Trump, un elefante en un bazar

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Lo acontecido en estos días alrededor del hombre más poderoso del mundo, Donald Trump, parece regido por la Ley de Murphy: todo lo malo que pueda suceder, sucederá. Desde luego, no me refiero a la revelación de que el Presidente preferido de los puritanos mantuviera un picante affaire con una modelito de Play-Boy y le pagara —o al menos, discutió cómo pagarle con su abogado— para que el hecho no fuera divulgado, ni a que exigiera a la Liga Profesional de Fútbol Americano que expulsara a los jugadores que se arrodillen durante el himno nacional como protesta contra los actos de violencia policial racial, sino a eventos de magnitud internacional. No, tampoco hablo de que el inefable Donald siga insistiendo en el famoso muro anti-inmigrantes con México mientras la tasa de desempleo cae por debajo del 4% y la falta de mano de obra se transforma en el principal límite al crecimiento económico estadounidense; ni a los miles de niños separados de sus padres gracias a la vergonzosa aplicación de métodos contrarios a toda humanidad; ni a que siga promoviendo una guerra comercial contra el mundo que solo puede tener consecuencias económicas negativas para todos.

Hablo de la semana pasada en la que, en pocas horas, Trump puso en duda el deber de mutua defensa de los países de la Organización del Tratado del Atlántico Norte y dejó temblando a media Europa, descartó cualquier acuerdo comercial entre Estados Unidos y el Reino Unido y humilló a la premier Theresa May diciendo que él habría negociado el Brexit de una manera diferente ("De hecho, le dije a May cómo tenía que hacerlo pero no me escuchó", afirmó), le sugirió luego que abandonara las negociaciones y demandara a la Unión Europea, y terminó su semanita mágica desmintiendo públicamente a los principales servicios de inteligencia americanos al afirmar, delante del mismísimo Vladimir Putin, que no creía en los informes de la CIA y el FBI acerca de la influencia decisiva de la injerencia rusa en el proceso eleccionario que lo llevó a la Presidencia. "Me dijeron que fue Rusia pero el presidente Putin me acaba de decir que no fue Rusia. Diré esto: no veo ninguna razón por la que debería serlo", declaró en la conferencia de prensa después de cuatro horas de reunión con el nuevo zar imperial.

Míster Trump es un elefante en un bazar y, como todo elefante en un bazar, destruye todo lo que tiene alrededor. Internamente, atacando lo que ha hecho prósperos y poderosos a los Estados Unidos con el habitual método populista de erosionar a las instituciones gracias al aprovechamiento de un festival de economía recalentada, con efectos finales previsibles y que los argentinos conocemos perfectamente. Externamente, acometiendo contra la arquitectura que ha hecho estable el mundo de posguerra mediante los acuerdos internacionales, el multilateralismo y la construcción de instituciones internacionales como las Naciones Unidas, la Unión Europea y la Organización Mundial del Comercio. Pero la importancia y el significado de las acciones de Trump exceden inmensamente la figura de ese pequeño hombre que es Trump y adquieren un significado universal y global, ya que individuos excepcionales como él —en el peor sentido del término— solo logran acceder al poder en tiempos excepcionales. En el peor sentido del término, también.

Y bien, ¿qué significa la nueva era que se está abriendo después de la promesa incumplida de que la globalización tecno-económica sin globalización de la democracia nos llevaría al paraíso terrenal? ¿Qué nos dice sobre el presente y el futuro del mundo este resurgir del viejo y querido nacionalismo populista que posee entusiastas adeptos en todo el planeta, a Derecha e Izquierda, desde Nicolás Maduro y Podemos hasta Vladimir Putin y el nuevo gobierno italiano de la Lega y el Movimento Cinque-Stelle? Yo creo que nos dice tres cosas: que el nacionalismo está dejando definitivamente atrás todo contenido progresista, que el escenario internacional vuelve a reconfigurarse siguiendo el patrón que en el pasado anticipó devastadores conflictos y que, a inicios de este siglo, la humanidad comienza a afrontar el mismo dilema que enfrentó Europa a inicios del siglo pasado: el de optar entre alguna forma de unidad política supranacional o resignarse a alguna forma de autodestrucción. Vamos de a uno.

