Los obispos argentinos, entre el sueldo y el olor a oveja

Juan Francisco Baroffio

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En estos días se ha puesto sobre el tapete de la discusión pública el tema de los sueldos que el Estado nacional paga a los obispos católicos. Una pregunta de una diputada nacional al jefe de gabinete ha abierto el debate. Este es un tema del que solo se habían ocupado, pero muy tímidamente, los miembros más reaccionarios de la izquierda argentina y Lilita Carrió. Más allá de si fue una pregunta oportunamente deslizada por una fuerza aliada al oficialismo para generar un debate que sirva de cortina de humo para otros temas, ha hecho que muchos se planteen este tópico por primera vez.

El trono y el altar

En el vasto cuerpo normativo de la Argentina, la Iglesia Católica se ve beneficiada a través de diferentes institutos jurídicos. Por ejemplo, el Código Civil y Comercial establece, en su artículo 74: "La Iglesia Católica y sus Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica" son personas jurídicas de derecho público, como lo son el Estado nacional, el provincial, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y los municipios. También goza de algunas exenciones impositivas y subsidios, al igual que otros cultos, pero nuestra Constitución Nacional establece que el Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano (artículo 2). Este sostenimiento es más que nada económico y no significa que sea la religión oficial del Estado o que no se respete la libertad de profesar o no algún culto.

No debe sorprendernos ni tampoco debemos rasgarnos las vestiduras. En mayor o menor medida la mayoría de los Estados reconocen cierta preeminencia, aunque solo sea protocolar, a la Iglesia Católica o al Estado Vaticano. No podemos olvidar que la Iglesia es la institución de mayor supervivencia en la historia de la humanidad, a excepción de la familia. Muchos Estados, incluso algunos decididamente laicistas, reconocen los aportes que esta religión ha hecho y hace tanto en temas humanitarios como en las mediaciones de paz, la cultura y la educación.

En nuestro país, la Iglesia antecedió al Estado argentino y en los momentos de mayor desorganización, como en los tiempos de las guerras civiles, siempre se podía contar con que resguardaría instituciones y actos civiles (registros de los nacimientos, los matrimonios y las defunciones, orfanatos, hospitales, etcétera) de los que las autoridades estatales no podían ocuparse. Lo mismo ocurrió en la mayoría de los países occidentales. Allí donde no llegaba el Estado, podía contarse con la parroquia o la comunidad religiosa local. Son numerosos los casos en los que las autoridades jurídicas canónicas debían mediar y resolver conflictos civiles entre particulares, porque estos no disponían de los medios económicos para acceder a la Justicia estatal o por no contar con autoridades civiles en las cercanías.

Lógicamente, esta proximidad entre el Estado y la Iglesia, traducida en cooperación y respaldo, también produjo una excesiva injerencia de uno en el otro. La mezcla malsana de tópicos políticos y espirituales fue una constante a lo largo de siglos y esto generó graves injusticias. Las autoridades religiosas buscaban interferir en el Estado para salvaguardar la cristiandad y los políticos buscaban la guía moral del mundo eclesiástico. Pero con el tiempo, salvar las almas y ser buen gobernante fueron perdiendo preeminencia y la política buscó influir en la Iglesia para sus fines y los eclesiásticos buscaron beneficios que los protegieran de las amenazas percibidas como anticatólicas.

Lamentablemente, la Iglesia en algunos casos perdió libertad y su misión salvífica se vio enturbiada por intereses más terrenales y menos santos. A medida que fue creciendo el poder de los Estados nacionales, el trono comenzó a absorber más y más al altar. Ya en la Edad Media tenemos casos como el ultraje de Anagni, en el año 1303, en la que el papa Clemente VIII fue encarcelado por las tropas francesas del rey Felipe IV "el hermoso" y se trató de obligarlo a dimitir. Este acto luego dio paso al "secuestro" del papado que durante 68 años permaneció en Avignon bajo la tutela y exigencias de la corona francesa.

No se puede, entonces, negarle razón a Martín Lutero cuando pretendía denunciar ciertas prácticas de la Iglesia que tenían como finalidad beneficiar a las clases dominantes de su tiempo, en total detrimento de su misión evangélica. Es que dentro de la Iglesia había una concepción muy arraigada de que para poder llegar mejor al pueblo de Dios, a las ovejas, el pastor debía estar cerca del poder. Evangelizar a los poderosos podía resultar en beneficios patentes para la fe. Los pueblos, siguen a sus líderes. Y si sus líderes eran prohombres revestidos de virtudes cristianas, solo se podía esperar lo mejor. Esta era la idea tradicional imperante desde la Edad Media: reyes santos a la cabeza de las naciones del cristianismo.

