Hay un lugar donde Ángel Di María deja de ser Ángel Di María. Vuelve a ser el flaquito esmirriado que "a los cuatro años le pegaba a la pelota como un chico de 8", tal como señala uno de sus amigos. En la calle Perdriel, donde pasó su infancia y parte de la adolescencia, donde deja el polvo de estrellas en la esquina y se transforma en un mortal más.
Por eso, al igual que sus amigos, lleva tatuado su refugio. "Nacer en la Perdriel fue y será lo mejor que me pasó en la vida", dice la leyenda. "Me llena de orgullo llevar el tatuaje de mi barrio, de mis amigos", asegura, y lo exhibe para quien guste ver.
"Desde chico siempre me gustó jugar a la pelota con amigos, en un terreno al lado de casa", define la génesis de la mística. "Jugábamos al fútbol acá, dos piedras de un lado, dos piedras del otro, para los arcos", arma, en el lugar de los hechos, uno de los compinches de Fideo, que lo respaldan sin miramientos.
"Cuando vuelvo al barrio soy uno más, me hacen olvidar de todo. Que soy un jugador de Selección, que juego al fútbol…", describe la atmósfera anónima. "Cada vez que tengo un partido recibo mensajes de mis amigos. Cuando juego, mi cabeza está en ellos, mi hija, mi mujer y mis viejos, que estan atrás mío apoyándome", concluye el mediocampista.