¿La culpa es sólo de los compañeros?

Juan Francisco Baroffio

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El triunfo del macrismo, en el 2015, fue causa y consecuencia de un proceso de desencanto de la sociedad argentina con el peronismo. La idea de que sin el peronismo no se puede gobernar se convirtió en la principal acusación contra el justicialismo y en la montaña a conquistar por sus opositores.

Las PASO de agosto dejaron claro que existe cierto hartazgo social por las formas peronistas, a las que se responsabiliza de la situación económica, la corrupción y la desunión de los argentinos. Hoy el partido político fundado por Juan D. Perón es visto como sinónimo de autoritarismo, negocios espurios, perpetuación en el poder y violencia política.

No es desacertado ni un error interpretativo ver en el peronismo un rechazo a las formas republicanas esenciales. La discursiva tan elocuente de sus principales referentes es difícil, cuando no imposible, de conciliar con la realidad. Y como popularizó Perón, retomando una vieja frase que Hegel a su vez tomó de Aristóteles: "La única verdad es la realidad". Pero no es menos cierto que es imposible cargar el cúmulo de los pecados en un único protagonista de la vida política nacional. Es más fácil echar todas las culpas políticas sobre otro. Sí, pero además de ser una injusticia es pernicioso para la madurez de una sociedad.

Grietas y violencia

La historia y la política argentinas siempre se han presentado en términos del más puro maniqueísmo, y las grietas sociales, dialécticas y armadas, no son un fenómeno que comenzó con el ascenso al poder de Perón. Antes de la irrupción de los compañeros, nuestros políticos estaban acostumbrados a las trincheras. Monárquicos y republicanos, unitarios y federales, porteños y provincianos, nacionales y autonomistas, conservadores y radicales, personalistas y antipersonalistas. Esta es apenas una somera lista de las grietas que ensombrecieron el pasado preperonista.

Los mismos radicales, hoy presentados como virtuoso arquetipo frente a su malvado rival, corrieron a las armas por cuestiones políticas. Fueron protagonistas de violentos alzamientos e intentos nada románticos de acceder al poder gracias a los tiros, con Leandro Alem como presidente revolucionario. La famosa revolución del 90 fue apoyada por porción del Ejército y por jóvenes oficiales que luego tendrían protagonismo político. Tal el caso de José Félix Uriburu, que desalojaría por la fuerza al radical Hipólito Yrigoyen, para instalar el primer gobierno de facto efectivo en 1930. El propio Yrigoyen no dudó, durante su presidencia, en usar la fuerza en formas por demás violentas para reprimir huelgas.

No podemos dejar pasar por alto que también los opositores del peronismo usaron los mismos mecanismos de violencia y división que se les adjudica solamente a los seguidores de Perón. Perón lanzó, como grito de batalla: "Para el amigo todo y para el enemigo, ni Justicia", y se puso en práctica a través de la censura, la prisión y las torturas. Tal el caso de Félix Luna, un joven radical fue secuestrado y vejado durante los primeros años del justicialismo. Pero sus más violentos opositores, a los que popularmente se llama "gorilas", no dudaron en aplicar métodos similares. Un número no despreciable de radicales formó parte de los sucesivos gobiernos de facto que se experimentaron como remedio al justicialismo.

Sindicalismo

Nadie puede dejar de asombrarse del silencio y las escasas embestidas judiciales y políticas contra las organizaciones sindicales argentinas. El sindicalismo, en nuestro medio, es el exponente más patente de todas las prácticas que la sociedad dice rechazar (autoritarismo, corrupción, machismo, violencia, enriquecimiento ilícito, perpetuación en el poder, etcétera). Nadie puede dejar escapar el hecho de las cuantiosas fortunas de los jefes sindicales. No hay momento, desde el regreso a la democracia, en que la sociedad y la prensa no hayan cuestionado por igual a la CGT o la CTA, o a cada sindicato y organización gremial en particular.

El peronismo se encargó de extenderse en el sindicalismo como un pulpo voraz. Perón lo dotó de un poder casi omnímodo que le permitió ser un centro de poder temible y siempre dispuesto a entorpecer a los gobiernos no peronistas. Por eso la saña contra ellos de la última dictadura y de las organizaciones guerrilleras de origen marxista.

