Entre el equilibrio fiscal y el equilibrio de la nación

Carlos Leyba

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José Ortega y Gasset señalaba que es imprescindible distinguir entre el equilibrio de las finanzas públicas, el del Estado o de la administración, respecto del equilibrio de la nación. Por cierto, este último era la tarea magna de la política.

Pero no es menos cierto que, para la prensa y el debate cotidiano, lo fiscal tiene protagonismo, mientras que el equilibrio de la nación, que no es tan sencillo como sumar y restar, no ocupa el primer plano. Las discusiones públicas son adictas a lo que aparenta simplicidad mientras distrae de lo principal.

Convengamos que el equilibrio de la nación responde y requiere de la dinámica del desarrollo de las fuerzas de la nación. Es impensable la idea del equilibrio de la nación en una situación de estancamiento, en una suerte de "estado estacionario". El equilibrio es un proceso en el tiempo y en el espacio. El de la nación y el de la política responden a su demografía, que torna en el tiempo principal. Y también responde, el concepto de equilibrio de la nación, al "estado comparado" con las demás naciones.

El concepto de equilibrio de la nación, entonces, es una manera de pensar en el desarrollo "de todos los hombres de la nación y de todo el hombre, de todas las dimensiones de la humanidad de cada persona".

Llegados a este punto podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que el equilibrio del Estado solo es posible a partir del equilibrio de la nación. Tener las cuentas fiscales en orden puede ser sencillo. ¿Pero tiene lógica o sustentabilidad el orden fiscal en el marco del desorden de la nación? De otra manera, podemos decir que solo es posible realizar acciones que procuren el equilibrio de las finanzas públicas si contribuyen, pari passu, a aproximarnos al equilibrio de la nación en el sentido que aquí se expresa.

La Argentina tiene un enorme y profundo desequilibrio fiscal, muy superior, tal vez más del doble, al que describe Nicolás Dujovne respecto del actual. No es un hecho nuevo. Decir la verdad es decir toda la verdad y no una parte de ella.

Por eso, como mínimo habría que sumar al déficit primario el pago de los intereses de la deuda pública y, sobre todo, el déficit cuasifiscal, que es el que originan los casi sesenta mil millones de dólares, en pesos, que generan ahora 40% de interés anual para mantener el stock de Lebac. Si bien es en pesos la deuda del Banco Central —más allá de la deuda del Tesoro—, proyectada a un año, suponiendo que el stock de Lebac no baja y suponiendo que el dólar no sube de la cotización actual, generaría en un año una deuda adicional del Banco Central de 24 mil millones de dólares. Si la tasa bajara a 20%, la deuda adicional sería de 12 mil millones de dólares. Un ejercicio a la ligera para mirar dimensiones.

Es obvio que no solo la reducción del déficit primario es un problema, sino que la reducción del cuasifiscal requiere ya no de una reducción, sino de una solución definitiva. Es decir, convertirse en algo manejable.

No hay que olvidar que el déficit cuasifiscal que dejó el Banco Central de la dictadura genocida se resolvió muchos después en la hiperinflación de Raúl Alfonsín y la salida anticipada de su Gobierno. Los fenómenos críticos en economía pueden demorarse, pero si no son resueltos, cuanto más tiempo pasa, más gravosos resultan.

Es cierto que la Argentina, con pocos años de excepción, lleva decenas de años con presupuestos públicos deficitarios. Naturalmente, son muchos menos los años de déficit fiscal primario, a los que habría que sumar los intereses de la deuda. Porque hubo lejanos años, por ejemplo, sin deuda externa. No me refiero al arbitrio de no sumar intereses vía el default. Los años de equilibrio fiscal de Néstor Kirchner lo fueron sin computar los intereses de la deuda externa por el arbitrio del default. No olvidarlo.

También hay que destacar que el déficit actual, a diferencia de otras situaciones fiscalmente deficitarias, es el déficit de un gasto público que representa aproximadamente y en números gruesos el 40% del PBI, mientras que en los 90, en números gruesos, rondaba el treinta por ciento. Respecto a décadas pasadas, en los últimos años se ha registrado un notable incremento de casi diez puntos en la participación del gasto público en el PBI.

