Había una vez una vaca

La autora de “La mujer que escribió Frankenstein” cuenta cómo surgió la idea de “Tres hermanos”, su último libro, y explica el sentido de la poderosa cita de Flannery O’Connor que dice que los chicos tienen la capacidad de estar “mano a mano con las cosas”.

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Esther Cross tiene una trayectoria literaria de más de 20 años
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Hacía tiempo que me rondaban unas imágenes, cargadas de sentido. Eran historias potenciales. Tenía varias: unos chicos salen de excursión y cuando vuelven, falta uno. Otra: una nena sonámbula se levanta de su cama. Otra: alguien dice "cuidado con el perro". Estaban sueltas, inconexas, medio borrosas, y quería escribirlas. Tenía preguntas para hacerles.

Si unos chicos salen de excursión y uno de ellos no vuelve, por ejemplo. ¿Qué pasó? ¿A dónde fueron? ¿Y si los que volvieron no quieren hablar? ¿Qué razones tienen los chicos para callarse? Un día los chicos fueron a un monte, a caballo, y finalmente arrancó el cuento. Las preguntas quedaron atrás, como fantasmas, siguiéndolos. Lo contaba una chica, la del medio de tres hermanos.

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Esos hermanos estaban en el campo en la misma época en que yo fui chica: caminera en la ruta, horno a leña, gente lejos del camino, teléfonos que no andaban. Era otro mundo. Aunque nos vendan una imagen tranquila del campo, la vida en la naturaleza es dura, fuerte, y en esa época era más fuerte. La chica estaba ahí, un poco inquieta, tratando de arreglarse. Y después, la misma chica se levantaba una noche, dormida, de su cama, y se iba. Los padres salían a buscarla. Esa chica, sus hermanos y el lugar, también estaban cargados de historias, como las imágenes que los invocaron.

“Tres hermanos” es el tercer libro de cuentos de Cross
“Tres hermanos” es el tercer libro de cuentos de Cross

Los chicos vivían en una casa. Alrededor había galpones, una torre de agua, un cuarto para el motor de luz; caían árboles, llegaba un río. Alguien daba un paso y se veía a dónde iba a parar. La gente se cruzaba, gestando historias. Y además de extenderse en el espacio con sus construcciones y personas, el lugar ganaba entidad en el tiempo. Creo que es lo que pasa siempre al escribir, es el síndrome del mentiroso sublimado: una empieza a inventar y se arma un mundo para que cuadre la invención. Volviendo a la casa de los cuentos, donde pasaba todo, lo que ocupaba un espacio, tenía historia y tenía márgenes. A veces los chicos iban con sus padres al pueblo. Un día, un  vecino encontraba puntas de flechas cuando rastrillaba el fondo seco de una laguna.  ¿Quiénes vivían antes en ese monte? ¿Qué se decía de ese pasado, no tan lejano?

Los tres hermanos también generaron una familia de historias a su alrededor. Los cuentos no eran islas, como pasa en general en un libro de cuentos, que se escriben y se leen por separado. El cazador de un cuento reaparece en otro. En todas las historias, mandonea la misma casera. Un compañero de juegos atraviesa varios momentos, en distintos relatos, y termina en una cárcel. Al principio se dio solo y después me entusiasmó la idea: que cada cuento pudiera leerse como unidad, con sentido independiente, pero que si alguien leía los relatos en continuado pasara otra cosa y se formara una historia mayor.

La escritora Flannery O'Connor dijo que cualquiera que haya sobrevivido a la infancia tiene información para escribir por el resto de sus días.  Se refería  a la capacidad que tienen los chicos de estar, como dijo  ella misma, "mano a mano con las cosas". Estas historias tratan de hablar sobre eso. Y también hablan sobre animales, sobre gente y animales.

Cuando era chica, una madrugada vi un ternero recién nacido al lado de su madre. Salía el sol y el ternero daba unos pasos flojos. La vaca lo miraba, esperando. Era una vaca negra, con una marca en el anca y una muesca en la oreja. Yo estaba muy  cerca, amenazante por el hecho de ser humana, pero la vaca se bancó el susto y no se fue.  Fue un momento hipnótico y raro. Enseguida me llamaron y tuve que irme. Pero algo nuestro queda en los lugares donde quisimos quedarnos, y volvemos.

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