Por siglos, desde la aparición de las primeras manufacturas hasta el desarrollo de la segunda revolución industrial, la organización en Estados nacionales y el nacionalismo, su ideología intrínseca, constituyeron el paradigma ineludible bajo el cual organizar una sociedad. Las democracias nacionales basadas en la unidad del poder político y la igualdad de derechos por encima de las diferencias religiosas, étnicas y culturales, fueron las organizadoras del progreso material, intelectual y moral de la humanidad. Es cierto que las más grandes atrocidades de la Historia fueron llevadas a cabo, también, por Estados nacionales. Pero en el balance final, los Estados nacionales y el nacionalismo, y su producto superior: las democracias nacionales, constituyeron un paradigma insuperable. Las guerras mundiales anticiparon el inicio de su crisis, y los recientes sucesos anuncian el comienzo de su final.

No estoy diciendo, claro, que los Estados nacionales desaparecerán, ni que los países deban dejar de defender sus intereses , ni que las personas deban abandonar toda relación afectiva preferencial con la tierra en la que nacieron o en la que viven, ni con sus conciudadanos. Digo que las ideas de poner por encima de todo los intereses nacionales y de perseguirlos mediante métodos nacionalistas que ayer ejemplificaba el "Deutschland über alles" alemán y hoy encarna el "Make America great again" trumpiano se han hecho ideas zombies que provocan resultados contrarios a los buscados. En una era crecientemente global, el nacionalismo es incapaz, siquiera, de ser exitoso en su propio terreno: el de la autonomía y el poderío nacionales. Y si no lo creen, miren los resultados del Brexit y del trumpismo. El Reino Unido, que abandonó la Unión Europea en supuesta defensa de su autonomía y su poder, debió recurrir a la única vía para no quedar aislado e impotente: una alianza con los Estados Unidos. ¿Resultado? Acaba de ser humillado por su propio aliado, rechazado como posible partner comercial, se enfrenta a la alternativa entre un Brexit que ha perdido apoyo popular y tener que volver humillado a solicitar refugio en la Unión Europea frente a la perspectiva —bien concreta— de dejar por el camino a millones de jóvenes y hasta el de perder alguno de sus miembros, como Escocia, más interesados en el intercambio con Europa que en los delirios autonomistas de los ingleses de mediana edad.

A Estados Unidos no le va mejor, tampoco. Ni siquiera en términos de independencia y poderío nacional. Los agentes más dinámicos y poderosos de la economía estadounidense no son ya estadounidenses, sino globales. Todos ellos están en contra de las políticas de Trump y tienen poderosas razones para estarlo, ya que una guerra comercial cuyo único objetivo es recuperar las componentes industriales y atrasadas de la economía solo puede traerles inconvenientes. Y todos ellos podrían, también, mudarse de California a cualquier otro punto favorable del mundo con costos bajos, dejando a la economía estadounidense reducida a una colección de dinosaurios industriales.

De "Make America great again" y reconstrucción del rol internacional que supieron tener los Estados Unidos, ni hablar. Gracias al trumpismo, Estados Unidos está perdiendo sus aliados occidentales y empieza a enfrentarse al segundo país más poderoso del planeta, China. Y lo hace en beneficio de una alianza con Rusia que es inexplicable en términos económicos y políticos, y que solo se hace comprensible apelando a teorías conspirativas: Trump fue puesto en el cargo por Putin a través de la escandalosa intervención en las elecciones que la CIA y el FBI denuncian y Trump y Putin niegan; Putin tiene su puño a Trump no solo por el simple conocimiento de este hecho sino por otros varios secretos, y el poderoso Donald que iba a reconstruir la hegemonía estadounidense se parece más bien al Pato Donald; un pobre títere obligado a humillarse públicamente ante el dueño del circo. Cierta o no, esta interpretación es perfectamente verosímil. He allí el brillante resultado del nacionalismo y del "America first".

