Los manteros, ¿economía informal?

Hugo Flombaum

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Los sajones hacen de los usos y las costumbres la norma, los latinos nos apoyamos en los representantes democráticamente elegidos para fijar las normas que imponemos a la sociedad. El resultado, a priori, es que los sajones tienen una sociedad apegada a las normas, en general y los latinos debemos recurrir a innumerables herramientas para imponer las normas.

Es cierto que en la mayoría absoluta de los casos los representantes, por su misma esencia, acertaban en el dictado de las normas que querían aplicar, pero en los últimos tiempos pareciera que la realidad los superó. Nuestro país, del corralito en adelante, generó una expulsión permanente del mercado formal de una cantidad creciente de consumidores.

Las causas son varias, los costos de la economía formal y su relación con el salario han hecho imposible el acceso de muchos argentinos al mercado comercial institucionalizado. Los impuestos nacionales, provinciales y municipales han ido creciendo de forma descontrolada. Por otra parte, los costos de transacción del mercado blanco se han convertido en confiscatorios.

El Estado, para contrarrestar ese drenaje, creó una nueva categoría de contribuyente, el monotributista. Con ese instrumento, utilizado hasta el límite de lo ilegal, se generó fabricación y comercialización de una cantidad de artículos que cubrió a un porcentaje enorme de la población. No se sabe muy bien de dónde obtienen la estadística, pero dicen que supera el 30% del comercio.

Pero a cada chancho le llega su San Martín, dice el dicho, y a ese comercio semilegal le creció un mercado negro que le compite. Así vemos, alrededor de las ferias conocidas como La Salada, puestos callejeros que venden mercadería totalmente informal, en competencia con la casi legal de las ferias. Esto mismo se replica en la calle Avellaneda de la Ciudad de Buenos Aires, el barrio de Once y múltiples ferias sin control en las periferias del Conurbano.

Está claro que una actividad de la magnitud que representa esta red de producción y comercialización no puede ser reprimida por un Estado que no pudo o no quiso imponer una norma.

Si la estadística mencionada tiene algún viso de realidad, serían alrededor de quince millones de argentinos que se visten, calzan y alimentan con ese mercado. Pretender encajonarlos en el mercado formal, que es entre 50% y 100% más oneroso, sería empujar a esos millones de compatriotas al barranco del no consumo de elementos esenciales. Es decir, que quizás esta sea la primera vez que nuestro Estado debería estudiar cómo convertir en norma algo que está asumido y usado por más del 30% de la población.

Claro que, en ese caso, primero, deberíamos sincerarnos y romper con muchas hipocresías. Pregunto: ¿cuánta de la mercadería transada en ese mercado informal no es absorbida y comercializada por el mercado formal, que gana una diferencia grosera?

Estos últimos años pudimos observar cómo muchos comercios que años atrás permitían a sus dueños acceder a una vida austera de clase media hoy logran ganar el dinero suficiente para escalar socialmente a espacios reservados antaño a medianos empresarios. Eso pasa con farmacéuticos, carniceros, verduleros y comerciantes de ropa y calzado que se abastecen de mercados negros y venden en el formal con márgenes impresionantes.

Si a esto sumamos el colador de nuestra aduana, que en los últimos años generó un negocio fastuoso con el contrabando de todo tipo de artículos y materias primas, coronamos una economía paralela muy difícil de desarmar sin generar un caos social de consecuencias impredecibles.

La cadena de consumo que esa economía generó abarca educación privada, salud privada, seguridad privada, un mercado automotor enorme, industria del entretenimiento, etcétera. Si comprendemos que cada una de esas actividades tiene miles y miles de empleados, desarmarlas generaría una crisis que dejaría al 2001 como un simple ensayo.

Por eso, la prudencia y la acción constante que, por un lado, baje los costos de la economía formal y, por otro, aumente los ingresos de los "monotributistas", permitiría un desarme de relojería de esa enorme bomba que nos dejó la "fiesta" de la década ganada.

Sería muy conveniente generar una normativa antes de que la realidad nos supere, luego de esta experiencia y ante la certidumbre de que nuestros representantes no logran abarcar la realidad de muchos millones de habitantes y que el conocimiento de los usos y las costumbres de ese sector, en estos tiempos, con herramientas de procesamiento de la información, nos permiten arribar al conocimiento en forma inmediata.

Por lo menos hasta que la dirigencia proponga una reforma política que garantice que los representantes representan por lo menos al 90% de los habitantes y de esa manera volver a una normativa posible de aplicar.

 

El autor es empresario, productor agropecuario de 1996 a la actualidad. Autor de "Dos formas de hacer política (1996)".