Entre la restauración republicana y el populismo

Martín Barba

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Luego de atravesar, en nuestra historia patria, prolongados períodos de luchas y guerras civiles por intereses sectoriales, localismos y espejismos anarquistas, por fin el pueblo argentino logró organizarse jurídicamente. Así, se dictó la Constitución Nacional en la que se definió, entre otras cosas, la forma de gobierno que conduciría los destinos de la nación y administraría los recursos destinados a alcanzar los objetivos descritos en su preámbulo, que pueden sintetizarse en la consecución del bienestar general.

De esa suprema norma legal, que es el fundamento de todo el resto del orden jurídico, que no puede ser invalidado por ninguna otra norma inferior, nació el sistema de gobierno que define como la forma representativa, republicana y federal.

Para tomar conciencia de lo que ocurrió en la llamada por sus autores la "década ganada", basta analizar el sistema republicano. Del Valle lo definió como el sistema que se basa en la igualdad de todos los hombres, cuyo gobierno es un simple agente del pueblo, quien lo elige de tiempo en tiempo y ante quien es responsable.

Si a esa definición la integramos con los principios que caracterizan al sistema republicano, comprenderemos en profundidad y con verdadera alarma e indignación el latrocinio que cometió ese régimen político que gobernó durante 12 años el país, cuya cabeza visible hoy acusa al gobierno actual de ser perseguida políticamente, cuando en realidad es la ley la que le requiere asumir aquella responsabilidad del gobernante ante el pueblo, por maniobras y ardides de su administración.

El primero de esos principios, y el único que tuvo vigencia en el régimen kirchnerista, es el que exige que la voluntad popular se manifieste en la elección por el sufragio, para constituir el gobierno.

Acabamos de mencionar el segundo, que es la responsabilidad de los funcionarios públicos por sus actos de gobierno, que no sólo la desconoce ahora quien gobernó sino que lo hizo en absoluto aislamiento, sin permitirse jamás prestar oídos a las opiniones ajenas ni consultar a sus propios ministros, ejerciendo como nunca se había visto el sistema de "redoblar la apuesta" e "ir por todo", en momentos en que se enfrentaba con una realidad que le imponía la revisión o la enmienda de alguna medida equivocada, cuando no arbitraria. Jamás asumió la responsabilidad por sus actos.

Otro de los principios republicanos, la publicidad de los actos de gobierno, fue vedada en esa acción de gobernar silenciosa y encubierta, que impidió el conocimiento de esos actos y por consiguiente la oportunidad de su análisis y su discusión por la oposición y el pueblo en general. Jamás se prestó a una conferencia de prensa, abierta a la posibilidad de que periodistas, delegados y portavoces de la opinión popular formularan preguntas. Mantener en secreto sus designios fue la norma.

La renovación periódica de los gobernantes, otro de los principios republicanos, no pudo ser violada, pero se lo intentó, al procurarse la continuidad por otro u otros períodos de gobierno.

Por último, el principio republicano que adquiere el carácter de suprema garantía de los derechos y las libertades civiles y políticas, como lo es la separación de los poderes o, mejor dicho, del poder que está distribuido en sendos órganos o departamentos, fue directamente arrasado, constituyéndose el Congreso en lo que se calificó como una escribanía, en la que los legisladores de la mayoría oficialista alzaban su mano sumisamente ante los proyectos que nacían en esa matriz recóndita donde operaban el sigilo y la reserva absolutista.

En cuanto al Poder Judicial, que es la última garantía de los derechos de los ciudadanos, estuvo a punto de sometérselo mediante una supuesta y farsante democratización de la Justicia, que en realidad constituía la intención de colonizarlo. Pero utilizó la venalidad y la inmoralidad de algunos jueces, con las que, por un lado, procuró perseguir a quienes se atrevían a interponerse en sus propósitos, y por otro, para eludir las acusaciones que comenzaban a interponerse en su contra.

Uno de los prohombres de la Constitución de Estados Unidos, Jaime Madison, ha dicho que la acumulación de todos los poderes, Legislativo, Ejecutivo y Judicial, en las mismas manos puede con exactitud juzgarse como la definición misma de la tiranía. Si el régimen kirchnerista no llegó a configurarla, no puede asegurarse que no lo intentara.