Esa expansión, además, coincide con la radical disminución de oferta de bienes públicos a disposición de la sociedad; menos educación y salud públicas; menos seguridad de la vida cotidiana, más deficiencia en la prestación de Justicia; más deterioro de la infraestructura pública, expansión de basurales fuera de control; descuido de la riqueza forestal, de los acuíferos y del medio ambiente. Es decir, una expansión del gasto público sin contrapartida de aumento en la productividad de los servicios públicos, incluyendo en ellos la tarea de control a los servicios privatizados y a las concesiones otorgadas al sector privado, que, como todos sabemos, son casi cotos de caza.

Ese incremento habla, a la vez, de la crisis de exclusión (pobreza, trabajo en negro, marginalidad) y, la otra cara de la moneda, del profundo estancamiento de la economía, una tendencia de 40 años que explotó en 2001.

Por otra parte, el mayor peso del presupuesto sobre el PBI implica, en primer lugar, una mayor presión tributaria sobre los contribuyentes; en segundo lugar, una mayor participación del sector servicios en la generación del valor agregado; y un enorme desafío para el incremento de la productividad del conjunto social.

Una paradoja perversa de esta mutación es que, en ese contexto de baja productividad, el crecimiento del peso del sector público sobre el PBI "genera" una "mejor distribución del ingreso", ya que el sector público remunera solo al trabajo y no al capital. Claramente ridículo. Pero, contablemente, si todos los trabajadores fueran empleados públicos, el sector asalariado tendría el 100% de la distribución del ingreso, ya que el Estado no recibe "remuneración al capital".

La paradoja es más dramática cuando se toma conciencia de que el crecimiento del empleo público es la consecuencia de la inexistencia de empleo privado (de inversión, de oportunidades rentables).

Una de las paradojas de la década kirchnerista fue que la ausencia de creación de empleo privado derivó, más allá del clientelismo y el oportunismo, en la creación de un millón de empleados públicos adicionales. Allí la causa de la "correspondiente mejora en la distribución del ingreso" que los kirchneristas celebran. Más bien que en todo lo que reluce no vamos a encontrar oro.

Hasta aquí una mirada sobre el gasto público, el déficit, la baja productividad social del gasto y además la conexión inexorable entre todas estas cuestiones y el desequilibrio de la nación. Desequilibrio que está antes del déficit y el desequilibrio que las terapias habituales del déficit no hacen más que agravar.

Una breve reflexión sobre la cuestión del equilibrio de la nación, por una parte; y la del equilibrio fiscal, por la otra. Puede existir equilibrio fiscal en el marco de un profundo desequilibrio nacional. Esa combinación no puede ser duradera. El equilibrio fiscal, en el contexto de un desequilibrio de la nación, es un equilibrio inestable.

El equilibrio fiscal que logremos si persiste el desequilibrio nacional o si la procura fiscal genera desequilibrio de la nación, entonces, ese logro es efímero y, si genera más desequilibrio nacional, es perverso. Hay una asociación entre lo efímero y lo perverso. La "estabilidad" de la convertibilidad era tan efímera como perversa. Solo la mirada de largo plazo es compatible con la ética en política.

Un ejemplo reciente. Durante la presidencia de Néstor Kirchner se alcanzó el equilibrio fiscal. Pero más de la mitad de población estaba en la pobreza. Un desequilibrio insostenible y un mérito relativo. A medida que se fue reduciendo la pobreza como consecuencia del boom de los términos del intercambio, la protección industrial de la devaluación del mercado y el default de intereses generado por A. R. Saá, comenzó a aumentar la tasa de inflación y al mismo tiempo el desequilibrio fiscal. La pobreza y la inflación eran síntomas de un desequilibrio nacional productivo. Y el logro "efímero" era consecuencia de un desequilibrio insostenible. La perversidad, en este caso, fue la gestión Kirchner, que, haciendo la plancha, desaprovechó la oportunidad secular de la Argentina.

Detrás de toda esta situación está la realidad que "no producimos lo que consumimos". El déficit fiscal refleja ese desequilibrio fundamental. Y también refleja ese desequilibrio el déficit de la cuenta corriente del comercio exterior. La Argentina necesita incorporar su producción urbana a la exportación. Es una prioridad. Los déficits gemelos, ambos hoy en primera fila, son la consecuencia de una misma debilidad estructural: consumimos más que lo que producimos.

Y lo hacemos a pesar de tener fuerza de trabajo desempleada. No solo los desocupados francos, sino los millones de argentinos en edad de producir que por muy distintas razones no se integran a la fuerza laboral.

