Cada película tiene su tiempo. Algunas duran para siempre, otras son producto de una coyuntura que las macera para convertirlas en punta de lanza del pulso del inconsciente colectivo. Ayudan no solo a fotografiar un momento histórico, sino también a ser representantes de una comunidad o de un nicho.
Y eso no aplica solo en el caso de los documentales o los dramas de corte histórico, todas las películas pueden esconder -como una suerte de caballo de Troya- una llave que abra una cajita que nos lleve a preguntas o formas de ver el mundo que ni imaginábamos. Sobre todo, las películas de terror y fantasía.
El terror como punto de encuentro
Desde que el mundo del cine se hizo masivo, el cine de terror y fantasía se convirtió en refugio para escapar de la realidad cotidiana. Ya sea para taparse los ojos (y arrojar popcorn por todos lados), reír nerviosamente, armar planes en conjunto, tener una cita o formar comunidad. Lo que antes era el grupo de gente cosplayeada cantando todas las canciones de ese clásico llamado El show de terror de Rocky (The Rocky Horror Picture Show, 1975) sábado tras sábado en un cine en continuado de Nueva York, hoy se convirtió en un grupo de gente cosplayeada yendo a ver la nueva película de anime al cine o juntándose en una casa para el episodio de La casa del dragón (House of the Dragon, 2022) con vestimenta medieval.
Pero, claro, los géneros se agotan. Ya sea porque las reglas que los delimitan los terminan haciendo implosionar o por el desgaste propio de repetir fórmulas constantemente. Pasó con el western y está ocurriendo hoy con el cine de superhéroes. Sin embargo, siempre existe y existirá esa llama que los renueve y mantenga el fuego fatuo del horror disponible.
¿El terror que consumimos hoy es el de Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens; 1922)? ¿El de El Exorcista (The Exorcist, 1973)? ¿El de El regreso de los muertos vivos (Return of the Living Dead, 1985)? No, cada etapa social refleja un terror diferente que no solo va de la mano con los avances técnicos del dispositivo sino también de lo que le genera terror a la sociedad.
El modelo James Wan
No es de extrañar que uno de los últimos grandes nombres del terror occidental (ya voy a llegar a ese otro nombre que estás pensando…) haya sido el de James Wan. Este director australiano de origen malayo revolucionó la industria estadounidense con El juego del miedo (Saw, 2004): una película sangrienta, con un guión inteligente, discreta en su presupuesto, un final con plot twist y sobre todo… posibilidad de franquicia.
Wan siempre fue el niño mimado de Hollywood. La saga de El juego del miedo sigue vigente aún hoy (se estrenará una nueva entrega este año) y logró lo propio con La noche del demonio (Insidious, 2010) y El conjuro (The Conjuring, 2013); en este último caso incluso creó un universo con diversos spin offs. Tanto entiende la industria que al día de hoy está a cargo de las sagas de Aquaman (2018) y Mortal Kombat (2021), esta última como productor.
James Wan entendió que el mundo de hoy requería franquicias. Los fanáticos del terror y su cine buscan en cada una de sus películas un cameo a personajes de sus otras películas, mientras gastan horas y horas en videos explicando en redes sociales qué quería decir esa aparición. El cine comercial definitivo.
Pero a medida que pasó el tiempo, el terror en su cine se fue dosificando y perdiendo efectividad. Y al ser tan masivo, comenzaron a supurar los que estaban fuera del sistema.
La productora A24 y el cine independiente
A24 nació en 2012 y comenzó a estrenar películas un año después. Inició su carrera gracias a un acuerdo de distribución con Prime Video y DirecTV Cinema y fue la cantera para grandes nombres en la industria cinematográfica.
Sofia Coppola, Denis Villeneuve, Steven Knight, Alex Garland, Robert Eggers, Yorgos Lanthimos, los Daniels, David Lowery, Bo Burnham y Greta Gerwig son algunos de los nombres de directores y directoras que tuvieron la libertad de expresar su arte dentro de esta productora.
También nombres ya reconocidos como Gus Van Sant, Kevin Smith, Gaspar Noé, Darren Aronofsky o los actores Jonah Hill, James Franco, Jesse Eisenberg. Una plantilla dorada que en menos de diez años estrenó más de cien películas.
Claro que esas películas (en su mayoría) nacían del seno de “lo independiente”. El semillero desde donde A24 creció fueron los festivales de cine indie, aunque se masificó en tiempo record cuando la Academia le dio el Oscar a Luz de luna (Moonlight, 2016), en ese momento icónico donde se subieron a recibir todo el equipo de La La Land (2016) equivocadamente el premio a mejor película.
Y allí aparece el nombre que prometí ponderar: Ari Aster.
Ari Aster y la confirmación de un nuevo terror
Nacido y criado en Estados Unidos, Ari Aster se hizo conocido en la industria a base de cortometrajes donde (con un modelo absolutamente independiente) llevaba a cabo todas las funciones (incluso actuó en algunos).
Pero fue en 2018 donde todo cambió: producida por A24, se estrena El legado del diablo (Hereditary, 2018).
Donde James Wan creaba efectos de sorpresa y terror (conocidos en la jerga como jump scares) para generar el miedo, Ari Aster iba cocinando a fuego lento la incomodidad. Su primera película se basa primero en la historia de una familia disfuncional que sufre una pérdida y luego aparece un culto satánico.
Al decir en voz alta esa progresión parece todo por demás arbitrario, pero lo cierto es que al no apurar al relato (su ópera prima dura un poco más de dos horas) todas las fichas se van acomodando. Es cierto que algunas situaciones hacia el final -como cuando un personaje aparece escalando una pared hasta el techo con las manos desnudas- se vuelven algo grotescas, pero el tono tan marcado desde el principio hace que, cuando la película termina, todo encierra algo de sentido.
