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Para los que hacen cuentas pensando en una clasificación ajustada, el resultado resultó exiguo. Para los más puristas, que esperaban un crecimiento tanto anímico como estético, la tarde de Saint Etienne dejó sabor a poco. Para quienes, muy lejos de las tensiones del Alto Rendimiento, intentamos imaginar lo que se debe sentir estando demasiado pronto en una situación límite, el triunfo de Los Pumas ante Samos tuvo bastante más que el sabor del alivio.
Argentina llegó a Francia con más que razonables aspiraciones a meterse en cuartos de final y, a partir de entonces, aspirar a encontrar los planetas alineados. Como en 2007. Como en 2015. De pronto, la forma en la que se perdió en el debut convirtió al partido ante los samoanos en una versión bonsái del Argentina-México de Qatar 2022.
Como la banda de Messi y compañía, como la Generación Dorada en Atenas, como los chicos del voleibol en Tokio, Los Pumas se compraron a fuerza de ansiedad, desorden y falta de conducción, el compromiso de que cada partido, cuanto quiera que dure su Mundial, se jugará bajo la amenaza de la eliminación.
Haber sobrevivido a ese desafío es, para mi gusto, el mayor de los logros del equipo nacional. No fue poca cosa. Y no solo por haber superado en buena medida el nivel de ansiedad y desorden con el que se jugó casi todo el partido con los ingleses, sino porque se derrotó a un equipo mucho más complicado que lo que permite suponer eso de que son los parientes pobres de los All Blacks.
Samoa jugó todos los Mundiales salvo el primero, de 1987, que se disputó por invitación. Es decir que cada vez que jugó lo hizo por derecho adquirido dentro de la cancha. En sus tres primeras actuaciones no solo superó la fase clasificatoria sino que en dos de ellas superó a Los Pumas.
Es cierto que, desde entonces, perdió más partidos de los que ganó. Pero alrededor del rugby de ese país hay algo más valioso que subyace debajo de los resultados.
Cuenta la leyenda que todo aquel rugbier destacado nacido en Samoa termina siendo un All Black. Otros aseguran que el asunto es al revés.
Pat Lam fue un formidable número 8 nacido en Auckland (Nueva Zelanda) que jugó tres mundiales por Samoa en los que, además, fue rival de Los Pumas. Su primo, Dylan Mika, también tercera línea aunque preferentemente wing forward, nació en Auckland, debutó por Samoa enfrentando a Gales y, en 1999, fue rival de Samoa pero jugando ese Mundial por los All Blacks.
Stephen Bachop, vecino de Christchurch (otra vez, Nueva Zelanda), apertura, participó en los mundiales de 1991 y 1999 representando a Samoa. A mitad de camino, en 1994, jugó ante Francia uno de sus cinco test matches con los All Blacks. Menos desprolijo fue su hermano menor, Graeme, jugó dos mundiales por Nueva Zelanda y uno por Japón.
Toda esta ensalada de nombres, equipos y fechas sirve, de alguna manera, para comprender por qué Samoa siempre debe ser considerado un rival tan inestable como peligroso e indisciplinado. Inestable, entre otras cosas, porque el solo hecho de ser el seleccionado con más jugadores extranjeros contratados de los que participan de este Mundial (17 incluyendo tres ex All Blacks y un ex Wallaby) lo expone al riesgo del caos y hasta cierta falta de pertenencia. Peligroso porque son un portento físico común a buena parte de los rugbiers de la zona de Oceanía. E indisciplinados porque, mas allá de la sanción a su full back en la primera jugada del partido, casi nunca terminaron de leer sabiamente un partido en el que enfrentaron a un rival cuyo primer desafío era salir de las urgencias que lo desbordaron en el debut ante Inglaterra.
Dentro de una semana, Los Pumas encararán el partido menos conflictivo del grupo. Chile, a quien en pocas horas le toca medirse con los ingleses, es un rival al cual históricamente se le ganó sin siquiera presentar los equipos más poderosos. Será una buena ocasión para ponerle un poco de buen gusto y goce a lo que acaba de ser un triunfo tan necesario como comprensiblemente utilitario.
A modo de tarea para el hogar quedarán algunos defectos recurrentes respecto del estreno: falta de justeza para convertir en puntos algunos momentos de dominio ostensible (parte de la grandeza de los buenos equipos es que rara vez se van con las manos vacías de los cinco metros finales del rival), algunos desajustes individuales infrecuentes para jugadores de indiscutible jerarquía y algunas tomas de decisiones que permiten repreguntar si, efectivamente, se ha puesto hincapié en algunos asuntos de conducción.
Nada de esto debería impedir tener una buena mañana de sábado de octubre en Nantes, tierra en la que Los Pumas lograron en 1992, su primer triunfo ante Francia en su propia casa.
Y a poco que se lo corrija, tampoco debería convertir a Japón en un escollo insalvable. A propósito, nada indica que los japoneses (con 14 extranjeros, otros pasados de rosca en la importación de rugbiers) sean, hoy, superiores a los samoanos.
En todo caso, de ajustar clavijas y agregarle vivacidad a la actitud dependerá que, en efecto, este 19 a 10 haya sido el punto de partida de un nuevo “elijo creer”.
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