El problema de la voluntad política en la lucha contra la corrupción

Natalia Volosin

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Cuando el fragor de Comodoro Py nos los permite, los argentinos analizamos la corrupción en dos niveles distintos. Por un lado, procuramos diagnosticar el problema. Así, mientras algunos sostienen que se trata de un asunto esencialmente moral o cultural, otros no negamos el impacto de los hábitos o los valores, pero apuntamos especialmente a la configuración de las instituciones públicas y privadas. Por otra parte, además de comprender las causas, la naturaleza y el alcance de la corrupción, la vertiginosa agenda actual ocasionalmente permite poner en discusión propuestas para reducirla (ver, por ejemplo, aquí).

Pero, además de preguntarnos en qué consiste el problema y cómo se resuelve, debemos considerar una cuestión adicional: cómo lograr que quienes tienen poder de decisión implementen las soluciones adecuadas. En otras palabras, luego de 33 años desde la recuperación de la democracia, ¿por qué la dirigencia política, empresarial, social y sindical sigue teniendo tantas deudas con la sociedad en materia de prevención de la corrupción? ¿Es negligencia o complicidad? En países víctimas de corrupción sistémica como la Argentina, estas preguntas sobre la factibilidad y la economía política de la reforma son tanto o más importantes que la reforma en sí misma. En las líneas que siguen presento algunas ideas para pensar este aspecto usualmente soslayado de la lucha contra la corrupción.

Para empezar, hay que subrayar que, como es obvio, un mal diagnóstico nunca conducirá a una buena solución. Más allá de la voluntad política, si la dirigencia cree que los argentinos somos culturalmente corruptos, difícilmente fomente reformas estructurales. Parte de las razones por las que incluso los dirigentes a los que consideramos honestos prefieren hacer fila en Comodoro Py o sólo presentan proyectos de ley de carácter penal es que creen genuinamente que están haciendo lo que deben hacer. También debemos tener presente que la lucha contra la corrupción estructural es víctima de factores institucionales profundos que en la Argentina dificultan seriamente la producción de políticas públicas sostenibles y de calidad en todas las áreas. Pablo Spiller y Mariano Tommasi explican que las políticas públicas en nuestro país son incoherentes, inestables y de baja calidad porque es prácticamente imposible alcanzar acuerdos cooperativos intertemporales como consecuencia del cortoplacismo político al que conduce la estructura institucional. Este enfoque transaccional es especialmente útil para explicar, por ejemplo, la histórica ausencia de políticas decentes en materia de seguridad, el populismo punitivo o la irracionalidad del Código Penal.

Pero los errores de diagnóstico y los límites para la producción de políticas públicas explican sólo una parte de las razones por las que la dirigencia mira para otro lado cuando se le demandan reformas tan básicas como la independencia de la Oficina Anticorrupción, la reglamentación de la Auditoría General de la Nación que se nos debe desde 1994, la ley de compras públicas que nos falta desde 1992, la regulación adecuada del financiamiento de los partidos, las declaraciones juradas patrimoniales de los jueces, la reforma del precario régimen de conflictos de interés previsto en la ley de ética pública, la implementación de un proceso penal acusatorio que agilice los tiempos, el desarrollo de una política nacional de recupero de activos ilícitos, la regulación de la delación premiada (arrepentido) prevista para todos los delitos económicos complejos, salvo los de corrupción, etcétera. Prácticamente todos los estudios de los condicionantes de las reformas anticorrupción subrayan que el factor determinante es la voluntad política. Al respecto, en la Argentina debemos considerar dos obstáculos cruciales para entender la actualidad.

Primero, siguiendo un trabajo de Sergio Berensztein sobre la política de las reformas tributarias en la Argentina y México, Susan Rose-Ackerman explica que las situaciones de crisis y los escándalos de corrupción producen una paradoja: generan suficiente demanda ciudadana para impulsar a los políticos a implementar reformas, pero la necesidad de satisfacer rápidamente el reclamo conduce a políticas apresuradas, sin planificación, input técnico adecuado, masa crítica, etcétera. La teoría se confirma, por caso, analizando la economía política de las reformas de compras públicas en la región. Chile usó los escándalos de corrupción que afectaron a la presidencia de Ricardo Lagos para generar una reforma de adquisiciones anclada en procesos que venían pensándose desde hacía varios años. Hoy tiene un sistema de compras públicas electrónicas modelo en la región y en el mundo. La Argentina, en cambio, nunca logró usar los escándalos que afectaron al Gobierno de Carlos Menem para implementar reformas estructurales significativas, ni en el área de compras ni en ninguna otra. Desde la creación, en 1999, del portal Cristal de transparencia en la gestión pública, hasta las inversiones actuales en programas de modernización y datos abiertos, seguimos trasladando los mismos déficits sistémicos del papel a lo digital, de formatos cerrados a otros abiertos, pero no reducimos las oportunidades de corrupción ni aumentamos los incentivos y las capacidades de control.