Segundo efecto demostrativo de la semanita de Trump: el escenario internacional vuelve a reconfigurarse siguiendo el patrón que en el pasado anticipó conflictos devastadores. No ya la división entre Derecha e Izquierda que caracterizó a las democracias nacionales de posguerra ni, siquiera, la distinción entre democracias liberales y regímenes comunistas que diseñó el escenario internacional durante la Guerra Fría. Empieza a dibujarse nuevamente hoy el esquema al que llevó a la primera y la segunda guerras mundiales. La potencia hegemónica del siglo anterior (Inglaterra, entonces, Estados Unidos, ahora) declina, y los oponentes que aparecen (Alemania y Japón, entonces; Rusia y China, hoy) no son exactamente un modelo de democracia interna y entendimiento internacional. El sistema no lleva al esperado multilateralismo cooperativo sino a un multipolarismo competitivo en el que varios actores se juegan la hegemonía. El resultado: baja del comercio internacional, auge de las guerras comerciales, conflictos localizados, aumento de los refugiados y los migrantes, alza del racismo y la xenofobia, terrorismo internacional (anarquista entonces, religioso, hoy), desocupación creciente y aparición de partidos nacionalistas autoritarios. La mesa está servida. No parece 1939, pero 1914, sí.

Y la polaridad que organiza el tablero de juego mundial es, precisamente, la división entre quienes quieren responder a los desafíos de la globalización con más globalización —el partido de los globalizantes y los cosmopolitas— y quienes creen que los desequilibrios provocados por la globalización tecno-económica sin globalización política se resuelven renacionalizando las economías y compitiendo por el predominio internacional al grito de "Deutschland über alles" o de "Make America great again". Es esta la línea divisoria anunciada por Altiero Spinelli en 1941, que deja en todos los países atrás la antinomia Derecha-Izquierda y separa a las fuerzas políticas entre republicanos cosmopolitas y nacionalistas populistas; y es esta también la divisoria de aguas entre los dos bloques mundiales que parecen asomar: por un lado, Estados Unidos y Rusia (con aliados menores como Irán) y, por el otro, China y la Unión Europea (con Canadá y Japón como aliados).

Finalmente, el mundo se enfrenta a la alternativa entre alcanzar alguna forma de unidad política supranacional o caer en alguna forma de la autodestrucción. Como Europa hace un siglo, o peor. Ninguno de los grandes temas sobre los que se juega el futuro de la humanidad puede resolverse a nivel nacional ni mediante meros acuerdos internacionales. Ni el recalentamiento global, ni el cambio climático, ni el crecimiento exponencial de los flujos financieros y sus correspondientes crisis cíclicas, ni las grandes migraciones, ni la proliferación de armas de destrucción masiva, ni el terrorismo fundamentalista, ni la aparición de tecnologías de consecuencias disruptivas como la automatización y la ingeniería genética, tienen solución a escala nacional. Aumentar el nivel de conflicto y pasar un escenario de disputas internacionales en el que hasta los modestos resultados de la cooperación internacional y el multilateralismo se hagan imposibles solo puede empeorar las cosas.

Que las instituciones internacionales surgidas desde la posguerra (la ONU y sus agencias, la Unión Europea, la OMC, el FMI y el Banco Mundial, el G7 y el G20, etcétera) hayan fracasado en resolver las crisis globales era previsible. Las crisis globales necesitan soluciones globales y no internacionales. Pero esa no es una buena razón para destruir las instituciones internacionales que, aún en su impotencia, son vitales para impedir lo peor. Por el contrario, se hace necesario reformarlas y hacerlas más activas e influyentes. Por el contrario, se hace cada vez más necesario elevar los dos principios sobre los que se basa la mejor tradición política de los Estados Unidos, la democracia y el federalismo, a la cada vez más decisiva escala mundial.

Pero eso no es algo que pueda comprender un elefante en un bazar.