El libro como un universo de papeles encontrados

El autor de “Ventonegro” (Ediciones Zeta) cuenta en primera persona como fue el proceso de escritura del libro, que reúne textos poéticos escritos a lo largo de varios años.

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Por Jako Marcos.

Jako Marcos, autor de "Ventonegro"
Jako Marcos, autor de "Ventonegro"

Ventonegro se escribió en muchos lugares y en muchos tiempos. Y en muchos estados. En balcones, en vagones, veredas, borracho, con ataque de pánico, eufórico, por las noches, los domingos, llorando, insomne, vacío, harto, baños. La verdad, ya ni me acuerdo. Por suerte. La verdad, ya no importa. Tampoco.

Pero se recopiló y se constituyó un verano. Un verano que decidí no irme a ningún lado (esta vez). No escaparme (más). Y encerrarme dos meses en un departamento a buscar una obra. No quería un compilado, un grandes éxitos. Un rejunte de fragmentos. Quería construir un universo. De una buena puta vez mi primer libro. Acorralarlo. Algunos pocos me lo venían pidiendo desde hacía tiempo y la verdad que ya era demasiado tarde. Ya ni lo pedían. Pero “tarde” también es un tiempo.

Primero recopilé. Ese verano hurgué profundamente en todas las cajas, cajones y estantes que habían sobrevivido a las ultimas diez mudanzas. Montones y montones de servilletas, papelitos, cartones, cartulinas, dorsos de boletas, superficies planas escribibles... Había versos en varios soportes. Y los había mudado a todos, todas las veces, cargándolos a cuestas. Después hurgué en la computadora; la Pentium lll que contenía todos los discos rígidos y backups familiares desde que tenemos computadora. Miles de words, blocs de notas y bueno, las redes; desde mi primer Fotolog púber hasta el FB. Incluso en algunos chats había engendros de poemas. Ahí estaba toda mi… ¿obra?

Hurgué en todo mi caos. En toda mi desidia lumpen. Lo revolví todo. Lo rescaté todo. Me revolví. Me rescaté. Todos esos lugares y tiempos y estados. Los había escrito y se habían guardado. Estaba todo, pero a la deriva. Flotando. Sin tierra. Sin casa. Durmiendo en la calle. En cajeros automáticos. Después de recopilar: seleccionar. Lo que me parecía publicable y vigente. Lo que me seguía resonando. Acá hubo varios muertos. Después, separar. Lo que me parecía que podía entrar en un mismo universo. Lo que tenía el mismo color o flotaba en la misma atmósfera. Había algo de andenes pero también de balcones. De superficies planas que se acaban. De vacíos de calle desolada de conurbano un domingo pero también de excesos de Avenida Rivadavia a la noche. De perros y de monos. De fantasmas y de gente que ya no está.

Ventonegro
Ventonegro

No sé por qué ese verano. No sé por qué ese departamento. No sé por qué en ese escritorio junto a esa ventana. No sé bien por qué. No sé quién. Si por mí, o por esos algunos pocos que alguna vez lo habían pedido. Esa convicción ajena, tan conmovedora. ¿Por esos monos? ¿Por esos perros? ¿Por esos fantasmas, o por esa gente que ya no está? Hubo un afán de cristalizar todo el caos. Esas intensidades. Todo este estar acá. Este haber estado. Canalizar la tormenta en un granizo. En algo tan concreto como un cascote. Un objeto contundente, como una piedra, como un papel, como una tijera. Algo que refleje la luz. Que tenga un peso específico. Que lo atraiga la gravedad. Que salga en una foto. Que se pueda revolear, y haga ruido. Que ahuyente a un gato, o, al menos, a una mosca. Que se pueda agarrar. Tener. Dar. Perder. Recuperar. Levantar. Un libro.

Lo último fue ordenar. Y fue un proceso puramente intuitivo. Algo lúdico. Inconsciente. Una embriaguez extraña. Como un sonambulismo. Las horas pasaban. La casa iba quedando oscura. No había hambre. No había sueño. Había fervor. Algo ardía en ese escritorio junto a la ventana, y no era el verano. La contratapa la escribí al final y ahí empecé a entender un poco. Cuando Carolina Fernández escribió el prólogo entendí un poquito más lo que había estado haciendo, sin saberlo. Como esos jugadores de futbol cuando le preguntan cómo hizo ese gol genial que quedará en la historia por siempre y el tipo responde: “Agarré y miré y, bueno, le di.” Así, sin saberlo. Solo sabiéndolo. Fluyendo en algo. Danzando en ello.

Se lo mostré a las tres o cuatro personas que me leyeron siempre. Y que siguen en mi vida. Que siempre insistieron en que escriba y publique. Y en quererme. Me dijeron que sí: que lo había logrado; había construido un universo. Y que sí: ese era mi libro. Y que no: no era demasiado tarde.

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