¿Está bien estar mal? La novela que enseña a llorar para volver a reír

Así empieza “Tierra en los bolsillos”, el nuevo libro de Laura G. Miranda en el que sus personajes aprenden a dejar atrás el pasado (y todas sus pérdidas, culpas y frustraciones) para vivir la vida a pleno.

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En su nuevo libro, "Tierra en los bolsillos" la autora argentina Laura G. Miranda se pregunta: ¿se pueden integrar las pérdidas a la vida que continúa?

Hay un momento en que se vuelve imposible seguir ignorando los duelos que arrastramos, las decisiones erradas, el daño ocasionado a otros. En su nueva novela, Tierra en los bolsillos, la escritora argentina Laura G. Miranda plantea una historia entre “el mejor beso y el duelo más difícil” para preguntarse: ¿Se pueden integrar las pérdidas a la vida que continúa? ¿Hay respuestas en el silencio? ¿Quién tiene el control cuando el presente se rompe en pedazos? ¿Cómo se ayuda al otro sin invadir su dolor?

Tierra en los bolsillos es una novela coral en la que los numerosos personajes se encuentran ante una encrucijada que deberán resolver: cómo procesar las pérdidas (la muerte de un familiar, amores frustrados, culpas que no se mitigan, conflictos familiares, traiciones y secretos) para seguir adelante y vivir la vida a pleno.

Ese proceso implica muchos movimientos: viajes, mudanzas, conversaciones difíciles, separaciones y reconciliaciones. Cada personaje buscará la mejor forma de dejar el pasado atrás y avanzar hacia un futuro en el que, transitando un día a la vez, puedan volver a sonreír. Casi todos lo logran y salen fortalecidos, más conectados con la fuerza vital y el amor de quienes tienen alrededor.

“La vida pone las condiciones, cambia las reglas y se interpone en nuestro camino. A veces, nos regala pequeños tramos de felicidad y otras, nos devora el alma con una pérdida inesperada. Nos interpela y nos obliga a decidir, cuando no tenemos ganas de absolutamente nada, ni fuerza para lo mínimo. No sé si es el destino quien manda. Desconozco de quién son las manos despiadadas que le ponen fecha y lugar al dolor, pero pasa. No solo la muerte provoca ruinas desesperantes, hay otras que viven y laten a la par de corazones rotos, y también, hay que transitarlas”, escribe la autora en el epílogo.

Tierra en los bolsillos es, según Laura G. Miranda, su mayor desafío literario hasta la fecha: una novela que ayuda a lectores y lectoras a entender que, aunque parezca imposible, está bien estar mal.

Así empieza “Tierra en los bolsillos”, de Laura G. Miranda

Ushuaia, julio de 2019

Eran familia. Eso permitía afirmar, desde el concepto mismo, innumerables cuestiones. La primera es que no eran perfectos. La segunda, que no había, ni tenía por qué haberlo, un acuerdo respecto de temas sensibles al momento de tomar decisiones. La tercera: todos tenían derecho a opinar diferente en un marco de libertad de expresión y respeto. La cuarta: a veces eso generaba roces verbales o, en otros casos, que los integrantes se dividieran entre los que dirigen, controlan e imponen y los que, en favor de una paz conciliadora, soportan todo en beneficio de la familia unida. También, era justo decirlo, en las peores situaciones –que no eran muchas, pero solían ser extremas y determinantes–, algunos lloraban de impotencia y bronca, mientras otros lo hacían de tristeza, por discusiones y distancias que podrían haberse evitado.

A partir de la cuarta, pensó Natalia De Luca, era mejor detener la lista. Llegar a los cincuenta años y tener que enfrentar la sensación de que había sido cambiada al nacer, porque no era posible que su hermano Guido y ella pensaran tan distinto. Y eso, sumado a sus propios conflictos terrenales y planteos existenciales, era insoportable. ¿Había una única verdad o todos podían sostener la bandera de su porción de razón y estar en lo correcto?

No es simple aceptar que la personalidad gana terreno y cobra fuerza con los años. Pasada la mitad de la vida, es casi una cruzada en el desierto del fracaso pretender que alguien simplemente sea quien no es. Eso no sucede ni en beneficio de la familia en general, ni de alguno de sus miembros en particular. Es en vano ilusionarse: las personas no cambian y las decepciones son nuestra responsabilidad, consecuencia de darles espacio y oportunidad a expectativas propias sobre otros.

