Ariel Ortega: del "Chango" que tiraba caños en Ledesma al "sucesor" de Maradona en la Selección

El "Burrito" abre su Alma de Potrero: la rebeldía en la canchita de su pueblo natal, el viaje para probarse que mutó en un símbolo de amor por el club en el que se transformó en ídolo y el eslabón entre dos monstruos

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Dicen que cada uno de nosotros tiene una misión en la historia. La de Ariel Arnaldo Ortega fue la de la sucesión. Durante diecisiete años el seleccionado argentino disfrutó de contar con el Dios del fútbol, pero ni siquiera él, todopoderoso en el verde césped, pudo derrotar a ese rival invencible llamado tiempo. La posta parecía ser traumática, el vacío que se debía llenar parecía inalcanzable. ¿Quién estaba capacitado para cargar semejante peso?

La respuesta estaba en las piernas chuecas de ese jujeño genial, y quizás por eso, Diego Maradona lo cobijó y lo invitó a concentrarse juntos cuando llegó el tiempo de su primera convocatoria. El testamento comenzó a pasar de manos oficialmente el día del debut argentino en Estados Unidos 1994, con la goleada ante Grecia, cuando la promesa reemplazó a la leyenda e inauguró su propia historia en los mundiales.

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Ortega fue terrenal, pero entre los simples mortales hizo del juego una expresión artística. Si la gambeta es el engaño del fútbol, fue un profesional de la mentira. Si el amago resulta el recurso más vistoso, Ariel fue un maestro del ardid, un especialista de la treta.

Su serpenteo con la pelota pegada al pie resultó su marca registrada. Ese andar frenético, caracoleando entre los rivales, dejó su sello marcado a fuego. Cuando todos aceleraban, Ariel frenaba y destrozaba la cintura de sus oponentes. Donde parecía que no había espacio para resolver una acción, él se lo inventaba y salía indemne.

Como cuando de pibe se mezclaba en los torneos que se jugaban en la cancha del club Belgrano, justo enfrente de su casa, ofendiendo con su habilidad a rivales a los que les daba varios años de ventaja. Como en la helada Dublín, cuando despertó el aplauso de los irlandeses con un gol de antología, o en la tarde parisina del Parque de los Príncipes, cuando cosechó sus únicos dos gritos mundialistas frente a Jamaica.

Como cuando se animó a tirar varios caños en el choque frente a Inglaterra en 1998, desquiciando a sus rivales con esa habilidad compulsiva e indescifrable para cualquiera.

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Nunca le interesó saber demasiado ni de rivales, ni de marcadores ni de estadios. El Chango como lo bautizaron en Ledesma, su pueblo natal, solo quería tener una pelota. Con ella era feliz y disfrutaba del juego.

El fútbol le dio contención y le permitió encontrarle un sentido a la vida, esa a la que cada tanto y recordando viejos tiempos, le vuelve a tirar una gambeta.

Tres Mundiales, 106 partidos con la Selección Mayor y 22 goles. Medalla de oro en los Juegos Panamericanos 1995 y plata en los Olímpicos de Atlanta 1996. El Chango que se transformó en Burrito para ser leyenda es la segunda figura que abre de par en par su Alma de Potrero.