Claro que este tipo de cine no apareció de la nada, todo responde a un modelo que se venía desarrollando en el terror de esos años: estamos hablando del terror sofisticado.
El horror elevado
El terror sofisticado o terror elevado es una denominación genérica que encierra a un corpus de películas que no buscan generar miedo con un asesino enmascarado, litros de hemoglobina y golpes de efecto. Se basa en los personajes, en las consecuencias de sus acciones y en cierto tono de ansiedad que produce el uso de sonidos, tipos de planos y tiempos que te lleva a una incomodidad que no te permite quedarte quieto mirando la película.
¿Pero esto comenzó con Ari Aster? Por supuesto que no. Como dijimos al principio, los géneros mutan, nacen y mueren… pero sobre todas las cosas: se repiten.
Si hubiese que hablar de Session 9 (2001) o The Others (Los Otros, 2001), ¿no sería terror sofisticado? Ambas películas estrenadas en el inicio del nuevo siglo escapaban de los asesinos, los monstruos, las sorpresas desagradables como golpe de efecto y cierta tendencia a encasillarse. Se basan en personajes, van creando una tensión que va de manera lenta pero constante hacia un final desgastante y sorpresivo.
¿Son películas de terror o son dramas con tintes sobrenaturales? Y ahí radica el quid de la cuestión. En ese punto cíclico donde el cine se va desgastando, como autopreservación se va aliando a otros géneros para llegar a nuevos públicos y de esa manera revivir.
Y si vamos a 2001, nos encontramos que el género de terror estaba completando ese recorrido: en 1996 con Scream había llegado al punto del homenaje, después de eso todo es descenso.
Hoy, el cine de terror elevado es uno que busca enamorar a otro tipo de público: uno que asocia automáticamente el terror a la sangre que produce una herida de arma blanca en una mujer que tuvo sexo o tomó alcohol. Y se le vende como “algo que no te das cuenta que es de terror”.
La nueva camada de películas elevadas
Midsommar: el terror no espera la noche (Midsommar, 2019) de Ari Aster puede parecer otro eslabón más de un estilo propio de su director. Pero unos años antes aparecieron otras películas que responden a ese arquetipo.
Voraz (Raw, 2016), Siniestro (Sinister, 2012), Saint Maud (2019), La invitación (The invitation, 2015), La bruja (The Witch, 2015), El Babadook (The Babadook, 2014), ¡Huye! (GET OUT, 2017), Viene de noche (It Comes at Night, 2017), Está detrás de ti (It follows, 2014) entre otras demuestran que existe una foto de época.
Ya sea para hablar sobre el consumismo en tiempos posmodernos, el mesianismo religioso, el miedo a la figura de la mujer empoderada, el difícil rol de ser madre, el miedo al propio pueblo, la obsesión por el pasado, el racismo o las enfermedades venéreas, cada una de estas películas utilizan elementos del terror para crear un híbrido entre géneros que permite no solo hablar de grandes temas, sino atraer carne fresca al horror.
Háblame, otro escalón hacia el nuevo terror
Y A24 no se detiene, sigue apostando por el horror y lo hace con producciones frescas que escapan de las franquicias y se apoya en directores con mirada propias que aportan elementos hasta ahora inexplorados.
Háblame (Talk to me, 2023) es una película dirigida por Danny Philippou y Michael Philippou, quienes llegaron a los grandes medios haciendo videos para YouTube. En el caso de este largometraje, A24 se sumó como distribuidor luego de un buen desempeño del mismo en festivales.
Mia (Sophie Wilde) es una adolescente que perdió a su madre y desde entonces intenta rehacer su vida. Su mejor amiga Jade (Alexandra Jensen) vive con su hermano menor Riley (Joe Bird) y con su madre Sue (Miranda Otto), ellos son como la familia sustituta de Mia.
En una fiesta conocen un elemento capaz de conectarse con el más allá: una mano de cerámica con escrituras como si fuese una pared de baño y la capacidad no solo de usarla para hablarle a los muertos, sino para que estos espíritus entren en el cuerpo.
La sensación es como una sustancia prohibida para estos adolescentes, que en una de esas pruebas exponen al pequeño Riley haciendo que un espíritu lo deje en coma. Mia, responsable de poner al joven en esa situación, se percata que la puerta con el más allá sigue abierta dejando a su madre hablándole al oído y llevándola a hacer cosas… peligrosas.
Siguiendo el espíritu del horror elevado, Háblame se basa en los personajes. La película funciona porque cada uno de los protagonistas escapan del estereotipo, son tridimensionales y no responden a arquetipos. Ahora bien, dentro de este subtipo genérico estamos ante una nueva mixtura que a las características propias del terror sofisticado se suman elementos más propios del terror clásico: los fantasmas tienen mucho de James Wan, no aparecen de sorpresa en la pantalla con un sonido estridente pero se los ve gastados, lastimados, asquerosos.
Háblame parece un puente entre el terror de las últimas dos generaciones: escapa de ciertos convencionalismos, aprovecha la situación para hablar sobre temas escabrosos como la depresión y el suicidio, va generando la tensión de a poco, pero cuando tiene que irse a la situación terrorífica lo hace sin medias tintas. Los golpes, la sangre, los fantasmas; la película se hace cargo de ser un eslabón más en una cadena de años y años del horror.
Casi como si fuese una analogía de su momento histórico, la mano que permite hablar con los que ya no están parece ser un instrumento para conectar a esta hija del mundo A24 con las películas de terror que la antecedieron, para así seguir generando sustos, risas nerviosas, ojos tapados, comunidad.
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