Es una gran paradoja que nadie salga ileso de la familia, lugar que debería ser el primer refugio de amor. La familia es todo y eso significa que es también mucho de lo que no se elige.

Benito De Luca, el padre de Natalia y de Guido, casado desde cincuenta y cinco años atrás con Greta Mancini, vivía en Argentina, más precisamente en Ushuaia, capital de la provincia de Tierra del Fuego, junto a su esposa. Hijos de inmigrantes italianos, llevaban el trabajo como una señal en la agenda perpetua de sus vidas. Habían transmitido esos valores a sus hijos, junto al legado de la doble ciudadanía.

Natalia era madre soltera. Romina, su hija, tenía veinticinco años y las dos se llevaban bien. La comunicación era buena y se amaban. A veces no estaba de acuerdo con sus planes o decisiones, pero callaba para que no se libraran pequeñas batallas. Para eso, y para guerras acechantes, tenía su propia historia.

Sin embargo, reconocía que, a falta de un padre presente, con su propio esfuerzo y el apoyo de la familia, la joven se había convertido en una mujer que honraba su sangre. Sus roles de única hija, nieta y sobrina la colocaron en un trono para celebrar durante la infancia, para cuestionar en la adolescencia y para agradecer en su vida adulta, antes de partir y dejar a su clan en la incertidumbre total de no poder distinguir con claridad la diferencia entre ausencia, soledad, propia vida y vacío.

Romina había decidido dejar su provincia natal para mudarse e instalarse en Italia, concretamente en Milán, aunque la vida la había llevado a radicarse en Roma. Allí trabajaba en el Ayuntamiento como empleada administrativa.

Guido era viudo. Había elaborado su duelo, pero no había vuelto a formar pareja. Vivía en una casa pequeña a unas cuadras de la de sus padres. Los visitaba a diario. Durante el último tiempo, en que el transcurso de los años comenzaba a notarse en ellos, había asumido esa posición de “estar a cargo” de sus vidas, lo que incluía, en el mismo catálogo, la incómoda situación de creerse que lo sabía todo y la negación de reconocer que podía estar equivocado en ciertos aspectos de su dinámica diaria respecto de ellos.

La genética había mezclado un poco su trabajo y, como resultado, Greta Mancini y su hijo Guido eran iguales. Muy exigentes, según sus propias convicciones, miedosos en temas de salud, algo inseguros frente a lo desconocido, apegados a las rutinas con exactitud, organizadores determinados al extremo de intentarlo hasta con las cosas que no se podían controlar. Vivían el tiempo dividido en tres partes: pasado, presente y futuro. Tenían sus relojes sincronizados a un ritmo militar.

En el otro rincón del ring de la vida, Benito De Luca y Natalia también eran calcados. No le tenían miedo a nada, aceptaban el destino como se presentaba y, sobre los hechos, decidían sus acciones. Vivían en el “ahora” de cada día, seguros de que la vida era la justificación de la muerte, que nada empezaba ni terminaba con tener o no signos vitales. Sin embargo, mientras latiera el corazón, disfrutar y hacer lo que tenían ganas era un derecho que nadie debía quitarles. La alegría daba independencia. El bienestar los hacía libres aun en los peores escenarios. No pretendían decidir sobre la verdad de otros, menos hacerse responsables de rutinas ajenas. Entendían que ni siquiera el amor otorgaba ese poder sobre los demás.

Benito se había recuperado de un accidente cerebrovascular, gracias a que Guido estaba presente cuando ocurrió, lo advirtió de inmediato y llegó a Urgencias hasta con la hora precisa en que había sucedido el ACV. Es lo que se llama clínicamente “hora de oro”, una ventana de tiempo que les permitió a los médicos practicar una cirugía poco frecuente y por eso Benito pudo volver de ese ataque sin secuelas físicas que lamentar. Eso era en sí mismo casi un milagro. Greta y Guido, que funcionaban como si fueran un equipo de entrenamiento y disciplina olímpica, entendían ese hecho como algo que obligaba a Benito no solo a la gratitud eterna, sino a exigirle a su cuerpo tanto como si tuviera cuarenta años otra vez. Pero tenía ochenta y cuatro.

