Por Gustavo Yarroch
Le dicen el Oso: es grandote, algo encorvado y está en las antípodas del paradigma fitness, tipo Cristiano Ronaldo. Esas características no le impidieron a Lucas Pratto transformarse en el principal delantero que tiene hoy River. El quiebre favorable en su relación con el público millonario ocurrió en las finales de la Copa Libertadores ante Boca, en las que anotó los goles que le dieron a su equipo el empate parcial 1 a 1 tanto en la Bombonera como en el Santiago Bernabéu. Lo que antes eran miradas de reojo, algo desconfiadas, hoy son aplausos y agradecimientos para el atacante, que ostenta el récord de ser el máximo goleador activo de la Libertadores con 24 festejos: cinco en Vélez, seis en la Universidad Católica, siete con Atlético Mineiro y seis con River.
Muchos hinchas del conjunto millonario lo miraban con cierto recelo un poco por los 11.500.000 euros que costó su pase, lo que lo transformó en la mayor inversión histórica que hizo River por un futbolista, y otro porque su figura contrastaba con la de un delantero ágil y rápido. "Está gordo, es imposible que se destaque en River", lo crucificaban sus detractores, equivocados a más no poder, cuando llegó a Núñez en enero de 2018.
A contrapelo de quienes veían en Pratto a un delantero extremadamente caro para el mercado argentino y lejos de una condición física a tono con un jugador de elite, hoy recibe aplausos a cada paso. Los hinchas de River comenzaron a valorarlo definitivamente luego de los goles en las finales de la Libertadores contra Boca, el club del que siempre dijo ser hincha. Ese era otro motivo para que en el Monumental lo trataran con una mezcla de desdén, exigencia desmedida e indiferencia, como si el Oso no les perteneciera.
Ahora, no solo que nadie se acuerda de que cuando estaba en San Pablo confesó abiertamente su amor por Boca, sino que le agradecen su jerarquía, su espíritu solidario a la hora de recorrer la cancha, su simpleza para jugar y esa inteligencia que lo lleva a realizar casi siempre lo que pide cada jugada. En River, Pratto se volvió un indiscutido: a Marcelo Gallardo nunca se le ocurre mandarlo al banco de suplentes en los partidos importantes.
Aquellos comienzos con la camiseta de la banda roja en los que le costaba anotar quedaron en el recuerdo. Hoy es esencial para el campeón de América porque sus intervenciones casi siempre deparan algo positivo para el equipo, ya sea en la faz ofensiva (con goles, asistencias y movimientos inteligentes) como en la defensiva: es uno de los primeros en intentar bloquear la salida del rival y resulta cada vez más frecuente verlo tirarse a los pies de un adversario para recuperar la pelota.
Lejos del estereotipo del centrodelantero goleador, Pratto es un atacante más integral, capaz de convertir (lleva 17 goles en 57 partidos en River) como de hacer anotar a sus compañeros (ya dio catorce asistencias). En algunas ocasiones le gusta alejarse del área, lo que suele molestar a Gallardo, quien lo prefiere más cerca de las posiciones de gol.
Siempre dijo que quería ser dirigido por Gallardo porque lo consideraba el mejor técnico de la Argentina y porque creía que con él iba a estar más cercano su deseo de ganar la Libertadores, ese que concretó nada menos que en el Santiago Bernabéu y que obligó a River a pagarle a San Pablo 1.000.000 de euros adicional, tal como figuraba en el contrato de su llegada en caso de obtener la Copa más deseada del continente.
En San Pablo estaba cómodo pero le faltaba algo muy importante: el amor de su familia. El hecho de poder estar cerca de su hija, Pía, también influyó para que decidiera regresar al país a principios del año pasado. De chico la pasó mal porque –según contó más de una vez- sus padres se separaron y tuvo un papá "muy ausente". Distanciado de su mujer, no quería que esa historia se repitiera con su única hija y por eso -esencialmente- volvió a la Argentina. La apuesta le salió perfecta y hoy, cerca de cumplir 31 años (el 4 de junio), se lo ve sonriente en cada entrenamiento que el equipo realiza en Ezeiza o en el Monumental. Pratto, el goleador contracultural de River, ganó una de esas batallas reservadas para pocos: la de convencer hasta a sus críticos más acérrimos, que no eran pocos.
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