Madres, patriotas y guerreras, las mujeres de la Historia grande de la Argentina

En su nuevo libro "Ellas en la Historia", el sociólogo y escritor Ricardo Lesser narra las vidas de mujeres que con su inteligencia, sacrificio y talento ayudaron a forjar la historia de nuestro país. Infobae publica un extracto

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María Sánchez de Mendeville, viuda de Thompson
María Sánchez de Mendeville, viuda de Thompson

En las librerías de viejo todavía se consigue una antigua lámina de la revista La Obra de 1949. Es una de esas viñetas que se colgaban en las aulas. La llaman "Las mujeres de los próceres".

Son tres escenas. Merceditas alza a una de sus hijas bajo la mirada de un San Martín grueso, algo admonitorio. Paula Albarracín teje en su telar mientras Sarmiento niño lee. Mariquita Sánchez de Thompson ensaya el himno en su sala. Son imágenes canónicas, imágenes compuestas según los sagrados cánones de la historia oficial.

Tienen algo de bueno. Entienden que las mujeres de los próceres también son las madres y las hijas. E, incluso, destacan como alguien notable a Mariquita, que no es esposa de prócer alguno.

No figura ninguna mujer que haga la guerra (que las hubo), ni la política (que también las hubo). No está María Josefa, la madre de Belgrano, que defendió a su marido como una leona cuando Domenico estaba encarcelado en su casa por estafa. No está Guadalupe, la esposa de Moreno, que le saltó encima al cura que le dio de azotes a su hijo. No está la Pepa Ezcurra, que hizo un viaje de cuarenta y cinco días a través de la nada en pos de su amor, Manuel Belgrano.

Tampoco están las amantes. Amantes célebres, como la Damasita Boedo de Lavalle o la Aurelia Vélez de Sarmiento. Es natural, no podrían estar. (¿No podrían estar?)

Es más, la imagen de Paula Albarracín encorvada, con las manos que uno adivina callosas, parece olvidar algunas cosas. Olvida, por caso, al lindo de Clemente Sarmiento, el arriero con el que se casó cuatro meses antes de parir a Francisca Paula, su primera hija, y que después se fue de arreos por ahí. No hay por qué asustarse: Juan José Castelli, como tantos otros, fue sospechosamente sietemesino.

Es más, los hijos "naturales" (¿no lo son todos?) eran más frecuentes de lo que se cree entre nuestros próceres. Manuel Belgrano tuvo hijos naturales. Lo tuvo su hermano, el presbítero Domingo Estanislao. Y Alberdi y tantos más. Como decía Octavio Paz, en aquellas sociedades la ortodoxia sexual era mucho menos rigurosa que la ortodoxia religiosa.

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¿Y Mariquita que ensaya el himno? La lámina se copia descaradamente del cuadro de Subercaseaux, un cuadro icónico que el pintor chileno realizó, en 1909, en base a una descripción de Pastor Obligado… que nació treinta años después del presunto ensayo. Es un fraude liso y llano de quienes nos hicieron la historia.

De todos modos, Mariquita es la única que aparece haciendo política. Es lo que ocurría en los años 10 de la Revolución: el ámbito privado había sido copado por lo público. Tiempo vendrá, hacia mediados del siglo XIX, en que lo público y lo privado se separen tajantemente. Esta imagen de una Mariquita algo tilinga hace olvidar a aquella niña que, a los catorce años, decidió que se casaría con su pálido primo y no con quien su madre había elegido, rompiendo la ley de formación matrimonial vigente hasta entonces. No fue la única que reclamó su propio cuerpo. También lo hicieron las hermanas Rivadavia, Angelita Castelli (la hija de Juan José) y unas cuantas más.

Tiempos contradictorios

Benito Bernardino González de Ribadavia era el padre de Bernardino, que firmará Rivadavia, con la ve. Pero era también el progenitor de Gabriela y Manuela, a quienes había comprometido con los hermanos Gascón, Gabriel y José, tenientes de los Reales Ejércitos. Como debía ser, la voluntad de las niñas (que no lo eran tanto porque tenían veinticinco y veinte años) coincidía con la de su progenitor.

De buenas a primeras, nadie sabe muy bien por qué, don Benito rompió el contrato. Aquello fue una desesperación de lamentos y pañuelitos mojados. Es que las muchachas habían dado su palabra de casamiento. Y, como los esponsales habilitaban el acceso carnal, nadie se hubiera sorprendido que los oficiales de Su Majestad hubieran llevado sus ternuras debajo de las polleras. Una vez comprometidos, el escándalo no era el desfloramiento sino más bien la ruptura de la promesa de matrimonio que lo suponía implícitamente.

Los tenientes acudieron al Discreto Provisor del obispado, el juez eclesiástico que entendía en pleitos de esta naturaleza, con el argumento de que los esponsales sólo podían ser quebrados por quienes los contrajeron.

Las razones invocadas eran pamplinas para don Benito, que presentó un folio fundamentado en las Siete Partidas, el códice de leyes castellanas que Alfonso el Sabio había encargado en el siglo XIII. Ribadavia, que era letrado, bien decía:

Sustraerme mis hijas es cosa nula; me deben estar más sujetas aun que el criado respecto de su amo, por razón de la patria potestad que me compete, y me da la facultad para enajenarlas o venderlas en caso de necesidad, por la especie de dominio que ejerzo sobre ellas, como cosa nacida y proveniente de mí mismo.

Don Benito no tenía empacho en acogerse a un código que tenía más de quinientos años de antigüedad. Tampoco lo tuvieron los oidores de la Real Audiencia, que le dieron razón. Las hijas malditas dieron con sus huesos en la Santa Casa de Ejercicios Espirituales. Justo cuando entraban, salía Mariquita. Toda una señal de aquellos tiempos contradictorios.

Este texto está incluido en el libro "Ellas en la historia", de Ricardo Lesser (Planeta)