Fallas en la regulación de las tarifas de electricidad y gas

Guillermo Genta

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Cuando se realizó el análisis de los contratos de concesión de estos servicios, en el marco del proceso de renegociación dispuesto por la ley 25561, se verificó, por primera vez en el ámbito del Estado, mediante un exhaustivo análisis de los balances y las cuentas de resultados e información adicional, que las empresas, en la mayoría de los casos, habían tenido durante los años 90 ganancias extraordinarias. Esto quedó registrado en amplios y detallados informes elaborados previamente a la discusión de futuros acuerdos de renegociación.

Ese exceso fue posible por varios motivos. Uno de ellos, quizás el más importante, es que la regulación establecida en las normas marco de funcionamiento de las empresas era (y aún es) muy laxa. La principal tarea de los entes responsables se circunscribió a controlar (ex post) la calidad del servicio prestado por las compañías, según ciertos parámetros establecidos en los contratos. Se consideró que el Estado no debía inmiscuirse en las cuentas de ingresos y gastos operativos ni de inversión (y los planes correspondientes) de las empresas. Era suficiente con sancionar económicamente las fallas en la calidad del servicio prestado, calculadas, dicho sea de paso, con los datos proporcionados por los propios concesionarios.

La falta de verificación y control de las cuentas de las empresas se evidenciaba, también, en la ausencia de una contabilidad regulatoria establecida por el concedente, que discriminara de manera clara, precisa y uniforme ingresos, costos y patrimonio de las empresas titulares de los servicios. Información imprescindible para aplicar en la determinación tarifaria el principio de tarifas justas y razonables que estipula la ley.

Otro factor que facilitó la generación de rentas extraordinarias en estas actividades monopólicas fue el extenso período en el cual las tarifas de la privatización serían revisadas (a la baja) conforme las normas de la ley. En el caso particular de las empresas de distribución de electricidad, el período previsto en la ley de 5 años fue incrementado a 10 años por un decreto posterior del Poder Ejecutivo y en la práctica nunca se realizó hasta la renegociación. Lo que obviamente facilitó mayores rentabilidades sobre la base de una tarifa inicial cuya metodología de fijación, vale aclararlo, no fue explicitada y cuyo nivel era superior al anterior al proceso de privatización de SEGBA S.A.

Estas y otras fallas e insuficiencias fueron salvadas en las actas de renegociación a suscribir con cada una de las empresas, modificando en varios aspectos los contratos de concesión originales.

Lamentablemente, las manipulaciones a que fueron sometidas las tarifas (y los precios) durante el Gobierno anterior impidieron corregir las fallas regulatorias detectadas y modificadas durante el proceso de renegociación, y adicionalmente han dejado una secuela de poca transparencia y distorsiones en la administración y el control de estos servicios básicos para la sociedad, que indubitablemente no pueden estar sujetos simplemente a las leyes del mercado.

Desde la asunción del nuevo Gobierno la consigna, en su expresión minimalista, es elevar los precios y las tarifas de estos servicios para cubrir costos e incentivar las inversiones, eliminando los subsidios públicos. Este objetivo se evidenció con crudeza en la decisión de los aumentos anunciados a principios de 2016. Dada la inmediata reacción social que produjo la aplicación de incrementos que modificaban sustantivamente, y en un solo momento, la composición de los gastos de los usuarios, el Gobierno se vio obligado a revisar sus expectativas, previa intervención de la Corte Suprema de Justicia, que consideró, en los términos planteados, ilegal la medida.

Entre los pasos que el Gobierno pretendió omitir estaban la realización previa de audiencias públicas para tratar las propuestas de aumentos para las distintas etapas de prestación de los servicios. El argumento del Gobierno para dicha omisión era débil: esas audiencias se habían realizado durante el proceso de renegociación de los contratos. Claramente el contexto y las circunstancias eran bien diferentes.

Finalmente las audiencias se efectuaron, pero tuvieron más un carácter formal que de búsqueda de una fórmula para establecer un sendero claro, justo y transparente hacia un nuevo equilibrio de los precios y las tarifas de los servicios, que contemplara los intereses de todas las partes.

