El largo plazo, utopía argentina

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(Franco Fafasuli)
(Franco Fafasuli)

Cuando sufrimos un ataque o nos sentimos amenazados, nuestra reacción natural es concentrar toda nuestra atención en el problema, desechar toda consideración externa a este y hacer lo que sea para escapar a lo que percibimos como un peligro inminente. Cueste lo que cueste. Caiga quien caiga. Descartando toda consideración sobre los efectos a largo plazo de nuestros actos. Es parte de nuestra memoria atávica, la de unos animales constantemente amenazados por especies mucho más grandes y poderosas cuya capacidad para percibir los riesgos a costa de exagerarlos era la estrategia de supervivencia más racional. Por eso, la regla número uno de la comunicación en situaciones de emergencia dice: “No importa las buenas razones que tengas, nunca hables del largo plazo”. Cuando la gente siente que algo la amenaza, toda consideración sobre el largo plazo sonará irreal, mientras que quienes se concentren sobre el corto plazo serán vistos como realistas sin que a nadie le importen las barbaridades que digan. Desde luego, en este país en emergencia permanente la situación es mucho peor. El largo plazo es utopía en el país de los argentinos, donde el cortoplacismo ha configurado el sentido común nacional.

Estoy hablando, claro, de lo que sucede hoy con la corrida cambiaria. Los ojos alucinados, fijos en la pizarra del dólar. La sensación de catástrofe inminente. Y, sobre todo, los fabricantes de soluciones fáciles acusando de incapacidad al Gobierno, y recomendando todo y lo contrario de todo, como si problemas complejos que arrastramos por décadas y se agudizaron enormemente en los últimos 12 años tuvieran un solución simple y rápida. “¡Hace tres años que gobiernan!”, claman los que votaron al peronismo durante un cuarto de siglo y al final de cinco mandatos casi consecutivos se quejaban de la pesada herencia de la dictadura militar.

Ahora bien, el instinto de conservación y su preferencia por el corto plazo son buenos tanto para salvarnos como para provocar una catástrofe. Basta que diez tipos griten “¡fuego!” en un teatro lleno en perfectas condiciones para que el desastre se transforme en profecía autocumplida. Los 71 muertos de la Puerta 12 del Monumental en 1968 son un buen ejemplo; pero si son muy chicos para recordarlo, googleen “2017+estampida+India+puente peatonal+22 muertos”, y verán. Lo más triste es que, la mayor parte de las veces, los motivos para el temor son falsos o intencionalmente exagerados por los interesados en fomentar el caos; lo que es doblemente cierto en el caso de los cortoplacismos políticos. En la Alemania anterior a la guerra, la de la desocupación galopante y la hiperinflación, debe haber parecido muy razonable en el corto plazo despreciar a la clase gobernante y apostar por un actor político antisistema. Visto en el largo plazo —en 1945, digamos— se comprende que lo que se hace para salvarse del desastre a menudo suele provocar un desastre mucho peor.

No es necesario viajar a Alemania, por supuesto. En diciembre de 2001, una clase media espantada por los malos resultados económicos de la Alianza salió a cacerolear. La pobreza era entonces del 37% y la desocupación, del 18%. Inaceptable. Había que hacer algo. Ya mismo. El resultado predecible fue que el peronismo tomara los cacerolazos como bandera de largada para los saqueos. Así fue como, al grito de “Piquete y cacerola, ¡la lucha es una sola!”, se cayó Fernando de la Rúa, asumió Adolfo Rodríguez Saá y luego, Eduardo Duhalde. En un año, la desocupación había subido al 21,5% y la pobreza, al 57,5%, récords históricos nacionales; la inflación les había quitado 35 puntos porcentuales a los salarios y 37 a las jubilaciones y el que había depositado dólares recibió Kirchners, ya que el bombero incendiario les regaló el país a quienes presentó como una “honesta parejita de abogados patagónicos”. ¿Valía la pena?