Pero no sólo se devastó la estructura normativa con la que había nacido la república, por el sacrificio y el patriotismo de argentinos que después de aquellas luchas fratricidas se avinieron con nobleza y dignidad para fundar una nación que fue modelo de prosperidad y arquetipo de sociedad pacífica, laboriosa, que no quiso vivir de privilegios ni de canonjías. También utilizó el poder del Estado para enriquecerse ilegítimamente, en una dimensión realmente gigantesca, que constituyó un verdadero vandalismo y un estrago de corrupción como no podrá encontrarse otro en la historia argentina.

Cabe preguntarse cómo pudo tolerar el pueblo argentino, durante más de una década, un régimen autoritario y corrupto que devastó el país con el saqueo del erario público, y dejó a un tercio de la población en la pobreza extrema, partió en dos a la sociedad argentina, pretendió la suma del poder público, repudió el diálogo y negó el acceso a la información, atacando a la prensa libre. Además, se negó a entregar los atributos del poder al sucesor, pretendiendo perpetuarse en el poder; facilitó, si no propició el narcotráfico; cometió el delito de traición a la patria firmando un acuerdo con los autores del terror, que provocó o permitió el magnicidio de quien se aprestaba a probarlo.

Sin duda el florecimiento de ese populismo ignominioso recibió el apoyo de una gran parte de la población, a quien se sometió por el clientelismo degradante, engatusando con dádivas, hundiendo en la indigencia para siempre y en la muerte definitiva de su ascenso social. Y desdichadamente con el convencimiento inocente de haber sido redimidos por su "salvador".

Pero ese populismo que prosperó entre los aplausos, el servilismo y la complicidad, que allanaron el camino a la depravación y al pillaje, también fue posible gracias a una corporación política que no fue capaz de alzarse sobre la nobleza que exigen los grandes intereses de la nación, e imponerse a sí mismo el germen del patriotismo y el dique de los ideales sobre los mezquinos intereses partidarios.

Pero llegó un día en el que aquella sorprendente tolerancia de un pueblo que parecía obnubilado o adormecido en medio de semejante latrocinio estalló en el hartazgo. Ese pueblo se alzó sobre su dignidad de ciudadano. Y no fue sólo una clase media que se rebeló, agobiada por la imposición de sacrificios y privaciones, y hastiada de tener que compartir el fruto de su esfuerzo con quienes vivían gratuitamente del sistema prebendario, soportando la prepotencia y la restricción de sus derechos.

Asimismo, fue una parte de la comunidad sobre la que ha de recaer una disculpa, que es la de aquellos que, sumergidos en un fanatismo emocional, los dispensa una pobreza que los agobia y los oprime, anulados en una miseria que es avenida por la que transita el déspota, aprovechando esa vía de la mayor infamia que él mismo construyó para alcanzar su objetivo absolutista. Gran parte de ellos también cayó ahora en la cuenta del despojo de su dignidad y del sometimiento de sus conciencias.

Por eso, ese hartazgo que atenazaba a los espíritus dijo ya en las elecciones primarias que quiere recobrar su condición de ciudadano, en una república que ha decidido restaurar con su voto, con el que exigirá en las próximas elecciones generales el rechazo a gobernantes "de temperamento faccioso, animados de preocupaciones locales o de siniestros designios, (que) pueden por la intriga, la corrupción, o por otros medios, obtener primero los sufragios y luego traicionar los intereses del pueblo" (Jaime Madison en El Federalista).

Ese argentino que marchó antes por las calles para rebelarse contra el autoritarismo y el pillaje anunció ya que marchará otra vez a las urnas para exigir la restauración de un sistema republicano, con poderes independientes, con una Justicia respetada, de jueces y fiscales intachables, refractarios a cualquier influjo o poder en el que la verdad sea un imperativo inexcusable, la opinión ajena respetada y en algunos casos adoptada como acción de gobierno, con la libertad de prensa asegurada, porque es la primera alarma ante los absolutismos.

Y en la determinación por esa restauración republicana, la marcha del pueblo argentino a las urnas el 22 de octubre se hará porque, como dijo nuestro más esclarecido pensador contemporáneo, el filósofo Santiago Kovadloff: "Algo esencial en nosotros no se resigna a la vergüenza de no ser ciudadanos".

El autor es ex presidente del Tribunal Superior de Justicia de Neuquén. Ex fiscal general de la Justicia Federal.