Una Argentina más normal

Claudio Iglesias

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En 408 elecciones para diputados nacionales que tuvieron lugar en la Argentina desde 1983 hasta el año 2015, en la totalidad de las provincias del país tomadas como distrito electoral, el Partido Justicialista (PJ) o las formaciones solidarias con los gobiernos nacionales de ese signo se impusieron en 251 ocasiones, mientras que en otras 119 lo hizo la Unión Cívica Radical (UCR). En el 38 restante de casos lo hicieron fuerzas provinciales sin una relación orgánica perdurable con ninguno de los partidos nacionales ni con sus gobiernos, como no sea la relación que tienen las minorías con un gobierno central con amplios poderes para incidir sobre su suerte o su desgracia.

En otras palabras, el PJ se impuso o fue la primera minoría en el 62% de esas elecciones, la UCR, en el 29% de los casos y los partidos provinciales no alineados automáticamente con el PJ o la UCR, en el restante nueve por ciento. Así vista, la política argentina lucía relativamente desequilibrada en términos políticos y, de acuerdo con una versión convencional de la democracia liberal, resultaba ampliamente incómodo definir a un sistema político semejante, de bases electorales indiscutibles pero poco equilibradas y competitivas, como democracias a la par de otras experiencias comparables del planeta. Había allí elecciones, sin duda, pero no existía un sentido cabal de la igualdad política comparable al que existe en otros países y al que desearíamos que existiera en la Argentina.

Todavía en las elecciones de diputados nacionales del año 2015, coincidentes con la primera vuelta de la elección presidencial que terminó empujando al ballotage al actual Presidente de la nación, el PJ y los partidos aliados (como el de Rodríguez Saá en San Luis, el radicalismo de Zamora en Santiago del Estero o el de Maurice Closs en Misiones) se las ingeniaron para imponerse en 18 provincias, mientras que Cambiemos lo hizo apenas en las seis restantes.

En otras palabras, el nuevo Presidente sólo había logrado que Cambiemos fuera primera minoría en el 25% de los distritos del país. En las elecciones de este domingo el Presidente se impuso a sus rivales (kirchneristas, semi kirchneristas, pos kirchnerista y demás variantes de la extensa variedad de opciones del PJ) en las elecciones de representantes de las provincias.

Una verdadera revolución está teniendo lugar ante nuestros ojos en el sistema político cuyo significado más perdurable será dotar a la democracia argentina de los atributos característicos de ese sistema en cualquier país del mundo de los que habitualmente consideramos una democracia genuina: más el Reino Unido que Bolivia, más Estados Unidos que Venezuela, más España o Francia que la Argentina de 2003 a 2015.

Ese impulso democrático que recuperamos en el año 1983, y que se había perdido en algún punto del tiempo que va desde 1993 hasta 2015, sólo había pasado inadvertido por el carácter aun más espectacular y dramático de la crisis de fin de siglo y la implosión del sistema político que tuvo lugar entre los años 2001 y 2003, y que había logrado eclipsar la tendencia que existía en la democracia argentina a la hegemonía más que a la competencia desde mucho tiempo atrás.

Es verdad que esa Argentina más democrática que Cambiemos trae a la política argentina convivirá por mucho tiempo con situaciones subnacionales poco competitivas y, por añadidura, poco democráticas. A modo de ejemplo, en Formosa y en La Rioja el partido gobernante local se impuso 16 veces sobre 17 elecciones, por citar casos extremos de esos sistemas políticos poco competitivos a nivel subnacional. Pero, para decirlo con pocas palabras, esos sistemas ya no tendrán una ecología política amigable a nivel nacional: no existe hoy un presidente alentando reelecciones indefinidas (como Kirchner en 2005) o, más brutalmente, incitando abiertamente contra la democracia: "Vamos por todo".

La Argentina, de a poco y no sin contradicciones, pareciera abandonar su fase subdemocrática de la vida política en que pareció estar atrapada durante muchos años. Es una buena noticia, aun en medio de tantas dificultades como nos recuerdan los problemas de la economía, la inflación persistente o los altos niveles de pobreza. No seremos Australia ni Canadá, como quiere cierto imaginario excesivamente nostálgico de un país que hace tiempo ha dejado de existir. Pero no seremos tampoco la Venezuela de Hugo Chávez o el México del partido único. No es el cielo. Pero es tan bueno como pueden serlo los resultados de dos elecciones consecutivas. El horizonte político, como en 1983, se abre a otras posibilidades y la política vuelve a ser, como alguien dijo, "el arte de lo posible".

El autor es consultor político y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.