Ese día Natalia llegó a casa de sus padres y recién entonces su hermano y su madre se fueron. Parte del orden del día era no dejar solo a Benito que, vale decir, estaba perfectamente lúcido y también harto de no tener la mínima posibilidad de sentirse cansado, definirse como roto por todos lados y, por ejemplo, no tener más ganas de conducir su automóvil, a pesar de haber renovado su licencia a instancia de ellos.

Miranda, autora de libros como "Amuleto contra el vacío", "Laberinto del alma" y "Volver a mí", obtuvo en 2017 el Premio Lobo de Mar en literatura.

–Nos vamos, papá –avisó Guido–. La kinesióloga llegará en una hora. Natalia le abrirá. Luego, si no hemos regresado, almuerza lo que dejamos en el refrigerador y toma la medicación. Natalia tiene todo anotado. No te acuestes, camina por el jardín que no cualquiera nace dos veces.

–Tiene razón tu hijo, haz cosas por ti, que Dios, con nuestra ayuda, hizo el resto y por suerte estás aquí, con nosotros y bien –completó Greta.

Natalia y su padre observaban y escuchaban sin decir una palabra. Cuando la puerta se cerró, ambos suspiraron aliviados.

–¡Hola, papi! ¿Cómo estás? –saludó Natalia, que no necesitaba la respuesta.

–Me tienen completamente harto, hija. Tú me entiendes. Estoy encarcelado en casa, soy como un prisionero de guerra. Me dicen todo lo que debo hacer y lo que no. Si me preguntan cómo estoy y se me ocurre decir que me duele algo o quejarme, sus caras se transforman, como si eso significara que tengo lástima de mí mismo. Y encima están convencidos de que debo agradecerles a ellos, a Dios, a los médicos y qué sé yo a quién más. Ah, la kinesióloga, a ella –recordó. Su desahogo era evidente.

–Entiendo. Cada palabra…

–Quizá no debería quejarme, pero no es de ingrato, simplemente es agotador. Si no puedo decir cómo de verdad me siento, ¿para qué me lo preguntan? –reflexionó indignado–. Ellos lo saben “todo”. ¿Son necesarias tantas indicaciones?

–Claro que no. Pero, para que no te sientas solo en esto, destaco que a mí me dejan todo anotado, como si no pudiera hacer nada bien improvisando o con una simple referencia verbal. Peor, como si tú no fueras capaz de decidir por ti mismo. Creo que la espontaneidad ha muerto en esta casa.

–Es así. Yo estoy viejo, lo que implica días buenos y de los otros, pe ro no soy un inútil –hizo una pausa–. Mejor aprovechemos ahora que no están –dijo con picardía–. ¿Qué sabes de Romina? Ayer me llamó, pero como estaba en la rehabilitación, y todos me miraban apurando la llamada, corté rápido. Sin embargo, sé que quería contarme algo –dijo con certeza. Era aliado y cómplice de su nieta.

–Está enamorada, papá.

–¿Tan rápido? –preguntó riendo.

–¡Sí! Pero aclaró que esta vez es diferente –respondió con una sonrisa también.

–Me imagino. Supongo que ese argumento no cambia nunca –dijo con sabiduría humorística–. ¿Cómo se llama? –preguntó como si eso le permitiera saber o intuir más.

–Fabio. Fabio Carnevale. Hicimos una videollamada y así sin avisar me lo presentó. ¡Imagínate!

–¿Y qué tal?

–Lindo chico. Tiene treinta y cuatro y trabaja con ella. Habla español e italiano como todos nosotros. Es argentino, pero vive allá y por él consiguió su trabajo en la Comuna.

–Es más grande, eso puede ser bueno. ¿Hace mucho que vive allá? –No tengo idea. No le pregunté.

–No importa, solo curiosidad. Confío en ella, sabrá elegir al indicado. Nunca supimos por qué terminó su noviazgo aquí, pero seguro tuvo sus razones –afirmó Benito con orgullo–. A mí nunca me gustó –agregó, refiriéndose al novio con quien había roto antes de irse a Europa.