¿Cuál es la razón? Primero es que la tasa de inversión en la Argentina no es la de pleno empleo. Podríamos agregar la existencia de capacidad productiva ociosa y la existencia de recursos naturales subexplotados. Sería largo, pero podríamos asociar todo esto con el profundo desorden territorial de la Cabeza de Goliat.

¿Pero cuál es la razón principal de este desorden? ¿Qué es aquello de lo que no hablamos? Es que el excedente que genera este debilitado sistema productivo (Estado improductivo, ejército de desocupados, etcétera), además, se fuga.

Hoy duermen fuera del sistema nacional 400 mil millones de dólares de residentes argentinos que no volvieron al sistema ni con el blanqueo más generoso del planeta. He ahí la madre del desequilibrio nacional productivo. No invertimos aquello que generamos y cuyo destino es la inversión: la disipación del excedente es el desorden mayúsculo de la Argentina y lo seguirá siendo mientras subsista la conspiración del silencio que la protege.

Llegados a este punto es bueno preguntarse cómo se ejerce el poder. El brillante economista K. Boulding señalaba que hay tres herramientas: "el abrazo, el garrote y la zanahoria". Recordemos a los colegas economistas profesionales que en el capitalismo, de todos los tiempos, el único poder que puede ejercerse sobre "el excedente" es el de la zanahoria. Lo demás, el clima de inversión, las felicitaciones, son pavadas. Y esas pavadas no generan crecimiento. El mundo capitalista contemporáneo es uno de zanahorias.

El problema es que en la Argentina, y no solo la de hoy sino en la de hace 40 años y sin interrupción, la zanahoria ha estado destinada al excedente que se aplica a la autorreproducción. Es decir, a las finanzas y no a la producción. La "industria financiera" decían antes del default.

El Banco Central paga 40% por inversiones financieras. Eso es zanahoria. Más de 400 mil millones de pesos de zanahoria en un año. Eso me atrasa el tipo de cambio, me aumenta la capacidad de los importadores y me baja las posibilidades de exportar. El atraso del dólar aumenta, dada la vocación o el origen de fuga, la renta en dólares de la estadía. Nación hotel.

Volvamos a la reflexión. También puede existir desequilibrio fiscal en un contexto de equilibrio nacional. Esta combinación puede ser duradera y la realidad planetaria demuestra que, al menos para los países desarrollados, esa coexistencia no genera riesgos de inestabilidad.

Veamos países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), club selecto donde pugnamos por entrar. Haré algo poco correcto, poco profesional, pero "comunicador", como quiere el código del uniforme sin corbata, sonrisa y mirándonos todos entre nosotros: "¡Whisky!". Foto.

España, Portugal, Reino Unido, Estados Unidos, Francia, Japón, Finlandia, Bélgica, Australia e Italia, en 2016, tuvieron en promedio un déficit fiscal de 2,9% del PBI y lo mantienen, en promedio, desde 2008. El más alto es de Estados Unidos, con 4,94% y el más bajo, el de Finlandia (1,79%), los países que lo tienen, por lo menos, desde el principio de la tabla publicada (2000) son España, Portugal, Reino Unido, Francia e Italia. El más nuevo, Finlandia (2009).

Todos los déficits de estos países son importantes (parecidos a los primarios que dice tener Dujovne) y no de corta duración. A esos países los llamamos "desarrollados" por las condiciones de vida de la mayor parte de la sociedad, porque disponen de un orden de bienestar —más allá que hoy esté magullado— que nos hace tenerlos de alguna manera de horizonte al que deberíamos caminar.

Diferenciamos entonces entre equilibrio fiscal y equilibrio de la nación. Podemos decir que el equilibrio fiscal es no gastar más de lo que ingresa al Tesoro. Y que el equilibrio nacional es lograr condiciones de bienestar para la inmensa mayoría. ¿Se pueden hacer las dos cosas a la vez? Podemos concluir que, comparativamente, el déficit que acusa Dujovne es parecido, al menos en el número promedio, al de los países que quisiéramos emular. Lo que seguro no tenemos es el equilibrio nacional siquiera comparable al de los países desarrollados.

Ante la fuerza de la evidencia todos coincidimos en que el desequilibrio nacional por excelencia es la pobreza acumulada de décadas que hace al país uno de malestar y no uno de bienestar.

