Por qué nos acordamos del golpe del 55 con el Papa en nuestro último encuentro

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El autor de la nota y el Papa Francisco, durante su encuentro en Santa Marta en noviembre pasado
El autor de la nota y el Papa Francisco, durante su encuentro en Santa Marta en noviembre pasado

Tuve mi cuarto encuentro con el papa Francisco. Esta vez quise ser breve; con su generosidad expresó "tengo tiempo" y me sentí obligado a responderle que no quería quitárselo a sus desmesuradas tareas. Hablamos de pacificar, de intentar un diálogo más allá de la confrontación. Coincidimos en que la agresividad de muchos sectores del poder contra la religión y el peronismo, contra todo lo popular, era parecida a la del golpe del 55. Triste, lo poco que aprendimos y maduramos; necesario, intentar superar esa pequeñez de los ricos asustados; concepto mío, asumir los fracasos e intentar la búsqueda de un encuentro superador.

Le recordé España, que solo había salido de su crisis cuando un monárquico y un republicano respetables se habían encontrado para forjar el pacto de la Moncloa. Como siempre con el papa Francisco, él quiere escuchar, y eso lleva a que algunos pongan sus propios pensamientos en boca del Papa.

Repasemos. En los setenta los violentos se impusieron a los dialoguistas; en el enfrentamiento perdieron ellos, retrocedimos todos. Ahora denominamos "grieta" al estadio donde confrontan los que no creen en la democracia, imaginan al otro como un enemigo a derrotar, fracasan siempre y solo nos llevan a aumentar la decadencia. Son dos equipos, los neoliberales y los populistas, dos fanatismos que se horrorizan ante la duda y creen en sus propuestas como monjes de una absurda religión. Toman la política como si fuera una pertenencia deportiva, tienen banderas y consignas, dogmas y relatos. Salvo ideas, tienen de todo lo que requiere la hinchada de un gran equipo de fútbol. Ambos son herederos de gloriosos pasados, ambos se inventan una historia donde la decadencia surge cuando gobernó el otro. Los liberales dicen "setenta años" para involucrar al peronismo, los populistas dicen "cuarenta años" sin hacerse cargo de que hay una parte de la que fuimos responsables.

Hace cincuenta años visité Nápoles y, a diferencia de Buenos Aires, allá nos prevenían de posibles robos. Ahora ese riesgo lo vive Argentina, y en Italia ni siquiera se lo menciona. Ellos mejoraron y nosotros nos hundimos. Antes, los europeos venían a buscar trabajo, hoy, sus nietos hacen el recorrido inverso. Algunos suelen referirse a un "glorioso pasado", no lo tenemos, ni tuvimos. Nuestra clase dirigente ni siquiera fue capaz de asimilar la democracia y mucho menos la revolución industrial. Los golpes de Estado fueron la marca de los sueños de impotencia de una clase siempre más unida a la renta que a la producción.

Estamos los otros, los que no tenemos fanatismo ni aplaudimos todo lo que hace nuestro bando, los que imaginamos al proyecto como un hacer racional que no tiene otra bandera que la conciencia de la dificultad. Somos los que necesitamos ponerle pasión a la cordura, apabullados como estamos del excesivo apasionamiento de los que viven de la grieta, de quienes la parasitan. Si esta decadencia es tan duradera, alguien, muchos, se deben estar beneficiando de esa enfermedad.

En el 55 fue parecido, imaginaban agonizando al movimiento popular; ahora hasta contrataron sicarios intelectuales para atacar al peronismo y al Santo Padre, una mezcla de masones del horóscopo con intelectuales de las tarjetas de crédito cuyo templo es la góndola de las ofertas. Supuestos pensadores dedicados a darles seguridades a los ricos y a los bancos en nombre de la modernidad. Les molesta lo popular tanto como a sus patrones, conciencias tan sucias que temen venganzas. Adoradores del becerro de oro, tan eterno como la codicia, tan agresivo como los que se sienten y saben culpables.

Debemos bajar el nivel de agresión, al menos con aquellos que parten de lo esencial que es respetar el pensamiento del otro. Quienes no respetan mis ideas y mis convicciones no merecen mi respeto. Y de esos hay en ambos bandos, siempre se reproducen con el oportunismo del poder al que sueñan como definitivo. Luego se ralean sus filas con la derrota y es el momento en el que crece la posibilidad del triunfo de la cordura. El abrazo de Perón con Balbín fue el momento más cercano a la síntesis, a la unidad nacional. Con Alfonsín y los golpistas se dio otro espacio de encuentro posible, luego ya todo sería decadencia, rescatando tan solo la salida de la crisis tanto como la negociación de la deuda. Esos fueron dos logros que nos devolvieron la fe, pero no la vocación de unidad, razón por la cual terminaron siendo solo éxitos pasajeros.

Salí caminando del Vaticano meditando sobre nuestra incomprensión, sobre ese regalo de la historia que es un Papa argentino. El triunfo de los odios lleva a esos absurdos. Como dijo el Maestro: "No nos une el amor sino el espanto".

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