista, quien ahondó en los problemas y en la implantación de fórmulas comunistas fracasadas iniciadas por Hugo Chávez Frías, todo lo cual condujo a la destrucción del país, el único responsable y causante fundamental de la salida de los casi cuatro millones de venezolanos a otros países, vecinos o lejanos, en búsqueda desesperada de nuevos horizontes para vivir en libertad y con seguridad.

Y para colmo, a pesar de su evidente culpabilidad, el cínico y sinvergüenza despacha el grave problema de los desplazados venezolanos señalando que es mentira, puro invento del imperialismo, de los gobiernos y de los medios de comunicación "anti-revolucionarios". Para él las aterradoras fotos que diariamente se publican en el mundo entero, mostrando familias caminando enfermas y muertas de hambre por las variadas vías sudamericanas, son meros montajes periodísticos para perjudicar "su" revolución bolivariana, aun cuando hay un reconocimiento tácito del problema cuando Nicolás Maduro y su gobierno dan la bienvenida al barco hospital de China que recién llegó a Venezuela para dar tratamiento gratuito ante la escasez de medicinas y servicios de salud en el país.

No obstante, los gobiernos democráticos de América Latina también tienen buena cuota de responsabilidad en esta tragedia. Todos conocían la crisis general e integral venezolana, en particular la humanitaria, y desde hace mucho tiempo. Pero, a excepción de los Estados Unidos, Canadá y algunos europeos que manifestaban su preocupación sobre todo por la violación de los derechos humanos y los asuntos de corrupción y narcoterrorismo, y tomaron medidas de sanción y presión unilaterales hacia funcionarios del régimen, el tema humanitario y sus consecuencias se pasaba por alto. Apenas era comentado en foros y conferencias internacionales, en algunas cancillerías, pero en voz baja. Se resistían a ventilarlo públicamente.

Ni siquiera  ha habido presión real y contundente por parte del Grupo de Lima para buscar una salida a la crisis de Venezuela, y menos a la de migración que prácticamente ha pasado a convertirse en  una crisis de refugiados. En realidad, no fue hasta que el desborde del "éxodo más grande que ha existido en la historia del hemisferio occidental", según palabras de Luis Almagro, secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), y vieron con terror cómo se afectaban sus respectivas naciones, que algunos latinoamericanos han comenzado a moverse realmente.

Como bien ha dicho el alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra'ad al Hussein: "La presión internacional en torno al problema de Venezuela —en especial la regional— tardó mucho en activarse". A su juicio, si se hubieran tomado esas acciones más tempranas antes de que se desencadenara la actual situación, se habría podido atajar mejor el desbordamiento.

La dura realidad es que, así como no han hecho presión ni aislamiento real, los países receptores latinoamericanos no planificaron nada, no se prepararon y ahora están desbordados por la huida de venezolanos a sus países que tienen colapsados sus propios servicios de salud, educación y viviendas, que no dan abasto, y los brotes de violencia y manifestaciones xenófobas contra los inmigrantes.

A Perú y Ecuador, desesperados ante la avalancha de personas, se les ocurrió una medida torpe y cruel, nada digna de países "hermanos", compañeros de la famosa integración regional y tan beneficiados históricamente por la generosidad económica y política venezolana: solicitar pasaportes vigentes a los venezolanos que llegaban a sus puertas aun sabiendo que hasta la posesión de ese documento —un derecho para todo ciudadano— les ha sido arrebatado por el régimen dictatorial de Maduro. A la vez, Brasil optó por movilizar al ejército para proteger la frontera con Venezuela, una medida peligrosa que puede desatar más violencia y lamentables violaciones a los derechos humanos.

Tras la justa crítica internacional a esas medidas soberanas, aunque poco solidarias, es que los gobiernos latinoamericanos afectados han empezado, ahora sí, a buscar soluciones más realistas y solidarias, así como apoyo internacional para enfrentar lo que denominan "una amenaza a la armonía de América del Sur". Colombia, que tiene cerca de un millón de venezolanos, fue la que inició las consultas con el resto de países receptores, especialmente Perú, Ecuador y Brasil, en busca de medidas multilaterales que den solución al problema, al tiempo que organismos regionales también se organizan para atender la situación.

De hecho, hasta la moribunda Comunidad Andina de Naciones (CAN) resucitó y en una pasada reunión privada "de emergencia" convocada en Lima por su Comité Andino de Autoridades Migratorias, abordó el tema del  flujo migratorio masivo de venezolanos con el propósito de coordinar políticas sanitarias y humanitarias conjuntas. A la par, la OEA convocó el pasado 5 de septiembre una sesión extraordinaria de su Consejo Permanente para abordar la crisis migratoria originada por la situación venezolana, en la que estuvieron presentes representantes de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM),  así como integrantes de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). A partir de entonces, se han dado  otras reuniones importantes.

Es una muy buena noticia que ahora sí, finalmente, la comunidad interamericana empiece a alinear sus prioridades, su financiación y los  medios para gestionar soluciones comunes al terrible y trágico éxodo venezolano. Pero si bien es cierto que llegó la hora de la diplomacia activa y las respuestas multilaterales para ese tema, ya no es admisible que la región atienda solo el problema de los migrantes que llegan a sus países y que únicamente procuren ayuda financiera internacional para sus necesidades internas de servicios y  atención a los migrantes y los refugiados.

Se requiere de los gobiernos del continente, en particular los suramericanos, una verdadera presión para lograr la salida del régimen venezolano, como bien señaló, de nuevo, el secretario de la OEA, Luis Almagro, abogando por que los países latinoamericanos apliquen sanciones al régimen y que haya más penalidades de la Unión Europea y los Estados Unidos.

También como lo acaba de plantear en la Asamblea General de las Naciones Unidas de finales de septiembre de 2018 el actual presidente de Colombia, Iván Duque, quien, además de abogar por la creación de un "un fondo multilateral de asistencia humanitaria para enfrentar la situación venezolana de urgencia migratoria", solicitó la creación de una coalición de países democráticos que pongan en marcha una estrategia de mayor presión, de "cerco diplomático" verdadero y efectivo sobre el régimen venezolano de Nicolás Maduro. Para el nuevo mandatario colombiano es un imperativo democrático que esa coalición internacional aplique todas las sanciones que sean necesarias para asfixiar al régimen de Venezuela, en vista de lograr "una transición genuina" en este país.

La solicitud que este martes 25 de septiembre presentaron ante la Corte Penal Internacional (CPI) cinco países de la región para que se inicie una investigación por crímenes de lesa humanidad en Venezuela es un gran paso para la salida del gobierno de Nicolás Maduro del poder. Pero no es suficiente. Se necesita una acción política contundente, como la que ha apuntado Iván Duque.

Sí, amigos democráticos de las Américas, llegó la hora de actuar fuerte y sin complejos ante el régimen causante de la hecatombe económica, política,  social y humanitaria de un país hermano; única forma de parar la migración masiva de personas (¿una nueva y maliciosa política del castrochavismo?) y el consecuente desastre y la emergencia vecinal, pero asimismo rescatar lo que queda de Venezuela para el bien de la paz y la estabilidad de todo el continente.

La autora es periodista con maestría y doctorado en Ciencias Políticas. Profesora titular jubilada de la Universidad Central de Venezuela. Autora de varios libros. Directora del Interamerican Institute for Democracy. Este artículo  originalmente se publicó en "Panam Post", el lunes 3 de septiembre de 2018.