No solo la pobreza de la foto, el 30% de los argentinos de hoy, los 13 millones a los que los recursos que les llegan no les alcanzan para abastecerse diariamente de lo que la definición establece que es la línea de pobreza. No.

Más grave es la pobreza de la película. Veamos. Desde 1974 hasta la fecha el número de pobres creció a la tasa del 7,1% anual acumulativo. Un escándalo que comparten en responsabilidad todas las fuerzas políticas y las fuerzas armadas, que gobernaron estas cuatro décadas.

Como la tasa de natalidad de los hogares más pobres es mucho mayor que la de los hogares medios o que no son pobres, la fuerza demográfica garantiza que si hoy los menores de 14 años pobres son la mitad de la población, de permanecer las cosas como están, los menores de 14 años nacidos en la pobreza serán más y más y más de la mitad de la población. Un boom demográfico de pobreza en la era de la robótica. Ese es un cuadro de la película que nos trajo a esta foto del presente del desequilibrio nacional.

Tenemos desequilibrio fiscal. Y hay que resolverlo. ¿Y el desequilibrio nacional? ¿Cómo y cuándo?

Ante la corrida y la necesidad de acudir al FMI, el Presidente finalmente ha decidido proponer un acuerdo nacional (al que dicen que llamará a todos) para acordar la manera de terminar con el déficit fiscal al que se le atribuye la causa de todos los males nacionales. ¿Es así o es al revés?

Sin déficit, según el Presidente, la Argentina ingresaría en el camino de la estabilidad de precios y, como consecuencia de ello, entraría en el océano de las inversiones y, como consecuencia de ello, en el crecimiento y el pleno empleo, con lo que se derrotaría la pobreza. ¿Sería así?

Vamos al origen. El Gobierno afirma, con razón, que la mayor parte del gasto público nacional es consecuencia del gasto social y de los aportes a la seguridad social, y el costo en personal de la administración pública. Es decir, el gasto fiscal es imposible de ser reducido drásticamente, ya que es social o, más bien, consecuencia de la improductividad social del aparato productivo, que, como expusimos antes, se llama ausencia de inversiones y de zanahorias para aplicar el excedente al sistema productivo y no a la timba financiera. Toco y me voy.

Tengamos en cuenta que la presión tributaria sobre los que están en blanco es de tal magnitud que es imposible cargar más tributos sobre los mismos contribuyentes. Si el gasto no puede reducirse y si el ingreso no puede aumentarse, entonces, ¿el déficit no puede bajarse?

En ese contexto la única variable libre, es decir, la única sobre la que se puede presionar en el escenario tributario o fiscal es sobre los que están en negro. Los que están trabajando y produciendo en negro. Si la economía negra, no nos referimos ni a la droga ni a los mercados ilegales, si la economía que debería tributar tributara, según las estimaciones de economía negra, los recursos tributarios que podrían aportar los que hoy no están en blanco alcanzarían a 30% de los ingresos fiscales actuales. Este es un problema de administración. Un gigantesco problema de administración.

No sería demasiado complejo, a partir de la existencia de medios electrónicos, montar mecanismos administrativos acompañados de movilización popular y un sistema de incentivos muy fuertes para terminar con la evasión descomunal de gran parte del comercio minorista. Deberían aplicarse los mismos incentivos, y aun mayores, que ponen las tarjetas de crédito con la finalidad de fidelizar cartera de clientes. Se podrían aplicar incentivos muy fuertes para atraer como agentes de promoción tributaria a los consumidores finales e inclusive, a través del viejo sistema SUBE o similar, generar subsidios aplicados a la alimentación de los más necesitados. Subsidios directos que provocarían fidelización tributaria de los proveedores.

Combatir la evasión fiscal de los pescados chicos tiene que constituirse en una causa popular recaudatoria. Y en función de ello será más sencillo combatir la evasión hacia atrás en la cadena productiva. Hay allí un océano de recursos que, hasta hoy, es fortuna fácil para los evasores. Hay que entrar a ese camino contra la economía en negro por todas las cabeceras, la de más abajo, con el control popular incentivado por beneficios, aunque sea transitorios, y seguir por las cabeceras de los grandes evasores, que los hay.

Las fuerzas de control deberían estar abocadas cien por cien a lo que no está registrado. Lo que está registrado ya está en el corral y lo podemos controlar después; si es que todo al mismo tiempo no se puede hacer. Verdulería, frutería, almacén, bar, peluquería, etcétera, todos son o centros de recaudación o fábrica de negro. Todos están presentes en la vida cotidiana, dejarlos pasar es nuestra responsabilidad y la responsabilidad del Estado es crear los incentivos para que no los dejemos pasar.

