Los déficits institucionales de la Oficina Anticorrupción

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Laura Alonso, titular de la Oficina Anticorrupción (Foto: Télam)
Laura Alonso, titular de la Oficina Anticorrupción (Foto: Télam)

Las recientes declaraciones de la titular de la Oficina Anticorrupción (OA) en torno a los límites de las funciones a su cargo obligan a repasar algunas cuestiones básicas sobre el funcionamiento de este organismo. Este ejercicio, aunque bastante obvio, es especialmente importante considerando que, en buena medida, los déficits institucionales de la OA explican por qué desde el retorno de la democracia la Argentina no ha logrado diseñar e implementar una política anticorrupción más o menos decente.

Empecemos por las declaraciones. Dice la titular de la Oficina Anticorrupción que: (a) la OA es un órgano de control interno del Poder Ejecutivo (PEN); (b) para controlar al Presidente están el Congreso y el Poder Judicial; y (c) en el segundo semestre el Presidente enviará al Congreso un proyecto de reforma de la ley de ética pública que dotará a la OA de autonomía funcional y de un mecanismo de selección y remoción para su titular con intervención del Parlamento; (d) la corrupción y los conflictos de interés son peras y manzanas, pues si el conflicto es bien administrado no conlleva delito.

Primero, recordemos que el PEN es objeto de dos tipos de controles: uno externo, a cargo del Congreso, que lo ejecuta a través de la Auditoría General de la Nación, y otro interno, a cargo de la Sindicatura General de la Nación. Así lo establece la Ley de Administración Financiera. La OA, por lo tanto, no es el órgano de control interno del PEN.

La noción de que lo es, en todo caso, constituye un intento pobre por justificar lo injustificable: pretender llamar "órgano de control" a algo que nunca podría serlo, pues no hay control posible cuando el controlado designa y remueve a dedo al controlante y le maneja el presupuesto y la estructura. Es que, como se ha dicho hasta el cansancio, la OA no tiene autarquía administrativa ni financiera y su titular es designada y removida por el Presidente.

La creación de la OA fue un avance allá por 1999 y, aun con las mismas limitaciones institucionales, funcionó con independencia cuando la condujeron personas idóneas y renuentes a servir al poder de turno. Pero así les fue, también. Recortes de presupuesto y otras argucias impulsaron a aquellos primeros integrantes del organismo a renunciar. La mayoría hoy trabaja en los mismos temas, pero desde bancos multilaterales de crédito, ONGs, el Poder Judicial o la academia.

La OA, entretanto, siguió incorporando capas geológicas entre las que se mezclan los serviles de siempre con personas capaces y bien intencionadas, y con otras que simplemente necesitan seguir trabajando. Pero no son ellos los responsables de su fracaso. Sí lo es, en cambio, la política (de todos los colores), que cuando es oposición vocifera indignada que no podemos seguir sin organismos de control independientes, y cuando gobierna mantiene incólume la vieja estructura de 1999 y designa como titular a un señor sin antecedentes en la materia y que jugaba al fútbol con el Presidente en Olivos (kirchnerismo) o a una señora con antecedentes en la materia y que semanas antes era diputada del partido de gobierno (Cambiemos).

Segundo, que la OA no cumpla con las características funcionales mínimas para merecer que la tomemos en serio como un verdadero órgano de control no quiere decir que no tenga obligaciones legales de controlar.

En efecto, de la Ley 25.233 (de creación de la OA), del Decreto 102/99 (reglamentario de la ley), del Decreto 41/99 (Código de Ética de la Función Pública) y de los Decretos 201 y 202 de 2017 (sobre conflictos de interés, elaborados por la propia OA) se desprende que el organismo tiene a su cargo diversas obligaciones de control sobre el Presidente. Recordemos, a esos efectos, que "Presidente" no es otra cosa que el título que el artículo 87 de la Constitución Nacional le da al ciudadano que desempeña el PEN y que a la vez integra y encabeza la administración central de lo que la Ley de Administración Financiera denomina "administración pública nacional".

Entre dichas obligaciones respecto del Presidente se destacan las siguientes: (a) realizar investigaciones preliminares, de oficio o por denuncia; (b) denunciar ante la justicia los hechos que pudieren constituir delito; (c) constituirse en parte querellante cuando se encuentre afectado el patrimonio público; (d) recibir, evaluar y controlar el contenido de sus declaraciones juradas; (e) controlar el régimen de conflictos de interés previsto en la ley de ética pública y los principios y deberes contenidos en el Código de Ética de la Función Pública; (f) analizar las propuestas de desistimientos, quitas y similares realizadas por el Procurador del Tesoro de la Nación en juicios del Estado en los que el Presidente y/o personas vinculadas tengan intereses creados; y (g) controlar el régimen de conflictos de interés previsto para las contrataciones públicas respecto del Presidente y otros funcionarios.

Tercero, el anteproyecto de reforma de la ley de ética pública presentado por la OA de ningún modo resuelve su falta de independencia. Por un lado, el proyecto le otorga al organismo autonomía funcional. Hasta ahí bien. Pero por otra parte sigue habilitando al PEN a designar a su titular a dedo, incorporando un proceso previo de consulta a la sociedad civil (similar al que en su momento estableció Kirchner para la designación de jueces de la Corte Suprema) y la intervención del parlamento solo para su remoción.

Así las cosas, no se garantiza la idoneidad del titular de la OA, pues el único modo de acercarse a hacerlo es mediante un concurso público de oposición y antecedentes ante un jurado imparcial. Pero tampoco se garantiza su independencia, pues el proceso de consulta a la sociedad es obviamente no vinculante y el Congreso no tiene ninguna participación en la designación. Pensemos, por caso, que al Defensor del Pueblo (vacante desde 2009) lo designa el Congreso con una mayoría calificada de dos tercios. Lo que debemos exigir es concurso público, participación de la sociedad civil y participación vinculante del Congreso.

Cuarto, aunque no esté vinculada directamente con el rol de la OA, la declaración de su titular respecto de los conflictos de interés merece una reflexión, pues es un buen ejemplo de lo que significa que el país no tenga un organismo anticorrupción idóneo e independiente.

Es cierto que un conflicto de interés bien gestionado no necesariamente constituye un delito (pongamos, el de negociaciones incompatibles con la función pública). Pero también es cierto que: (a) las recomendaciones de la OA a funcionarios del gobierno actual fueron pocas, lentísimas, instadas por opositores y extremadamente débiles aun en el marco de la pobre ley de ética pública vigente (basta recordar la sugerencia al ex Ministro de Energía, seis meses después de iniciado el expediente, de que evaluara la posibilidad de vender sus acciones en una empresa petrolera); (b) la legislación vigente en la materia no cumple con los estándares internacionales más elementales; (c) ello es tan conocido por la OA que sus sucesivos titulares vienen cajoneando un anteproyecto para reformarla elaborado por sus técnicos en 2003; y (d) recién en el segundo semestre de este año el PEN enviaría un proyecto al Congreso, que en materia de conflictos de interés, por cierto, es muy bueno.

La Argentina necesita en forma urgente una OA verdaderamente independiente. Si no la tenemos, como no tenemos una ley que regule la AGN conforme a la reforma constitucional de 1994, ni una ley de compras y contrataciones que nos deben desde 1992, ni una ley de obra pública que modernice el régimen vigente desde 1947, ni una ley de ética pública razonable, ni una buena regulación del financiamiento de la política, no es porque no sepan que es urgente, sino precisamente porque lo saben.

La autora es Master y Doctora en Derecho (Yale).