Sin embargo, fue un gobierno antiperonista el que terminó de corromper al sindicalismo argentino. El general Onganía, presidente de facto entre 1966 y 1970, en un movimiento de escasa ingeniería política, le entregó el manejo de la caja de las obras sociales. Dotado de poder político y económico, se convirtió en una fenomenal bestia leviatánica paraestatal. ¿Qué motivó a Onganía? Sólo conseguir apoyo para su debilitado gobierno que él había proyectado, según les expresó a los altos mandos castrenses, que necesitaría unos cuarenta años para poder reestructurar la sociedad.

Corrupción

El kirchnerismo, luego reemplazado por el cristinismo, como magistralmente relata Ceferino Reato en su último libro, Salvo que me muera antes, y antes el menemismo, llevaron a formas fabulosas el vaciamiento de las arcas del Estado en provecho de sus líderes y sus proles. Pero que el caso Ciccone sea de proporciones bíblicas no quita las culpas de la corrupción de los gobiernos no peronistas. Y por lo mismo, que otros hayan sido corruptos no debe aliviar las condenas sociales.

No pocos son los casos en que miembros de las Fuerzas Armadas se quedaron con propiedades y bienes de las personas a quienes secuestraban o desaparecían. Amado Boudou es hoy el nombre de la corrupción, como en los noventa lo fue Yoma, y en el gobierno de Alfonsín lo fue Juan Carlos Delconte. No se puede olvidar el trasfondo de corrupción en torno a la reforma laboral del gobierno de Fernando de La Rúa. Y si nos vamos más atrás, el escándalo de la CHADE, que salpicó a los radicales y a la conducción de Marcelo T. de Alvear en los treinta.

Desapego a las formas republicanas

Cuando a Perón, que permanecía en el exilio, se lo consultó sobre la actitud que había que tomar frente al recién instalado gobierno de facto autoproclamado "Revolución argentina", el viejo caudillo militar no dudó en decir: "Desensillemos hasta que escampe". No emitió un fuerte y contundente rechazo por las formas antidemocráticas, ni en ese momento, ni antes, ni después. Simplemente se refería a que había que esperar para ver si este gobierno sería favorable o no a sus intereses.

La censura y la prisión política fueron cosa generalizada en los gobiernos de Perón, que siempre se jactó de ser, antes que cualquier otra cosa, un militar, con la verticalidad y la autoridad que eso implica. La madre y la hermana de Borges, Victoria Ocampo y otros vivieron de cerca la prisión por motivos políticos. Ricardo Balbín fue un asiduo prisionero del régimen peronista.

La Triple A tuvo un accionar que lejos está de ser ejemplo de republicanismo y debido proceso. Las Fuerzas Armadas no aplicaron métodos diferentes contra los peronistas. Y las guerrillas de fundamento marxista, siempre contrarias a Perón, tampoco.

Ceferino Reato expone con claridad, en su libro Doce Noches, cómo el propio Alfonsín propició la caída de su correligionario De La Rúa. Una alianza entre Eduardo Duhalde y el ex Presidente fueron el empuje suficiente para que la presidencia en ejercicio cayera al precipicio. Precipicio al que, es muy cierto, se encaminó por sus propios medios.

Sentencia borgeana

No es de "gorilas" afirmar que el peronismo consagró toda una serie de maquinaciones non sanctas a la hora de manejar el poder. No han tenido reparos en agraviar con palabras o hechos a sus rivales. El opositor siempre fue visto, por los muchachos peronistas, como un enemigo; la dádiva, como un medio legítimo de conseguir votos y la corrupción, como una consecuencia necesaria de la política. Se carga las tintas sobre los peronistas, pero es lícito preguntarse cuál fue el modelo que propusieron sus opositores como superador del creado por el viejo caudillo militar.

Jorge Luis Borges, el mayor de los escritores argentinos, y que, junto a Miguel de Cervantes y William Shakespeare, forma el triunvirato indispensable de la literatura universal, escribió que el problema con los peronistas no es que sean buenos o malos, sino que "son incorregibles".

Tal vez esto también pueda ser aplicado a toda la clase dirigente argentina, sin distinción de credos y colores. Pero, ¿acaso, como dijo André Malraux, los pueblos no tienen los gobiernos que se les parecen? Ciertamente nos deja mucho en qué pensar. Más aún si resulta cierta la afirmación de pensadores e historiadores de que el peronismo es el partido político que como ningún otro representa cuestiones esenciales de la argentinidad. De ser así, el cambio y la redención de nuestra clase dirigente deben empezar en cada uno de nosotros.

El autor es escritor, historiador y director de seminarios del Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios (Cudes).