Pero, aclarado que estamos de acuerdo con la lucha por la recaudación sin aumentar la presión tributaria sobre los que ya cotizan, vayamos al gasto. El gasto social es la consecuencia del desempleo y de la pobreza. Y ambas son la consecuencia de la falta de inversiones. Las inversiones necesarias, lamentablemente, se fugaron a lo largo de muchos años. Solo en el primer período de Cristina Kirchner más de 80 mil millones de dólares. Y estamos rogando un crédito supervisado de 20. ¿Será posible?

Peor. De esos 400 mil millones de dólares, que no incluyen los que se fueron en 2017, que son más de 20 mil, ni los que se fueron a razón de 2 mil por mes este año y antes de la "crisis cambiaria", si se hubieran convertido en puestos de trabajo blancos, la pobreza sería mucho menor y la asistencia que implica el gasto social se reduciría paralelamente.

Pero, además, si ese excedente se hubiera invertido, los intendentes y los gobernadores no habrían tenido que sufrir la presión de la necesidad de trabajo, y no hubieran podido ejercer graciosamente el método del clientelismo a costa del Estado. Es decir, no habría el, como mínimo, millón de empleados públicos (desocupación disfrazada) que se sumó con los K. Es decir, el gasto, a nivel nacional y municipal, por esas causas —sociales y empleo— sería menor. Y todos tributarían, etcétera. Es decir, el problema del déficit es el origen y el origen está en el colosal desequilibrio nacional que nos consume.

Dicho esto, celebro que el Presidente convoque a un acuerdo nacional. Cómo no celebrarlo. Lo que alimenta el desequilibrio nacional es el desacuerdo nacional. Pero que no se convierta en una foto, por ejemplo, la foto del momento de la firma. O que no sea para hacerle Photoshop al déficit fiscal. Que sea un acuerdo para ir al origen. Acordar un programa que genere inversiones.

Este Gobierno, que no miente, pero que tiene un grave problema de visión, primero, no la ve venir (corrida) y, segundo, imagina que ve lo que no existe. ¿Cómo? Ha venido repitiendo, por ejemplo, que el descomunal déficit de comercio exterior (consumimos más que lo que producimos) es la consecuencia de la gran cantidad de inversiones que se refleja en las importaciones de maquinarias. No es verdad.

Como dice luminosamente Jorge Lucángeli, director de la maestría en Relaciones Económicas Internacionales, UBA: "Cambiemos se basa […] en una mayor apertura importadora y promoción de la inversión privada […] los datos de importaciones de bienes de capital no confirmarían que esto se haya plasmado en la industria manufacturera. […] no habría logrado despertar 'los espíritus animales' de la burguesía industrial". Luego de revisar las ventilaciones de las estadísticas de importación, la conclusión es demoledora: las importaciones están reflejando problemas y no soluciones.

Frente a todos estos problemas que han hecho flaquear todas las estadísticas favorables al PRO, el Presidente tomó la decisión de poner delante de sus ojos y sus oídos (Peña, Lopetegui, Quintana), a causa de la evidente presbicia, astigmatismo, miopía y sordera, un par de anteojos y otro de audífonos en cabeza de Nicolás Dujovne. Tal vez lo pidió el FMI. Y, mientras tanto mejora la visión y la audiencia, llamó al acuerdo nacional.

Un acuerdo nacional debe tener como finalidad principal el equilibrio de la nación. En nuestras condiciones y por la característica del gasto público, superar el desequilibrio fiscal implica la marcha en pos del equilibrio nacional y eso implica, antes que nada, generar las condiciones para la inversión reproductiva.

Para eso no tenemos nada que inventar. Solo copiar lo que hacen los países de la OCDE. Copiar lo que hacen y no lo que dicen.

Muchos de los dedicados a estos menesteres han sufrido lavado de cerebro vía lectura simple para que no copien el bien hacer.

Para el acuerdo para el equilibrio nacional, muchos de ellos, como el Quijote, volviendo de esta locura y errores, deberían decir: "Ya conozco mi necedad y el peligro en que pusieron haberlas leído, ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino". Que así sea.

El autor es economista y escritor. Autor del libro “Economía y política en el tercer gobierno de Perón.