Eduardo Sguiglia reconstruye la memoria de la “Gran Guerra Patria” y la caída de la URSS

Este fragmento de la novela “La redención del camarada Petrov”, ambienta el inicio de las aventuras de un médico argentino en la Unión Soviética, con ecos de la segunda guerra mundial todavía resonando

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Eduardo Sguiglia presenta su nuevo libro
Eduardo Sguiglia presenta su nuevo libro

Juan

“Si usted tiene la orden de matarme, hágalo ya. Ahora mismo”, me dijo Stanislav Petrov en aquel bar en las afueras de Moscú cuando promediaba noviembre de 1983. Luego se inclinó hacia delante, agitó un puño en el aire y lo bajó hacia la mesa sin llegar a golpearla.

Sus palabras me sorprendieron. Su actitud no. Porque unos minutos antes me había encarado de una manera violenta en la calle donde lo venía siguiendo. Se volvió de improviso, cruzó el asfalto y se lanzó sobre mí a la velocidad de un rayo. ‘¿Por qué me persigue? ¿Qué quiere? ¿Quién es usted?’, me gritó con su vozarrón sin importarle las otras personas que circulaban por ahí. Recién pude calmarlo cuando le mostré el carnet de tapas rojas firmado por el responsable de la inteligencia militar. Le dije que solo quería hablar un momento con él. Entonces, aunque no tenía más remedio, aceptó conversar en el bar que estaba dos o tres cuadras más adelante, cerca de una estación de trenes.

Allí le hice y me hizo muchas preguntas. Durante un largo rato, como era dable suponer, se mostró hosco y desconfiado. Luego, su postura de gallito nacido y criado en Siberia me sacó de quicio. ‘¿Qué estoy haciendo aquí?’, pensé varias veces. Sin embargo, no quería ni podía abandonar a Stanislav Petrov a su suerte. Mucho menos en esas circunstancias.”

Lee Juan Meyer en voz baja, alza la vista y mira hacia la calle por la ventana de su habitación.

Es un bello amanecer de primavera. Tres o cuatro zorzales y un gato negro vagan de aquí para allá mientras un viento fresco sacude los árboles del Gran Buenos Aires. Juan Meyer piensa en el diálogo que mantuvo con Lola, su bisnieta, la noche anterior.

—¿Qué estás leyendo, abuelo?

—Estoy repasando lo que escribí sobre Stas y tambiénvsobre mí.

—¿Stas? ¿El mosvoquita que salvó al planeta Tierra?

—Sí, pero se dice moscovita, no mosvoquita.

—¿Y por qué lo estás repasando?

—Tal vez se publique.

—¿En un libro?

—No lo sé. Quizá.

Trabajadores desmontan con una grúa el cartel publicitario de un banco, mientras en primer plano se ve un monumento al fundador del Estado soviético, Vladímir Lenin, en Moscú (Foto: REUTERS/Maxim Shemetov)
Trabajadores desmontan con una grúa el cartel publicitario de un banco, mientras en primer plano se ve un monumento al fundador del Estado soviético, Vladímir Lenin, en Moscú (Foto: REUTERS/Maxim Shemetov)

Juan Meyer permanece pensativo unos instantes. Luego estira los brazos, bosteza, da vuelta la página, alza un lápiz de su escritorio y continúa leyendo:

“Dos razones de peso me contenían para no desentenderme de su caso así como así. Por un lado, que el teniente coronel Stanislav Petrov —según el expediente que me habían entregado apenas llegué a Moscú— acababa de evitar la guerra y el apocalipsis atómico y, por tanto, el final abrupto y desolador de todo lo conocido y de millones de seres humanos. En especial, de hombres, mujeres y niños del hemisferio norte.

Ya fuesen creyentes, agnósticos, ricos, desvalidos, honestos, bandidos, profetas, felices o infelices sin remedio. Pero, cuidado, también a usted, a mí, a nuestras familias y a los otros miles y miles que habitamos estas dulces tierras del sur.

