La inflación pone en jaque el futuro del Gobierno

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(Reuters)
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La inflación se va transformando de a poco en el monstruo que, si el Gobierno no logra dominar, pondrá en jaque su futuro político. Los más optimistas dicen que a partir de ahora y hasta diciembre de 2019 no tiene otro camino que bajar. Yo diría que, más que camino, lo que no tiene es opción.

Cambiemos se inclinó por un programa gradualista para bajarla bajo el argumento de que una salida de shock provocaría daños graves que la sociedad argentina no soportaría. Eso, unido al margen estrecho por el que el Presidente ganó las elecciones en 2015, le hizo comprar a más de uno la razonabilidad de la táctica.

Pero luego del resonante triunfo de la coalición en 2017, no se entiende cómo el Gobierno sigue por un camino cuyo único denominador común es producir un cansancio agotador en la gente que nunca ve el final del túnel. Es más, muchos creen que, cada vez que se está por llegar, alguien en las sombras viene y corre el arco un buen trecho hacia adelante.

No hay dudas de que el 28 de diciembre, paradójicamente el Día de los Inocentes, marcó un antes y un después en el programa antiinflacionario del Gobierno. Ese día se anunció el cambio de metas inflacionarias para los siguientes dos años (2018 y 2019), cuyo único efecto fue elevar las expectativas generales sobre la evolución de los precios entre un 20% y un 30% más que la propia estimación del Gobierno.

Ese fue quizás el detonante de un cambio en un ítem medido por las encuestas en donde el Gobierno y el Presidente siempre salían ganando: el de las expectativas futuras. En efecto, más allá de los sufrimientos actuales, los argentinos, cuando les preguntaban sobre el futuro, respondían en una notoria mayoría en forma positiva, es decir, decían tener fe en que el Gobierno no solo había elegido un buen camino para resolver los problemas, sino que los terminaría resolviendo.

Por primera vez desde diciembre de 2015 ese indicador se invirtió. Ahora hay una porción mayor de argentinos que cree que el Gobierno está errando las herramientas y que posiblemente el futuro no sea mejor que el presente y que el pasado.

Se trata de un cambio sustancial porque, en el fondo, es lo que en términos coloquiales se llama vagamente "ánimo". Efectivamente, el ánimo no es otra cosa que esa sensación que uno tiene respecto del futuro y que lo hace tener una predisposición especial en el presente con independencia de las circunstancias del presente.

Cuesta creer cómo los cráneos sociológicos del Gobierno, empezando por su gurú mayor, Jaime Durán Barba, no lo advierten. El ecuatoriano acaba de publicar un artículo en un diario en donde asegura que hoy en día las sociedades no quieren escuchar pálidas y que cualquier gobierno que, a lo Churchill, prometiera "sangre, sudor, y lágrimas" no dudaría un minuto en el poder.

Se trata de la confesión más abierta que, por lo menos, yo haya escuchado, de la revalidación del concepto del relato kirchnerista que, justamente, especulaba con la construcción semántica de una fantasía que reemplazara a la realidad y que hiciera vivir feliz a la gente más allá de lo que indicaban los números.

Se suponía que el presidente Mauricio Macri venía para decirnos la verdad. Y la verdad es que en las circunstancias actuales habría que hablarle claro a la gente (se lo debería haber hecho desde el primer día, pero el dúo Durán-Peña lo impidió) y decirle algo muy parecido a "sangre, sudor y lágrimas".

Si Durán tuviera razón y efectivamente esa crudeza lo hubiera eyectado del Gobierno, al menos habría quedado con la conciencia limpia de que nunca trató de embaucar a nadie y de que fue de frente con lo que era necesario hacer para sacar al país de los estragos causados por 60 años de populismo y 12 años de populismo radicalizado.

Mientras la Argentina mantenga el nivel de déficit que tiene, que bien medido es de 9 puntos del PBI, no podrá sacar de la pobreza a franjas enteras de la población que han sido la víctima principal de los médicos que vendieron el verso de su ayuda. El populismo hundió al pueblo. Y esto no fue dicho ni explicado las suficientes veces y con la suficiente claridad como para que el pueblo lo vea y empiece a creer en otras verdades.

El Gobierno cuenta encima con la desventaja estadística de que los ejemplos mundiales de planes gradualistas exitosos no abundan. La propia Argentina siempre que tuvo algún éxito relativo en la lucha contra la inflación lo tuvo a partir de políticas de shock. La última carta gradualista es el fin de los aumentos de tarifas; que de verdad el hecho de que los precios de los servicios públicos ya no aumenten empiece a verse reflejado en un índice de inflación declinante. Si eso no ocurre, las derivaciones políticas del evento no las podremos conocer ahora, más allá de que nadie esté capitalizando la caída en la imagen del Gobierno.

El Presidente debería hacer un serio llamado interno a su coalición para relanzar la confianza de la ciudadanía. Cuando esta ve que entre los propios vecinos hay reyertas, aun con decibeles bajos, desconfía y se desilusiona.

No hay demasiado tiempo para hacer lo que hay que hacer. Se precisa un protagonismo feroz para devolverle a la gente la mística de la creencia. Sin ella, ningún gobierno es fuerte de verdad.