–Yo lo quería, pero, bueno, es ella quien debe elegir. También confío en ella, papá. En todo sentido. Lo único que sufro es su ausencia, me resulta insoportable tenerla lejos.

–Tienes que soltarla. Dejarla ser. Ella es nuestra mejor versión. Se anima a vivir sin ataduras. Lo hará bien. Tú no debes interferir, solo acompañar. Además, sabes que no le gusta ser cuestionada y ya tiene veinticinco años.

–Lo sé, lo entiendo, pero hay días en que no es fácil.

–Es parte del recorrido de ser padres. Tú también te fuiste a Italia cuando tenías más o menos su edad… –comenzó a decir.

–No sigas, papá. Recuerdo todo perfectamente. Supongo que el karma no tiene menú y sirve a cada uno lo que merece –dijo Natalia con cierta ironía.

–No seas dura contigo. Las cosas suceden. A cada quien, su destino. –¿Eso crees de verdad?

–Sí. Tú regresaste, pero algo de ti nunca volvió.

–Es verdad. Ojalá no fuera así, pero es –los dos sabían de qué hablaban.

Un breve silencio los unió.

–Te haré una pregunta que es parte del camino de ser hija. ¿Qué puedo hacer por ti? –preguntó con el amor más sincero del que era capaz.

–¿En qué sentido?

–En el mejor. Si pudieras hacer lo que quisieras, ¿qué sería? –preguntó. La guiaba un impulso. Mientras se escuchaba, sentía que las palabras le eran dictadas por una voz, suprema y asertiva, que tenía un plan que ella desconocía.

–¿De verdad crees que tengo margen de acción? –ironizó. No me hagas pensar imposibles.

–Nada lo es. Cuéntame –insistió. Pensar que tenía ochenta y cuatro años la hacía mirarlo y disfrutar su compañía como si no hubiera un mañana. Por ley de vida, así podía ser. Benito tenía una conexión especial con su hija y solía suceder que ella preguntara lo que él había estado pensando.

–Hace días que imagino lo mismo –comenzó a decir, decidido a compartir su anhelo–. Me gustaría viajar contigo a Roma, visitar a Romina y conocer Amalfi.

Natalia se quedó callada un instante. Tenía la expresión de quien recibe un sacudón en el alma al mismo tiempo que un baldazo de agua helada en el cuerpo. Su rostro parecía el que dibuja una llamada a la madrugada. Las preguntas se le venían encima, todas a la vez. ¿Y si volver era el camino? ¿Y si el final de la culpa y el inicio de una vida más liviana estuvieran esperando por ella en el mismo lugar del que había huido tanto tiempo atrás?

Miró la biblioteca detrás del sillón, en el cuarto de estar, donde estaba sentado su padre. Todos los libros comenzaron a brillar y se destacaban sus lomos. Solo leía tres títulos alternados que no estaban allí, pero sí: “Volver”, “Soltar” y “Vivir”. Fue una imagen fantástica y real. Los ejemplares de Hemingway, Girondo, García Márquez, Neruda y Oscar Wilde, entre otros célebres, no eran lo que sus ojos veían, aunque estaban allí. Habían mutado.

Volver.

Soltar.

Vivir.

Solo esos títulos leía, como señales fluorescentes que la desplazaban de su yo a otro lugar más perfecto. Nunca supo cuánto tiempo duró ese estado.

–Hija, ¿estás bien? –preguntó Benito, girando para observar los estantes de libros que ella miraba absorta.

–Sí, papá. Estoy bien. ¿Estás seguro de que eso es lo que quieres? –preguntó. Había regresado de su breve trance.

–Tan seguro como de que solo puedo decírtelo a ti.

Natalia se acercó a él y lo abrazó.

–Te amo, papá –dijo, al tiempo que una decisión comenzaba a gestarse en su interior.

Incertidumbre, miedo y dudas habría siempre, vida y ganas, no.

Quién es Laura G. Miranda

♦ Es abogada, docente y escritora.

♦ La prestigiosa autora colombiana, Ángela Becerra, la bautizó como la creadora del “romanticismo simbólico”.

♦ Es autora de libros como Amuleto contra el vacío, Laberinto del alma, Volver a mí, Después del abismo y Ecos del fuego, entre otros.

♦ En 2017 obtuvo el Premio Lobo de Mar en literatura.

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