¿Buenos Aires ciudad verde?

Federico Saravia

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Los espacios verdes públicos de la ciudad tienen un valor que trasciende lo meramente estético o paisajístico; asumen un papel central para la oxigenación, la calidad del aire, la regulación hídrica, la conservación de la biodiversidad y la reducción del impacto ambiental del desarrollo urbano de la ciudad.

La Organización Mundial de la Salud considera que la relación entre la superficie que las ciudades destinan a espacios verdes y la cantidad de habitantes es un indicador fundamental de la calidad de vida urbana. En particular, recomienda que cada persona cuente con una superficie de entre 10 y 15 metros cuadrados de espacio verde para vivir en un hábitat saludable.

Si tenemos en cuenta que, según se desprende de un reciente estudio realizado por el programa ONU-Hábitat, Buenos Aires dispone de sólo 6,2 metros cuadrados de espacio verde por habitante, vemos que el déficit de la ciudad en esta materia es más que evidente. Más aún teniendo en vista que estas cifras ubican a la Ciudad de Buenos Aires muy por debajo de otras grandes urbes de América Latina como Ciudad de México, San Pablo o Santiago de Chile. Del otro lado del Atlántico, París y Madrid también se encuentran en una mejor posición.

Si bien es cierto que la superficie de espacios verde ha venido aumentando lentamente desde 1995, cuando la ciudad tenía apenas 2,5 metros cuadrados por habitante, la cantidad de espacios verdes públicos de la ciudad —parques, plazas, plazoletas, jardines, canteros centrales, etcétera— está muy lejos de ser la adecuada para una buena calidad de vida.

Debe señalarse, además, que, en lo que respecta a la distribución geográfica de este espacio verde público, se observa un profundo desequilibrio entre los distintos barrios de la ciudad. Así, mientras la comuna 1 (Puerto Madero, San Nicolás, Retiro, Monserrat, San Telmo y Constitución) tiene una superficie de 23 metros cuadrados por habitante, en las comunas 3 (Balvanera y San Cristóbal) y 5 (Almagro y Boedo) hay una manifiesta falta de espacios verdes, con una superficie de apenas 0,4 metros cuadrados por habitante.

Y si tenemos en cuenta, asimismo, que, según datos de la Dirección General de Estadística y Censos de la Ciudad (Ministerio de Hacienda), entre 2007 y 2014 se perdieron 44,5 hectáreas de parques, 36 hectáreas de canteros y 10 hectáreas de plazoletas, el panorama es aún más preocupante.

El arbolado público es también otro factor fundamental a tener en cuenta en lo que respecta a la calidad ambiental de las ciudades. Según datos del Ministerio de Espacio Público porteño, hay 425 mil árboles de diversas especies y tamaños en la ciudad, aunque también con una distribución muy desigual desde el punto de vista geográfico: mientras que la comuna 9 (Parque Avellaneda, Liniers y Mataderos) concentra 38.728 árboles, la comuna 2 (Recoleta) es la menos arbolada de la ciudad, con apenas 8.127 árboles.

Estos árboles cumplen funciones muy importantes en los ámbitos urbanos: producción de oxígeno, absorción de gases contaminantes, disminución de partículas tóxicas en suspensión en el aire, regulación de la humedad y el clima, disminución del ruido, atenuación de los vientos y retención de agua de lluvia, entre otras relevantes funciones ambientales.

Asimismo, investigaciones científicas recientes en países como Estados Unidos han demostrado la existencia de una estrecha vinculación entre el arbolado urbano y la salud humana. En particular, una investigación llevada a cabo por el Servicio Forestal de los Estados Unidos, publicada en 2014 en la prestigiosa publicación Environmental Pollution, da cuenta de que la depuración del aire producto de los árboles salva 850 vidas y previene 670 mil casos de síntomas respiratorios agudos cada año, con un ahorro de más de cinco mil millones de dólares para el sistema de salud.

Con base en la cantidad de oxígeno que consume una persona y la cantidad que produce en promedio un árbol, se considera saludable la proporción mínima de un árbol cada tres habitantes. Debe señalarse, además, que se trata de una ratio de estimación conservadora, y que es la que se tiene en cuenta en varias ciudades de la región para planificar políticas de reforestación.

Si la Ciudad de Buenos Aires tiene aproximadamente tres millones de habitantes, deberíamos tener como mínimo un millón de árboles. El déficit puede, entonces, cuantificarse: nos faltan 575 mil árboles para tener un mínimo razonable para una buena calidad de vida.

El Gobierno porteño ha admitido, en junio de 2014, que el déficit de espacios verdes en la ciudad es elevado y, por ello, anunció un proyecto que prevé tanto la construcción, en un período de 20 años, de 78 nuevas plazas, como la ampliación de unas treinta plazas ya existentes en distintos puntos de la ciudad. Además, se proyecta la construcción de 12 nuevos parques y la plantación de 40 mil árboles.

Se trata, sin dudas, de un proyecto ambicioso, que prevé duplicar el espacio verde público hoy existente, pero que requiere de políticas públicas activas y de un financiamiento adecuado sostenido en el tiempo. A casi dos años del anuncio, los avances son aún muy magros y el desarrollo inmobiliario sigue siendo privilegiado frente a la creación de nuevos espacios verdes públicos.

Ciudad verde, se autodenomina Buenos Aires desde su actual administración, con cierta legitimidad si se tiene en cuenta el crecimiento de las políticas de promoción del cuidado del ambiente durante los últimos años, pero, al mismo tiempo, dicho eslogan puede considerarse sobredimensionado y demasiado pretensioso si ponderamos el camino que aún queda por recorrer.

Sin embargo, en las sociedades actuales, donde la comunicación ha adquirido mayor relevancia en la construcción de las identidades locales, que el Gobierno de la ciudad elija asociarse con lo verde, al menos desde el marketing, para promocionar y potenciar su imagen, es un primer paso para que los avances pendientes en materia ambiental puedan hacerse realidad. Más aún teniendo en cuenta que la masificación de las prácticas verdes dependen, en gran medida, de acciones de concientización y sensibilización social, donde la comunicación cumple un papel fundamental. Algo así como el comienzo de la asunción de responsabilidad social, que implica retomar una problemática que podría estar latente y hacerse cargo, llevarla a la arena pública y asumir, como Estado, el compromiso de una práctica sustentable.

La región nos ofrece algunos ejemplos paradigmáticos de buenas prácticas urbano-ambientales, como el de la ciudad de Curitiba (Brasil). En un proceso de planeamiento que ya lleva más de 25 años ininterrumpidos, la ciudad encaró una activa política de creación de áreas verdes, basada centralmente en la recuperación de antiguas canteras y áreas industriales, con mínimas intervenciones, lo que permitió pasar de 1 a 50 metros cuadrados de espacios verdes por habitante.

Al igual que en Curitiba, distintas experiencias internacionales demuestran que el mundo ha comenzado a comprender que los espacios verdes públicos coadyuvan a la calidad de vida de la ciudad y, por lo tanto, deben ser uno de los ejes fundamentales de las políticas públicas locales.

En esa línea, y sin perjuicio de los objetivos de largo plazo, para construir una verdadera ciudad verde, el Gobierno debe dinamizar los esfuerzos para transformar las buenas intenciones en los resultados esperados y propiciar, en el corto plazo, la creación de nuevos espacios y la reconversión de otros espacios vacíos atendiendo a las demandas de una mayor calidad de vida en la ciudad.

 

El autor es presidente del Consejo Económico y Social de la Ciudad de Buenos Aires (CESBA).

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