La indudable efectividad de la teoría de la conspiración

Roberto Bosca

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Cuando se produce la llegada al poder de un nuevo protagonista de la política, como el presidente francés Emmanuel Macron, los más variados comentarios acompañan ese advenimiento. En este caso, el de pertenecer a la secta de los Illuminati, una perversa organización secreta y esotérica que constituye un clásico del  mundo conspirativo.

Hay alguien que maneja los hilos desde la trastienda. Este es el punto inicial a partir del cual se construye toda teoría conspirativa. La teoría de la conspiración es una construcción cognitiva de lo social (frecuentemente rocambolesca, pero aun así, en demasiadas ocasiones convincente) cuya matriz es múltiple, puesto que no reconoce ninguna limitación en cuanto a su origen, de manera que involucra tanto a mentalidades de izquierda como de derecha.

Ella consiste en una explicación fantasiosa de la realidad que responde a distintos resortes psicológicos, ideológicos y sociales. Así como las ideologías aparecen como religiones políticas de naturaleza precisamente sustitutiva de lo religioso a la hora de brindar una concepción global de la realidad humana, del mismo modo la teoría conspirativa constituye una respuesta secularizada al problema del mal en el mundo.

Se trata de una invención del imaginario que, como tantas otras, aunque aquejada de una esencial falsedad que llega frecuentemente a lo inverosímil, puede tener sin embargo su propio punto de verdad. Sí, claro que siempre es posible que haya algo que no termine de cerrar detrás de la escena, pero su falacia consiste en sobredimensionar esa realidad substante y manipularla, magnificándola hasta brindarle un sentido hiperbólico más allá de su auténtica entidad.

La historia registra una constante, sobre todo en los tiempos modernos, que ha asignado a personas o grupos sociales esta privilegiada categoría de pretender dirigir los destinos de la humanidad o de tener una influencia determinante o decisiva en la marcha de los grandes acontecimientos de la historia. De este modo, quedará instalada una sospecha en la que la teoría conspirativa podría eventualmente servir de instrumento supuestamente confirmatorio de una misteriosa y perversa realidad.

La persistencia y la relativa expansión del fenómeno se explican por varios factores. Pero lo que le otorga credibilidad es la existencia de un punto de verdad que no puede desconocerse. Al mismo tiempo, resulta irrefutable porque siempre habrá algún elemento justificativo de su probabilidad. Sin embargo, si ella se ha difundido y lo sigue haciendo hasta el día de hoy es porque hilvana una explicación fácil y sencilla de comprender para hechos complejos como son los que constituyen la trama de la realidad social mediante una cadena de determinismos.

Siempre ha habido conspiraciones, las hay y las habrá. Pero una cosa son las conspiraciones y otra es la mentalidad patológica que ve conspiraciones en cada circunstancia de la vida humana. Toda teoría de la conspiración es una simplificación de la realidad, pero también es una transferencia de la responsabilidad mediante la cual se asume la condición de víctima. Se puede decir que complementa la antigua creencia del chivo expiatorio por la cual se descargan las responsabilidades de la comunidad en un sujeto extrínseco a ella.

El trípode perverso que conforma la teoría conspirativa que podríamos considerar más clásica, de matriz cultural cristiana, ha estado tradicionalmente integrado por el judaísmo, el comunismo y la masonería. En los años treinta, el desarrollo de la teoría ocasionó un crecimiento del antisemitismo en diversos países, también en Argentina, donde los diarios representativos de grupos extremistas como Alianza, El Pampero y El Fortín abundaron en planteos conspirativos. Muchos se preguntan si tras la decadencia del comunismo no aparecerá un reemplazante en el tan criticado como ambicionado triple podio de los grandes conspiradores.

Los judíos han sido quizás quienes más han sufrido acusaciones de ejercer ese poder oculto que se traduce en una respuesta de secreta envidia, pero sobre todo de odio colectivo. Las acusaciones de la teoría conspiracionista los identifica desde un férreo antisemitismo como los dueños del gran capital expoliador. Ellos son la principal víctima de este mecanismo perverso, pero no los únicos.

La religión ocupa un lugar en esta trama, privilegiando sobre todo a la Iglesia Católica y no sólo respecto al judaísmo. Como se evidenció en el bestseller El Código Da Vinci, el Opus Dei detenta un lugar destacado en esa trama, que hereda de los jesuitas. Se trata de identificar a quién se le ha de asignar el papel del malo de la película, con las obligadas consecuencias que toda estigmatización importa.

Los jesuitas han sido considerados también de antigua data y por mucho tiempo como intrigantes ocultos que susurraban sus malvados dictados en los poderosos oídos de las testas coronadas. Por este (y otros) motivos la Compañía de Jesús ha padecido durante siglos una borrascosa historia en la que no han faltado incluso expulsiones de varios países de antigua tradición cristiana, hasta culminar finalmente con su supresión por parte del mismo pontificado romano.

De un modo más oscuro, en el pasado ocuparon este lugar los templarios, cuya historia conocida es más legendaria que real y que aun en la actualidad sigue alimentando toda una literatura especializada. En ella se entremezclan elementos que aparecen hoy en todo su esplendor en El Código Da Vinci, la novela estrella del nuevo género de la teología-ficción. Su autor es el prolífico escritor norteamericano Dan Brown, un verdadero fabricante de bestsellers a partir de una fórmula de probado éxito. Su obra remite una vez más a un nuevo protagonista que es heredero de la añeja tradición conspiracionista.

Este libro ilustra un verdadero modelo del género (sus antecedentes conforman un largo listado) que viene a cuento mentar porque ilustra muy bien la representación de la teoría conspirativa, aunque en este caso al servicio del diseño de una obra destinada a tener una venta masiva. El texto reúne los elementos constructivos necesarios como para ser considerado un auténtico estereotipo. Las formas cambian pero el sustrato se mantiene inalterable, es decir, siempre es el mismo. Es el eterno retorno del mito.

Toda teoría conspirativa es pues un constructo que reúne junto a datos reales un batiburrillo de hipérboles, exageraciones delirantes y afirmaciones arbitrarias y gratuitas conformadas en un pensamiento cerrado y hermético que concluyen en inevitables falacias. A estas conclusiones construidas con imaginaciones desbocadas y medias verdades, a pesar de su inverosimilitud, al lector común le es en la práctica curiosamente casi imposible desmontarlas. Para hacerlo necesitaría ser un experto en historia, teología, lenguas muertas, antropología y otras disciplinas altamente especializadas. Convenientemente entrelazadas, la realidad y la ficción constituyen en ella una unidad en la cual resulta difícil distinguir una y otra.

De este modo, sin saber qué es verdad y qué es mentira, incluso cuando se encuentre suficientemente advertido de que se trata de una obra de ficción, quien recibe el mensaje supuestamente decodificador sufre como mínimo un proceso de inevitable confusión. Debe tenerse en cuenta que la obra va a ser leída o la película vista por un público masivo que ya se encuentra en mayor o menor medida instalado en la mentalidad conspiracionista. Pero aunque no fuera así, la semilla de la duda habrá sido implantada, con su necesaria consecuencia dañosa.

 

El autor es director del Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios (Cudes).