Esta concepción recién comenzaría a abandonarse luego del Concilio Vaticano II y como resultado de las nefastas consecuencias que la unión del trono y el altar habían traído a la Iglesia, sobre todo desde finales del siglo XIX. La mayoría de las veces las clases políticas habían utilizado a la Iglesia, obtenido un rédito y hecho un usufructo negativo de la confianza de sus pueblos. Cada vez que un dirigente político con fuertes lazos con las jerarquías eclesiásticas defraudaba a sus contemporáneos, esto salpicaba a la Iglesia.

En nuestro medio, hasta la reforma constitucional de 1994, el presidente de la nación debía ser católico. Viendo a muchos de los civiles y militares que ejercieron el cargo y que se reconocían como católicos, podemos afirmar que la manda constitucional no sirvió para asegurar la honestidad y la moral de la primera magistratura.

¿Pastores o empleados públicos?

El Estado argentino, en todos sus órdenes, subsidia y coopera con diversas iniciativas de la Iglesia Católica. Pero sería ingenuo afirmar que lo hace exclusivamente por convicciones proselitistas. Si se siguen subsidiando escuelas e instituciones confesionales, es porque estas siguen llegando a los lugares que deliberadamente el Estado abandona. Donde hay una villa de emergencia hay una capillita y un cura villero atendiendo las necesidades de las que la política suele acordarse solo un mes antes de los actos electorales. Lo mismo hacen evangelistas, judíos y otras confesiones. Sin embargo, el tema de los sueldos a las jerarquías eclesiásticas entra en un terreno diferente.

Todos recordamos los gestos de humildad del papa Francisco que tanto han impactado en el mundo. El llamado al abandono a rajatabla de lujos superfluos, de potestades y honores mundanos se hizo escuchar desde el día primero del papado de Francisco, en total sintonía con lo que ya había anunciado el Concilio Vaticano II. Su famosa frase de que quería pastores con olor a oveja, o sea, que estuvieran empapados de las realidades que les tocaba vivir, parece no haber hecho suficiente mella en algunos. Ya durante la grave crisis del 2001, el papa Juan Pablo II llamó a la comunidad eclesiástica argentina a que se mantuviera por sus propios medios para no sobrecargar al famélico Estado nacional. Pocos le respondieron al pontífice polaco.

Hay casos muy loables dentro de los prelados argentinos que hacen un buen uso del sueldo de obispo. Muchos, como Bergoglio en sus tiempos, renuncian a coches con chofer y a los lujos de las residencias episcopales, y usan el dinero que les abona el Estado para obras pías o para ayudar al que lo necesita. Hemos visto muchas veces las fotos de Bergoglio en el tren o en el subte, o hemos escuchado anécdotas de sus viajes en colectivo. Pero no podemos afirmar que sea imitado por todos.

La visión de Marcos Peña y de algunos de los funcionarios de Cambiemos parece ser la de que los obispos, por recibir un sueldo del Estado, son empleados públicos y son perfectamente susceptibles de ser pasibles del recorte presupuestario que se lleva adelante. Fuera de esto, cabría preguntarse si es necesario que los obispos sean mantenidos por el Estado argentino. ¿No es perjudicial que la misión espiritual esté tan sujeta a lo excesivamente mundano?

Muchas veces se critica la tibieza del episcopado argentino ante temas de interés para la Iglesia Católica o ante ciertas injusticias de la política. Numerosas veces hemos escuchado hablar sobre las complicidades de los obispos con la clase política de turno. Hay quienes con malicia dejan deslizar si no será acaso la fidelidad que el empleado le debe a su patrón.

Que los sueldos de obispos se hayan pagado durante tanto tiempo no quiere decir que sea una situación que no pueda cambiar. O que no deba cambiar. Los lujos superfluos y las dádivas del Estado pueden acarrear nefastas consecuencias para la vida espiritual y social de la Iglesia. Es muy cierto también que los obispos argentinos hoy viven de forma más austera que sus homólogos de hace treinta o cuarenta años. Pero algo que suelen recomendar los confesores es evitar las ocasiones próximas de pecar. Esto es: se sabe que el ser humano no puede deshacerse por completo del pecado, entonces que busque evitar las situaciones que lo pondrán en ocasión de perderse. Resulta un consejo práctico para cualquiera: si se quiere abandonar la bebida, evitar los bares. Tal vez, para tener verdadero olor a oveja sería un buen paso evitar los abultados sueldos estatales.

El autor es escritor, historiador, ensayista y director de Seminarios del Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios (Cudes).