Nada nuevo. Ya en 1930 el mismísimo Juan D. Perón había sostenido que era necesario “defender a la Patria contra las acechanzas de otro año de gobierno de Yrigoyen” para justificar el golpe de Uriburu que inauguró la decadencia, habilitando medio siglo de destrucción institucional. Y algo parecido sucedió del otro lado en 1955, cuando en plena crisis del peronismo, algunos que soñaban con derrotarlo definitivamente juzgaron imposible esperar hasta las elecciones de 1958. O en 1966, cuando empujada por una impresionante campaña de prensa la clase media salió a la calle con carteles de “¡Illia tortuga!” y un Onganía ayudado por el plan de lucha de la CGT lo volteó, terminando con la última década decente de la Historia argentina y abriendo la caja de Pandora de las dictaduras, los Montoneros, el Cordobazo, los setenta y todo el desastre que vino después.

Lo de siempre: histerias de corto plazo que les sirven a los agitadores y pescadores de río revuelto para instaurar décadas de decadencia interminables. Lo mismo en política que con la economía, ya que el populismo económico no es otra cosa que priorizar al consumo sobre las inversiones; es decir: el corto plazo sobre el largo. Unos pocos años de gloria seguidos de otros tantos de estancamiento, primero, y de caída después. ¿Les suena? Fue la receta económica del populismo desde siempre. Perón, 1946-1949. Menem, 1989-1994. Kirchner, 2003-2007. Los mejores días, los de reventar la tarjeta, siempre fueron peronistas. La responsabilidad de levantar el muerto, de la oposición.

Lo raro, en este país de futboleros, es que nadie se acuerde del ABC del fútbol: más necesario es levantar la cabeza cuanto más difícil es la situación. Solo los malos jugadores se concentran en la pelota, mientras que la cabeza levantada es la característica distinguible del crack. Sin ambición ni material para tanto, les propongo que saquemos la vista de la cotización del dólar y nos preguntemos sobre lo que significa, no solo a corto plazo sino en términos históricos. Si lo prefieren, en términos del país que queremos dejarle a la próxima generación. En primer lugar, la Argentina de 2018 no es la de 2001, ni la de 1989, ni la de 1981, ni la de 1975. Aún más, si 2018 confirma los peores pronósticos (-1% del PBI y 37% de inflación), será el mejor año par desde 2010 y el menos inflacionario desde 2012. ¿Un resultado mediocre? Desde luego. Pero muy lejos de la catástrofe que anuncian los que se desgañitan hoy gritando “¡Fuego! ¡Fuego!” en el gran teatro nacional. Tampoco se avizora una debacle social, ni mucho menos. Meses duros, sí. Recesión por un semestre, sí. Pero nada que haga temer un estallido. El último dato de desocupación (9,1%) es el mejor dato estacional desde 1993, y el de pobreza (25,7%) marca un retroceso de 6,5 puntos en un año y medio. Probablemente ambos subirán en los trimestres recesivos que nos esperan, pero es improbable que lleguemos al récord (32,4% en 2014) que registró el gobierno de los que parecen haber desembarcado en Argentina la semana pasada, provenientes de un plato volador.

Sobre todo, las diferencias con 2001 son enormes. El cambio es libre, y como tal, trae los problemas de todo cambio flexible, pero evita el colapso que provocaron los diez años de cambio fijo de la convertibilidad. Tampoco hay atraso cambiario, sino más bien lo contrario. Además, los dólares están en los bancos porque provienen de gente que depositó dólares, no pesos, y las reservas del Central triplican las de 2001. Socialmente, el desempleo es menos de la mitad y la pobreza, 50% menor. La actividad caerá, pero después de siete trimestres de crecimiento, mientras que en 2001 se venía de tres años de caída interminables. Y las provincias, que en 2001 iniciaron el desbande con sus patacones y sus lecops, están en superávit por primera vez en décadas. Veinte de veinticuatro. Gracias al gobierno de los chetos de Capital. Lo único parecido al 2001 es el salvador de la patria Eduardo Duhalde proponiendo entregarle el poder al peronismo; el presidente del Pejota, Gioja, diciendo “Se tienen que ir” y operadores como Brancatelli, D’Elía y Albertito Fernández sembrando rumores e intentando asustar. ¿Otro parecido con el 2001? Un periodismo en el que demasiados se han hecho perionistas, renunciando al deber de informarse antes de informar y aceptando convertirse en antena repetidora de las operaciones del Club del Helicóptero. No todos, pero muchos. Mal.

