Nisman: de impunidad y de mafias

Más allá de los detalles aparece un espectro indudable: el de la mafia o el de una de las tantas mafias que se mueven cómodamente en el espacio de la política, los negocios y los intereses del Estado

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Hay crímenes políticos que son develados de inmediato. Fue el caso de Abraham Lincoln o James Garfield, presidente de los Estados Unidos asesinado por un desempleado en 1881. O de William McKinley, del mismo modo presidente en Washington caído por el atentado de un anarquista, en 1901.

Lo mismo sucedió con el príncipe heredero y su mujer al trono del ya desfalleciente Imperio austrohúngaro en manos de un nacionalista serbio, asunto que para algunos historiadores se sumó a otros factores para promover con una torpeza mayúscula la Primera Guerra Mundial iniciada en 1914.

Un caso que originó la furia total contra judíos y revolucionarios rusos fue la muerte violenta del mujeriego zar Alejandro II, en 1881. Entre los represaliados figuró el hermano mayor de Lenin.

Pero otros crímenes políticos siguen en la oscuridad. El más trascendente tal vez sea el de John F. Kennedy, el 22 de noviembre de 1963, en Texas, a partir del cual la CIA gestó toda una historia de decisiones y víctimas que muchos investigadores siguen sin poder creer. Y esto aconteció en un país que se precia de develar acontecimientos policiales con la velocidad del rayo.

Un libro reciente, Teoría de la conspiración. Deconstruyendo un magnicidio, del investigador español Javier García Sánchez, afirma, más de medio siglo después, que no fue una matanza cualquiera sino fruto de una conspiración. Ricos petroleros, políticos, mafiosos, dirigentes cubanos que se sentían traicionados tras el fracaso en Bahía de los Cochinos, funcionarios de la CIA y del FBI armaron un andamiaje de intrigas que favoreció la contratación de expertos francotiradores nativos o extranjeros, quienes, con armas de alta precisión, pudieron cometer la masacre. El fusil de Oswald no tenía capacidad, poder ni precisión para atribuirle el crimen.

En la Argentina no hemos tenido magnicidios. Ningún presidente fue abatido, aunque sí cayeron funcionarios de segundo nivel que habían obedecido órdenes de esos jefes del Ejecutivo (Falcón, Varela). Los presidentes de la nación caminaban sin custodia por la calle Florida y no faltó quien, a comienzos de siglo, adoptara los altos de la Casa Rosada como morada familiar. La más importante intencionalidad de asesinato fue contra el senador Lisandro de la Torre, permanente acusador de los negociados de los frigoríficos británicos que tenían buenos vínculos con ministros de la nación.

El dirigente anti-sistema, De la Torre, fue tiroteado en pleno recinto por Ramón Valdéz Cora, vinculado con el ministro de Agricultura Luis Duhau y el Departamento de Policía. A De la Torre no lograron matarlo porque en el tiroteo se interpuso uno de sus discípulos, el senador electo Enzo Bordabehere. Las conclusiones definitivas del atentado no pasaron a mayores, fueron borradas con el transcurso de los años. Pero llevó a De la Torre a la melancolía, la desolación y la depresión, y finalmente al suicidio, algún tiempo después.

Toda esta introducción viene a cuento por el asesinato del fiscal Alberto Nisman, hace tres años. Una muerte negada, marginada y hasta olvidada por muchas autoridades. Con profundas aristas de misterio e incomprensión. Un día antes de presentarse ante el Parlamento para denunciar las íntimas complicidades del Gobierno de Cristina Fernández con Irán, país sospechoso de varios atentados en el país. No hay evidencias, pero Irán habría estado presente de distintas maneras en la explosión mortífera de la Embajada de Israel, en la destrucción brutal de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) y algunos de sus jerarcas ya tenían vedado el tránsito fuera de las fronteras de su país por ser sospechosos partícipes en esos actos criminales.

Todo el sistema nacional de pericias, contando el judicial, determinó que Nisman se había suicidado. Le daba así la espalda a toda la opinión pública que sentía lo contrario y se había manifestado acongojada en las calles céntricas. La investigación estuvo llena de obstáculos, de torpezas tremendas por parte de aquellos que trataron el caso desde el primer momento.

Recién en 2017, el juez Julián Ercolini, basado en las pericias de la Gendarmería Nacional, firmó un fallo que cambió de raíz el caso Nisman. De una muerte no aclarada se concluyó en la definición de un asesinato disfrazado de suicidio, todo dentro de un plan criminal.

La primera conclusión es que, en medio de la ausencia de los custodios, de roturas sugestivas de cámaras filmadoras, lo mataron dos personas, quienes lo redujeron y luego le aplicaron ketamina para que no pudiera defenderse. La ketamina es una droga disociativa con capacidad alucinógena, derivada de la fenciclidina, utilizada originalmente y en la actualidad en medicina por sus propiedades sedantes. Mientras uno de los asesinos lo sostenía, el otro disparó. Luego, acomodaron el cuerpo tal como fue encontrado.

Más allá del calificado trabajo de la Gendarmería y del juez, ¿qué significa el asesinato de Nisman? Ese acto cruel es sinónimo de impunidad. No hay custodios que valgan si se ha tomado la decisión de aniquilamiento de una persona. Impunidad frente a un delito monstruoso por su significado político.

El Gobierno de la señora de Kirchner se cruzó de brazos, lo cual ha dado pie a especulaciones. Varias son las hipótesis que rondan el cadáver. O fue una decisión de las más altas autoridades para sacarse de encima a un fiscal molesto. O fue un equívoco de expertos en matar, que recibieron sugerencias pero no órdenes. Todos son sospechosos. Ahora se habla de íntimas reyertas dentro de los servicios de inteligencia, en la medida en que Nisman tenía buen vínculo con un área. O quizás haya sido una muerte por encargue, como lo fue, según datos recientes, la de John F. Kennedy. Pero más allá de los detalles aparece un espectro indudable: el de la mafia o el de una de las tantas mafias que se mueven cómodamente en el espacio de la política, los negocios y los intereses del Estado.