Esto es evidente, entre otras cosas, porque el proceso de aumento tarifario que se está ejecutando, y que seguramente demandará todavía un plazo extenso para ser completado, está sembrado de incertidumbres, tensiones, conflictos y revisiones; se desconoce su resultado final.

Una de las máximas enunciadas por el Gobierno, además de aumentar precios y tarifas, es la de retornar a los marcos regulatorios instaurados en los años 90. Algo que más bien parece un deseo que una posibilidad, puesto que uno de los pilares de esos formatos institucionales fue la convertibilidad, que facilitó la estabilidad de los precios y la aplicación de una metodología de ajuste automático de tarifas basada en índices de precios de la economía estadounidense. Hoy, algo impensable.

Otro factor que hace difícil alcanzar ese objetivo es la ausencia de instituciones con capacidad para regular y controlar a las empresas. Como se mencionó, en su origen los entes competentes aplicaron una regulación permisiva que facilitó rentas por encima de las justas y razonables establecidas en las leyes marco. Durante la gestión anterior, en el discurso, se pretendió fortalecer las capacidades de esos entes, pero en los hechos la calidad de sus acciones se degradó y se los sometió a los dictados del poder político, lo que los alejó de su carácter eminentemente técnico. Hoy la situación no parece muy diferente, al menos hasta ahora.

Aunque en este espacio no es posible considerar todos los obstáculos que se deben superar para alcanzar una meta de tarifas compatible con las necesidades del servicio y la capacidad de pago de los diversos sectores de la sociedad, no se puede dejar de considerar el precio de los combustibles, tanto gas como derivados del petróleo. Este componente de la cadena productiva es clave y común a ambos servicios públicos. En uno, de manera directa y, en el otro, a través de la generación térmica de electricidad. Hoy por hoy un componente mayoritario de la matriz eléctrica.

La pregunta, difícil de responder, es cuál es el precio de estos combustibles. Actualmente se reconocen dos niveles de este precio (o precios). Uno es el que actualmente se incluye en la tarifa que paga el usuario y otro, superior, que, según los anuncios, debería estar basado en el mercado. La diferencia entre ambos precios, que obviamente es variable en el tiempo, se cubriría a través de un sendero de precios con incrementos progresivos. En este terreno son mayores las incertidumbres que las certezas en cuanto a su impacto en las futuras tarifas de los servicios de gas y electricidad.

La Argentina perdió su capacidad de autoabastecimiento de petróleo y gas, y requiere, en gran medida, de la importación de estos productos que depende de precios internacionales. Transacciones que a su vez afectan el balance de nuestro sector externo, tendiente a un cuello de botella.

Esta situación se puede agravar, más allá de la suba de los precios internacionales, si no se logra mejorar la producción interna de gas y de petróleo, concentrada en pocas empresas, que se presenta actualmente declinante, especialmente considerando el aumento esperado de la demanda doméstica producto del (deseable) crecimiento económico.

Por otro lado, existe un interesante potencial de producción de gas no convencional, especialmente en Vaca Muerta, que requiere de cuantiosas inversiones para cuyo incentivo el Gobierno ha fijado precios muy por encima de los internacionales. Si bien por el momento la producción alcanzada registra bajos niveles, a medida que aumente su incidencia en la producción total (si los incentivos funcionan) destinada a consumo interno, su precio afectará más el nivel de las tarifas de gas y electricidad.

Es evidente que se está produciendo una fuerte transferencia de ingresos desde los consumidores a todos los integrantes de las cadenas productivas de gas y electricidad, y que esta transferencia está provocando malestar y reacciones en amplios sectores sociales que ven afectado de manera significativa su poder adquisitivo, sumado esto al fenómeno inflacionario de la economía. Este sacrificio de consumos requiere que los usuarios de los servicios no se perciban como perdedores del fenómeno de transferencia. Que el arbitraje que realiza el Estado es justo para ambas partes. Esto no se logrará invocando beneficios (como inversiones futuras) difícilmente comprobables en la vida cotidiana de los ciudadanos. La regulación estatal eficaz, que monitoree el aporte de nuevos capitales, la obtención de ganancias razonables, la ausencia de comportamientos colusivos de las empresas, entre otras conductas, seguramente aumentará la confianza en la utilidad del esfuerzo realizado, en especial en los sectores más desprotegidos.

El autor es economista especializado en energía.