Para quien, como en mi caso, transita más de tres décadas reclamando el acceso al aborto legal, acercarse a la Plaza Congreso y entrar al inmenso océano de pañuelos verdes el 13 de junio, durante el debate en Diputados, fue una experiencia extraordinaria. Especialmente apretarnos en montón con esas miles y miles de adolescentes y jóvenes que se organizaron en las escuelas, entre amigas, con su familia para hacer un acampe bullicioso y multicolor, que estallaron en el unánime grito de júbilo de la mañana siguiente, que sellaron su esperanza portando su palabra y su pañuelo hasta hoy. Seguramente estarán expectantes para concluir este 8A el itinerario de la construcción ciudadana de un derecho. Quizás, su primera experiencia. Y salga como salga la votación, la construcción ha sido potente y sin vuelta atrás.
Las mujeres, las jóvenes, las adolescentes, hemos hecho un aprendizaje colectivo que nos puso en un nivel diferente y explícito de exigencia al Estado y sus representantes porque es enorme nuestra afirmación de poder.
No sabemos cómo concluirá la sesión. Si algo advertimos en estos meses de manifestarnos juntas, es que la dirigencia está muy pero muy lejos de la calle, aunque la calle sea la de la puerta de acceso al Senado. Cómo será la negociación hasta último momento, qué cálculos que ya no son argumentos pesarán al final, no lo sabemos. Porque argumentos dimos los mejores, los dimos todos, y también logramos que finalmente nos vieran. Como fuerza política, fuerza de cambio en las relaciones de poder; como promesa y como amenaza. Amenaza de cambios radicales en las formas de convivencia, en las alianzas transversales, en el sostenimiento mutuo en la única revolución sin violencia: la revolución feminista.
La maravilla de esta toma de la calle, de esta asamblea a cielo abierto, es la alegría como resistencia, y la paz como regla. Fuimos un millón en el acampe y nadie salió herida, un uso feminista del espacio público.
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