Cuando estamos en una interacción con otro solo nos dejamos llevar por la situación. Desconocemos una serie de reglas universales sobre la forma en que nos comunicamos que están presentes ,a pesar de no ser conscientes de ellas. Y sus efectos se hacen notar rápidamente en lo complejo que muchas veces resulta llegar a acuerdos o al menos entender la posición del otro.
El primer error que cometemos es suponer que solo nos comunicamos con nuestras palabras, e ignoramos el valor que tiene aquello que expresa nuestro cuerpo: el lenguaje no verbal.
Las personas somos seres conductuales, todo lo que hacemos es conducta y toda conducta es comunicación, por lo tanto es imposible no comunicarnos. Así nuestro cuerpo con sus movimientos, la forma en que nos paramos, la forma en que nos acercamos o alejamos del otro, la forma en que nos vestimos, los pequeños gestos de nuestra cara, la tensión o la relajación que estamos sintiendo, todo ello es una fuente inagotable de información.
Un ejemplo de esto es la forma en que nos disponemos frente a un viaje. Imaginemos que estamos subiendo al avión, buscamos nuestro asiento, nos acomodamos, sacamos nuestro celular, nos ponemos los auriculares y buscamos nuestra música favorita. Y como si esto fuera poco, sacamos de la mochila el libro que compramos con apuro antes de subir. Tal vez no seamos del todo conscientes pero todo aquello que hemos hecho, todas nuestras conductas, aunque no hemos dicho una sola palabra, están expresando claramente que no estamos disponibles para iniciar una conversación.
Claro que, y aquí viene otra regla básica, la comunicación es un proceso de codificación y decodificación atravesado por nuestra subjetividad. De forma tal que, continuando con el ejemplo, todos nuestros esfuerzos por no interactuar con el vecino de asiento del avión pueden resultar infructuosos y ser sorprendidos tal vez por una señora con una gran sonrisa que nos mira despreocupada y nos pregunta de qué se trata el libro que estamos leyendo. En el mejor de los casos nosotros conocemos las intenciones o propósitos que tenemos con nuestras conductas, pero solo entendemos las intenciones de las conductas de los otros, a partir de lo que nos hacen sentir. Es a partir de las emociones que experimentamos y del sentido que le damos a las mismas, la comprensión que hagamos sobre las conductas del otro.
Otra clave es que a toda comunicación la fraccionamos o dividimos en pequeñas unidades de conductas, palabras, oraciones, gestos, a las que intentamos darles un orden lógico. Es decir organizándolas en términos de antecedentes y consecuentes. Volviendo a nuestro ejemplo, supongamos que le contestamos de mala manera y con cara de pocos amigos a nuestra compañera de asiento. Posiblemente justifiquemos nuestra conducta porque hemos interpretado como antecedente de nuestra respuesta, la conducta de avasallamiento o desubicación de la vecina que no respetó nuestro silencio. Es decir nos parece que dijimos lo que dijimos como respuesta a lo que el otro hizo.
El problema es que posiblemente los participantes de esta comunicación no hayan organizado ni interpretado de igual forma.. Así es posible que la señora de la sonrisa amplia, se sienta ofendida y decida cambiarse de asiento, justificando esta conducta como consecuencia del maltrato sufrido. Es decir que interpreta u organiza como antecedente nuestra actitud y como consiguiente sus ganas de cambiarse de asiento.
Estas son algunos de los principios que rigen nuestras complejas interacciones cotidianas y cuanto más presentes los tengamos, más conscientes seremos y tendremos la posibilidad de mejorar nuestras comunicaciones y nuestros vínculos.
Por Rossana Speranza, Licenciada en psicología y especialista en terapia cognitiva conductual
El número de matrícula es 25907