La ley de barrios populares: regularización que disputa el campo del sentido

Guadalupe Granero Realini

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Unánime. A diferencia de esos grandes temas amalgamadores, estilo pobreza cero, que tienen la capacidad de acercar a los extremos más antagonistas, lo que la Cámara de Diputados acaba de aprobar con total acuerdo de oficialistas y opositores es la expropiación de todos los terrenos de las villas y los asentamientos del país.

¿Anarcocastrochavismo en Argentina? Todo indicaría que no. Sin embargo, el consenso inédito que la regularización dominial ha alcanzado plantea unas cuantas cuestiones interesantes, que bordean por igual certezas y paradojas.

La ley es hija de la movilización social. Organizaciones como la CTEP, Techo y Caritas realizaron durante varios meses un relevamiento de villas y asentamientos, que a principios de 2017 se formalizó por decreto como el Registro Nacional de Barrios Populares (Renabap). La cuantificación puso en agenda un problema largamente invisibilizado: 4228 barrios no tienen las condiciones mínimas de un hábitat digno. Tres millones y medio de personas sin servicios básicos, ni propiedad del suelo. La cantidad y las condiciones urbanas no son datos que las propias organizaciones desconozcan; sin embargo, la información precisa era el primer paso necesario para implementar políticas públicas adecuadas.

El proyecto entró al Congreso en abril con las firmas de Massot, Carrió y Negri, tres diputados que no tienen vínculos con el tema y que representan a la coalición del Ejecutivo nacional, que tampoco se interesó por las cuestiones del hábitat popular ni durante ni antes de la gestión. Más aún, la misma idea de "urbanización" estaba totalmente al margen de las políticas urbanas hasta hace algunos años. Superado el paradigma erradicador de los setenta, el derrotero de las villas argentinas en los últimos treinta años estuvo más atravesado por obras de emergencia y programas de mejoramiento y regularización aislados, que, lejos de promover una real transformación desde la perspectiva de derechos, se limitaron a contener las tensiones sociales. En 2015, apenas unos meses antes de terminar la gestión, Cristina Fernández había presentado un proyecto de regularización enfocado a la vivienda familiar, que fue aprobado por Diputados. Como tantos otros, naufragó en el mar de la pérdida de estado parlamentario. Fueron los vecinos y las organizaciones de base quienes a lo largo de este tiempo se ocuparon de los problemas de infraestructura y vivienda, en esa especie de política de la no política que en toda Latinoamérica ha sido dejar que la informalidad resuelva lo que el Estado no soluciona.

¿Qué cambió ahora? En primer lugar, que el trabajo más reciente de organizaciones sociales hizo emerger el problema en la escala nacional, reconociendo y articulando demandas que aún en sus diferencias son parte de la misma deuda. Esa mirada de territorio amplio le dio otra envergadura a las demandas. Techo Argentina armó en 2012 un centro de investigación para medir y monitorear, y realizó un año después el primer relevamiento de asentamientos informales, un trabajo que cuestionó los parámetros de la inercia más cientificista para mostrar, en muy poco tiempo, un panorama global del problema. CTEP, por su lado, reivindica la urbanización como parte de un programa de cincos puntos que incluye la emergencia alimentaria, la infraestructura social, la agricultura familiar y la ley de adicciones. La dimensión estructural del problema hoy ya es incuestionable.

Por otro lado, el Gobierno tomó el tema en el año previo a las elecciones, en un contexto económico de crisis latente. El tratamiento de la ley es un gesto de alta visibilidad política frente a las negociaciones con las organizaciones. Sin embargo, a diferencia del financiamiento social directo, no genera un compromiso de inversión a corto plazo. Tanto en el tratamiento de los plenarios de comisiones, de los que participaron vecinos, organizaciones, académicos y funcionarios, como en el dictamen de minoría e incluso en las intervenciones durante la sesión del pasado miércoles, un tema fue reiterado: ¿Cómo se fondea esta ley? Multiplicando metros cuadrados por valores promedio del suelo, las cifras son altas, en general, y potencialmente astronómicas en el contexto recesivo.

Aun con un presupuesto adecuado, las críticas más duras apuntan a la pobreza instrumental de la ley: la expropiación como única forma de acceder a la tierra puede redundar en procesos más largos, más judicializables y menos eficientes que otras alternativas, como la negociación directa con los propietarios de los terrenos. En la otra punta del proceso, que es que cada familia acceda efectivamente a ese suelo, la demanda por mayor diversidad de formas de dominio que la entrega de títulos individuales parece rozar las fantasías de un socialismo utópico. También hay cuestionamientos más elementales a la implementación de esta ley. La versión aprobada revisó la propuesta original y tomó uno de ellos: frente al reclamo por la falta de federalismo, la ley propone la firma de convenios entre la nación y las provincias o los municipios involucrados en el proceso de expropiación y posterior urbanización. Sin embargo, el pedido de creación de un consejo federal no encontró eco en el dictamen de mayoría que llegó a la Cámara.

Inviabilidad económica, limitaciones para la implementación, plazos que podrían tender al infinito. Si algún conjuro permitió este acuerdo unánime por sobre todas las divergencias, fue la movilización histórica de vecinos y organizaciones y la lectura precisa del contexto político actual. Aun con otras variables en juego, la aprobación de esta ley viene a reconocer derechos que ya no admiten cuestionamiento. El camino de la integración sociourbana es complejo y largo, y representa un desafío desarrollarlo atravesando, en el mejor de los casos, cuatro o cinco gestiones. Pero la ley puede tener un efecto inmediato en el freno a los desalojos. El aumento de dos a cuatro años entre el proyecto y la ley no es sustancial, pero es una herramienta poderosa para que los barrios se planten ante los gobiernos provinciales que insisten en la erradicación —casi un dulce eufemismo frente a las demoliciones y la represión policial, que siguen sucediendo incluso con la ley en tratamiento, como en Parque Esperanza el mes pasado. También hay un efecto inmediato en la posibilidad de exigir servicios básicos, que ya se comenzó a implementar con los certificados de vivienda del Renabap. Así, la entrada en vigencia de la ley daría un paso certero al revertir la misma definición de barrios populares: mejora el acceso a servicios y las condiciones en la seguridad de la tenencia.

Para las ochocientas mil familias en los barrios populares es una enorme batalla ganada. Pero, además, este debate legislativo nos deja una conquista importante en el campo del sentido. Algo que para la coyuntura siempre suena a franela intelectualoide, pero que para las estrategias más de fondo es igual de importante que tener un título de propiedad. Desde una perspectiva que inserte las mejoras sociourbanas de villas y asentamientos como parte de un cambio de mirada sobre las ciudades y sus habitantes, la ley reconoce derechos. Aunque luego haya que dar la pelea de la implementación, vamos un paso adelante. Las villas son territorios de derechos. No hay vuelta atrás.

La autora es urbanista.

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