Cierro con mis pronósticos de largo plazo, que para eso vine. Más temprano que tarde la especulación financiero-política se agotará, el dólar se detendrá en algún punto equidistante entre los dos males para el tipo de cambio: el del atraso cambiario (como el que el peronismo menemista impuso por diez años) y la devaluación violentamente empobrecedora (como la que impuso el peronismo duhaldista en 2002). Entonces empezará el día después. A corto plazo, la devaluación traerá problemas (la inflación, sobre todo) que el Gobierno se verá obligado a atender, como ha hecho hasta ahora. La pobreza y la desocupación subirán, lamentablemente, pero sin alcanzar los parámetros logrados por los sensibles sociales que ejecutaron los mayores ajustes de la Historia en 1975 y 2002 ni los que dejó el kirchnerismo después de 12 años de soja a 480 dólares promedio. Y a mediano plazo —digamos, en 2019— la economía habrá resuelto los tres déficits fundamentales que arrastra desde hace setenta años: el energético, gracias a la suba de tarifas y las inversiones en renovables y Vaca Muerta; el comercial, debido a la devaluación, y el fiscal, gracias a una política de reducción del gasto combinada con alguna medida de emergencia que, probablemente, se deberá tomar. A largo plazo, 2018 habrá gestado así las condiciones para un crecimiento sostenible. El Gobierno había intentado establecerlas gradualmente, como le permitía un mercado internacional que le prestaba al 4-5% anual. Ese mercado no existe ya, de manera que se recurrió al FMI y el gradualismo tendrá que acelerarse, pagando costos sociales no previstos ni deseados. Inversión antes que gasto. Producción antes que consumo. Satisfacción diferida. Difícil, en un país con tantos pobres, un gobierno en minoría en el Congreso y las provincias y la peor oposición del planeta. Pero, como dijo Fito Páez, las cosas son así.

El largo plazo es esa utopía nacional que los argentinos postergamos siempre en nombre de urgencias que, en perspectiva, resultaron ser menos importantes que lo que tiramos por la ventana intentado solucionarlas. En economía, como en todo lo demás. Porque una visión de largo plazo implica también mirar más allá de lo económico, donde están sucediendo cosas que nunca sucedieron y que sientan las bases para un futuro mejor. Nunca la elite empresarial se vio obligada a desfilar por Tribunales y a ir presa si no colabora con la Justicia. Nunca la elite política, incluidos un vicepresidente y un ministro plenipotenciario como Julio de Vido, terminó en prisión. Nunca estuvimos tan cerca de un país sin impunidad ni de un Nunca Más de la corrupción. Nunca se invirtió tanto en infraestructura. Nunca se combatió el narco y el crimen organizado como se combate hoy.

Entre la polvareda levantada por las pizarras financieras ya puede divisarse un país mejor. Un país sin privilegios elitistas ni persecuciones políticas, sin trenes que chocan, ciudades inundadas, fiscales asesinados, mafias de narcos copándolo todo, pactos de impunidad con terroristas y periodismo domesticado. Otro país. Dirán que es imposible los cínicos, que ayer nomás sostenían que en Argentina nadie iba preso y que había un pacto de impunidad con Cristina pergeñado por Durán Barba. Dirán que es utópico los fanáticos que en nombre de la utopía mancharon los pañuelos y convirtieron el Senado en un aguantadero. Pero está en nuestras manos consolidarlo y avanzar o tirar por la ventana estos años de esfuerzo, dándoles el gusto a los operadores mediáticos y financieros del Frente para la Gloria que trabajan sin descanso para que Cristina y sus cómplices le escapen al Código Penal.

El autor es diputado nacional.