Segundo, Fu Hualing explica el ataque de Xi Jinping contra la corrupción del régimen comunista en China como una respuesta obligada por los escándalos, pero matizada por una premisa fundamental: que la campaña no pusiera en riesgo la supervivencia del régimen y, en cambio, lo reforzara. Hualing escribe en el contexto de un sistema autoritario, pero el concepto de un gobierno forzado a reformar y, a la vez, preocupado por no arriesgar su propia estabilidad es igualmente útil para una dinámica de corrupción público-privada arraigada, como la que presenta la máquina de la corrupción en la Argentina. La corrupción está tan enraizada que no puede reducirse significativamente sin cambios radicales de las debilidades institucionales subyacentes que, a la vez, son las que sostienen el régimen (sistema político y mercado igual de cerrados, concentrados y corporativos). En consecuencia, la dirigencia que se beneficia del statu quo, de esa suerte de monopolio bilateral que oscila entre la captura de Estado y la cleptocracia, se opone a las reformas estructurales, pues, por naturaleza, afectarán su supervivencia. Así las cosas, no debe sorprendernos que los políticos maximicen beneficios de corto plazo y persigan el pasado en Comodoro Py, o que busquen legitimidad a través de lo que Kalle Moene y Tina Søreide denominan "fachadas de buen gobierno".

La pregunta crucial es, desde luego, cómo salir de estas trampas y paradojas. Identificarlas y debatir su alcance real sería un avance en sí mismo. Además, es imprescindible difundir los límites intrínsecos tanto de la estrategia Comodoro Py como de las políticas cosmético-tecnológicas. Si entendemos la futilidad de esas vías para prevenir los daños irreparables de la corrupción del futuro y comenzamos a exigir reformas estructurales, la amenaza electoral a su supervivencia entrará en el cálculo de la dirigencia a la hora de implementar políticas de lucha contra la corrupción. Finalmente, deberíamos apuntar nuestros esfuerzos especialmente a cuatro caminos interrelacionados.

Primero, debemos considerar las estrategias de litigio estructural que vinculan hechos de corrupción con violaciones a derechos humanos, para obtener medidas cautelares, garantías de no repetición y otras herramientas que obliguen a los poderes políticos a adoptar cambios institucionales. El caso del régimen de hambre en cárceles federales, que involucra hechos de presunta administración fraudulenta y vejaciones, es ilustrativo de esta vía. Por la situación en el Complejo Penitenciario Federal del noroeste argentino, el 9 de septiembre fueron citados a indagatoria 38 altos funcionarios del servicio penitenciario federal —incluidos los últimos tres directores nacionales y al actual jefe del servicio penitenciario bonaerense— y directivos de la empresa proveedora de alimentos.

Segundo, debemos atender las propuestas que buscan superar problemas de acción colectiva, en particular en el sector privado. Me refiero a los pactos de integridad de transparencia internacional, a los acuerdos anticorrupción por industria o país (como el pacto ético comercial de Paraguay) y, en general, a los estándares globales que obligan a las empresas a prevenir la corrupción mediante sistemas efectivos de control interno. Para ello, es crucial que la Argentina establezca la responsabilidad penal de las personas jurídicas, como lo ha planteado el Gobierno actual.

Tercero, debemos promover reformas que apunten a mejorar las posibilidades de acceso al sistema político y al mercado de aquellos que pierden con el statu quo: los grupos desfavorecidos que sufren los efectos selectivos de la corrupción estructural, los dirigentes honestos que no suelen recibir el favor electoral de la ciudadanía y equivocadamente abrazan la estrategia Comodoro Py, las pymes que no acceden a prebendas o a jugosos contratos públicos, etcétera. El proyecto de reforma de la ley de defensa de la competencia, redactado por los diputados Mario Negri y Elisa Carrió, presentado hace pocas semanas por el Gobierno, es un buen ejemplo.

Cuarto, es crucial favorecer propuestas que apunten a encontrar soluciones alternativas a las cuestiones que suelen "resolverse" mediante corrupción, prebendas o clientelismo. Por ejemplo, la compra de favores políticos para sostener la gobernabilidad o el acceso a bienes básicos para la subsistencia a cambio del voto. Como explican Heather Marquette y Caryn Peiffer, en contextos institucionales débiles la corrupción suele cumplir diversas funciones para lidiar con problemas sociales, económicos y políticos. Si queremos que quienes apelan a ella dejen de hacerlo, debemos proveerles alternativas.

La lucha efectiva contra la corrupción exige un diagnóstico correcto y soluciones adecuadas, pero también suficiente voluntad política para hacerlo posible. La clave del fracaso de la Argentina está en los condicionantes de la voluntad política que impone nuestra máquina de la corrupción aun en momentos de alta demanda ciudadana. Para salir de esta trampa, que deja a los dirigentes haciendo fila en Comodoro Py o sustituyendo reformas estructurales con tecnología, debemos vincular corrupción y derechos humanos, apelar a estrategias de acción colectiva, mejorar las posibilidades de entrada al sistema político y económico y, finalmente, proveer soluciones alternativas a quienes encuentran en la corrupción y las prebendas el único modo de resolver asuntos básicos en un país institucionalmente frágil.

 

La autora es abogada, magíster en Derecho (Yale).