La ola amarilla y su impacto en la política exterior argentina

Una de las características centrales de la política exterior argentina, con el presidente Macri, ha sido evitar que a nivel simbólico que establezcan comparaciones o emulaciones de la década menemista de los noventa

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El pasado domingo 22 a la noche, cuando ya se conocían los resultados finales a nivel nacional y en la provincia de Buenos Aires, la política argentina tuvo de manera simbólica y contundente la transmisión de los atributos presidenciales que el Gobierno anterior, de manera infantil, con perdón de los niños, le retaceó a Mauricio Macri el 10 de diciembre del 2015. Muy lejos quedaba el lema de campaña de Néstor Kirchner 2003, impulsado por el poder territorial de Eduardo Duhalde y el prestigio y los logros económicos de Roberto Lavagna, centrado en lograr que Argentina fuese un país normal. Toda una parábola de 12 años de vida política nacional.

La idea subyacente de la no entrega de los atributos presidenciales al presidente electo y cuya coalición también había ganado, de mano de María Eugenia Vidal, un bastión clave y simbólico para el peronismo y también para el kirchnerismo como la provincia de Buenos Aires, seguramente transcurría por la premisa de restarle legitimidad simbólica. Además del convencimiento de que los desequilibrios macroeconómicos, el más del 30% de la población bajo la línea de la pobreza y el desbarajuste de subsidios a capas medias y altas de Capital y Conurbano en el consumo de agua, gas y luz, se encargarían de generar un clima que depararía una elección de Cambiemos de mediocre a mala en 2017, y una derrota segura en la provincia más poblada del país. Ello abriría inevitablemente la profecía autocumplida de la ingobernabilidad argentina cuando el peronismo en algunas de sus variantes o mutaciones no está en el poder.

Al mismo tiempo, esa debilidad política impediría cualquier avance sustancial de la Justicia en la revisión del pasado en materia de corrupción y el frustrado acuerdo con Irán. Todo condimentado con agitación sindical y de los movimientos sociales en una competencia para ver quién era el más intransigente con el Gobierno. Esta arquitectura conceptual colapsó el pasado domingo; los diarios y los portales se dedican a analizar la reelección de Macri y si Vidal quiere o no otro mandato. Ya no aparecen maquetas de helicópteros y seguramente los muñecos de goma amarillos de "Macri gato" pasarán a ser vendidos como amuletos de la suerte.

En estos días poselectorales, los análisis se han centrado en porcentajes, composición de las bancas en el Congreso y legislaturas provinciales, en la crisis del peronismo, en si el Gobierno optará por un esquema de acuerdo para reformas estructurales con el bloque de senadores peronistas liderados por Miguel Ángel Pichetto, etcétera. Pero hay otra dimensión menos analizada y no menos importante que es el impacto en la política exterior argentina.

Una de sus características centrales, con el presidente Macri, ha sido evitar que a nivel simbólico que establezcan comparaciones o emulaciones de la década menemista de los noventa. Esos años distaron de ser la caricatura de alineamiento carnal con Estados Unidos. Cabe recordar la creación del Mercosur y la negativa a firmar el ALCA con Washington, pero ese estigma simplificado sigue y aún es fuerte. En especial luego de 12 años de retórica satanizadora de los noventa, llevada a cabo con mucho de cinismo y picardía política por hombres y mujeres que ocuparon cargos ejecutivos y legislativos relevantes en esos años y acompañaron a Carlos Menem muchas veces en las boletas electorales. De ahí la reticencia de Macri a mostrarse o dejarse mostrar como líder regional, aprovechando los problemas de Brasil y la debilidad política de otros mandatarios regionales.

Asimismo, otra de las características es buscar óptimos lazos con las principales potencias en un mundo con crecientes rasgos multipolares, o sea, Estados Unidos, China, Alemania, Japón, etcétera; falta aun un mismo énfasis con Rusia. Sin descuidar a Brasil, México, Chile, Paraguay, Perú, Colombia, Singapur y los ricos países del golfo arábigo. También un fuerte hincapié de la política exterior al servicio de mejorar la cantidad y la calidad de las exportaciones de Argentina y los flujos de inversión externa. Todo ello con más fuerza aún luego de un primer año en donde la política exterior nacional tuvo también como uno de sus rasgos centrales acompañar la fallida candidatura a la Secretaría General de la ONU.

Este perfil prudente y pragmático se acentuó en los últimos tiempos luego de un inicio en donde se tomó innecesariamente partido en la contienda Hillary Clinton y Donald Trump, a favor de la primera. Muy en sintonía esta postura con la idea de los estrategas del PRO de evitar cualquier imagen de derechización del gobierno para no asustar al electorado centrista y aun de centroizquierda no K.

Todo ello no ha evitado que la Casa Rosada tome partido firme por el retorno de Venezuela al sendero de democracia y respeto por los derechos humanos. Ayudado por la propensión de Nicolás Maduro de hacer centro de muchos de sus ataques a la figura del presidente argentino; varias de ellas desde el salón Néstor Kirchner, que está en el Palacio de Gobierno en Caracas.

Con respecto al tema Irán y el caso de los atentados terroristas de 1992 y 1994, el Gobierno volvió a lo que fue en gran medida la postura argentina hasta el giro decidido por la Casa Rosada en el 2011. Explicado por algunos por razones materiales y otras más por motivaciones de nivel político y simbólico, como era posicionar más fuertemente el liderazgo de ese momento en nuestro país en un eje de confrontación con los Estados Unidos, compuesto por Cuba, Venezuela, Ecuador y Bolivia, con óptimas relaciones con China y Rusia. Momentos en donde la salud de Hugo Chávez avecinaba su fin, así como la ancianidad de Fidel Castro.

La contundente victoria del oficialismo el 22 de octubre, por primera vez desde 1985 en los cinco distritos del país, acentuará las presiones internas y externas para un Macri más fuertemente posicionado como líder regional e interlocutor activo y duro en temas de colapsos de la democracia como sucede en Venezuela. No obstante, la metódica estrategia política y electoral del Gobierno hace poco probable un giro agudo y radical en ese sentido. Conseguir el 45% para evitar una segunda vuelta en el 2019 requiere en esa visión transitar un camino moderado y que distancie al Gobierno de etiquetas de neomenemismo, derecha o neoliberalismo.

Asimismo, la fragmentación de la oposición también puede ayudar a lograr ese 45% o llegar a la presidencia con menos de ese porcentaje, pero con la suficiente diferencia de votos para que no se active la segunda vuelta. Para la historia contrafáctica quedará el análisis de hasta qué punto esa estrategia electoral fue determinante para lograr un empate técnico en las PASO de la provincia de Buenos Aires, cuando pocas semanas antes se pronosticaba una diferencia de cuatro puntos o más a favor de la ex Presidente. O fue en realidad la decisión de Vidal de ponerse la campaña al hombro, y tener el ya histórico y muy recordado debate con un periodista pro K en televisión.