Miguel Wiñazki los acaba de definir como "progresistas retrógrados". Son los que piensan y afirman que detrás de cada uniforme, en la República Argentina, hay un represor o un asesino.
Atravesados por los años sangrientos de la dictadura, no pueden asimilar, ni siquiera, la lógica del paso del tiempo. Es que la mayoría de los miembros de las Fuerzas Armadas y de seguridad eran niños, adolescentes, o directamente no habían nacido, entre 1976 y 1983, la etapa bien nombrada como "los años de plomo".
Lourdes Espíndola y Tamara Ramírez, las mujeres y policías asesinadas en las últimas horas, no estaban acusadas de ningún delito. Tenían la vocación y el mandato de salir a la calle e incluso dar la vida para defender a la del resto de la sociedad. Tenían un proyecto de vida y algunos sueños por cumplir.
Ganaban, más o menos, lo que gana un maestro de escuela que hoy está reclamando por mejores salarios. Sus muertes, quizá, sean también el producto de varios años de progresismo retrógrado y desvarío pseudoideológico, donde el discurso pesa más que la realidad, y la doctrina Zaffaroni determina la conducta de jueces más inclinados a no castigar a los asesinos, para no ser señalados como agentes de la derecha.
En este contexto, y en el medio del debate por la decisión del presidente Mauricio Macri de utilizar a personal de las Fuerzas Armadas para cuidar los puntos y las áreas estratégicas del país, la hipocresía de una parte de la oposición no puede ser más evidente.
No pienso que la de Macri sea una idea brillante para combatir la inseguridad. Pero me sorprenden los voceros de la expresidenta, como el exministro de Defensa, Agustín Rossi, alertando sobre la ola de represión que se viene, sin ningún fundamento, y no haciendo ni la más mínima autocrítica sobre la designación del jefe del ejército ungido por Cristina Fernández, el general César Milani, efectivamente preso, sospechoso de haber desaparecido a un soldado y cometido delitos de lesa humanidad.
No puedo entender cómo Estela Carlotto condena a Macri por militarista, pero perdona al nuevo aliado político de la expresidenta, Adolfo Rodríguez Saá, quien en 1978 le mandó una carta al almirante Eduardo Emilio Massera para pedirle que le dé a la subversión un castigo ejemplar.
No me explico, todavía, cómo gente tan preocupada por la militarización de los gobiernos, no haya levantado la voz después de los asesinatos cometidos por los uniformados de Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua.
¿Pueden matar y reprimir los líderes y regímenes que nos caen simpáticos, solo porque esgrimen un discurso pseudoprogresista, plagado de adjetivos contra los poderosos, mientras ellos mismos ejercen el poder de la peor manera?
Puedo comprender ciertos tocs ideológicos en los adolescentes o jóvenes que necesitan reafirmar su identidad abrazando algunos símbolos equívocos. No en gente grande que comprende que los policías tienen como misión cuidar a los ciudadanos que no portan armas.
Puedo entender la aversión que todavía existe contra muchos policías de la bonaerense y de la Federal, responsables de múltiples delitos y valijeros del poder político de turno, que negoció sin escrúpulos, del otro lado del mostrador.
Lo que no me explico es por qué suponen que las vidas de Lourdes y Tamara pueden valer menos que las de otras víctimas de la inseguridad, sencillamente porque eran policías.
Al mismo tiempo me alegro de que dirigentes como Victoria Donda, una víctima directa de los horrores de la dictadura, envíe sus condolencias a la familia. Se trata de un claro mensaje a los progresistas retrógrados con enormes problemas para discernir entre el discurso y la realidad.