Ya que Petrov, según los informes y testimonios que leí contra reloj durante un par de días, había impedido, desobedeciendo los fundamentos del militarismo y los protocolos de su búnker, que se utilizara el estrambótico arsenal nuclear que por entonces estaba compuesto por setenta mil ojivas atómicas de mediano y largo alcance. Es decir, una cantidad infinitamente superior a la que había a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki fueron arrasadas por las bombas en cuestión de un instante.

Un arsenal nuclear que, además, estaba en manos de dos personajes temibles que venían desafiándose día tras día. Ronald Reagan, un presidente estadounidense conservador y con ínfulas de cowboy, y Yuri Andrópov, el líder de la urss, que había jugado un papel clave para aplastar las rebeliones húngara y checa en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Ambos esperaban un ataque del otro y ambos estaban preparados para tomar represalias de manera muy rápida.

Cabe apuntar que el mundo en 1983 colgaba de un hilo. Y que, en ese contexto de suma incertidumbre llamado Guerra Fría, no era extraño que los altos mandos civiles y militares de la urss, en lugar de valorar la actuación salvadora que había tenido Petrov, sospecharan de él y estuviesen urdiendo distintas hipótesis, una más increíble que otra, para explicar y castigar su conducta; traición a la patria, complot, fanatismo pacifista, sabotaje, incumplimiento de sus deberes, colaboración con una potencia extranjera o simple individualismo y falta de disciplina de un torpe indolente.

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Y por otro lado, pero no menos importante, que al cumplir con la tarea de averiguar quién era Petrov en realidad y por qué no había hecho lo que las reglas militares le obligaban hacer estaba pagando el favor que le debía al funcionario soviético más comprometido por aquel incidente. A un hombre que había conocido muchos años atrás, que no era un amigo cabal, pero con el que me ligaban buenas y malas experiencias y al que de ahora en más, retomando viejas prácticas que espero sepan comprender, referiré con el sobrenombre de Jefe.

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‘Este asunto me está moviendo el piso. Y si se comprueba que fue una falla en el sistema de defensa estoy arruinado’, me dijo el Jefe mientras caminábamos por el interior del Kremlin la misma tarde que volví a pisar Moscú. Luego se detuvo para señalar la bóveda de la sala San Jorge y agregó: ‘No confío en los de arriba, tampoco en mis pares, y no controlo a los camaradas que están investigando. Así están las cosas, doctor Meyer. Por esto mandé a llamarlo de urgencia a Buenos Aires y por esto necesito que me ayude dándome su impresión sobre el asunto de Petrov lo más rápido que pueda’, me dijo.

‘¿Podré entrevistar a Petrov?’, le pregunté cuando terminó de resumirme la historia. ‘Por supuesto. Está de licencia y no presta servicios en mi división, pero conocemos bien su rutina y cualquiera de mis funcionarios puede colocarlo en su camino en el momento en que usted lo desee. Aunque le sugiero que antes lea el expediente que le di’, me dijo.

Y dos días después, en efecto, tuve sentado a Petrov frente a mí en aquel bar de las afueras de Moscú. Y por unos segundos, tras los primeros chispazos, lo estudié con detalle.

Se veía ojeroso y decaído en extremo. Además, le temblaban un poco los labios y las manos y había manchas de nicotina en la punta de sus dedos, como si hubiese fumado de más en esas jornadas que debieron ser terribles para él.

Luego alcé la botella de vodka que había pedido, serví una medida en su vaso, otra en el mío y la tomé despacio. Le seguí el juego.

—No tengo orden de matarlo, pero puedo repetirle lo que le dije en la calle: debo preparar un informe sobre usted, tengo plazo hasta mañana a la noche y me gustaría que cola

bore sin ofrecer resistencia —repuse.

Petrov se movió en la silla.

—Usted es argentino, ¿verdad? Así también me dijo, ¿no?

—Sí.

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—¿Y desde cuándo un argentino o los argentinos se meten en estos problemas?

—¿Hubiese preferido que fuera inglés o estadounidense? —le repliqué a sabiendas de que una de las suposiciones que se tejían sobre él lo vinculaban a los servicios secretos de estos países.

Petrov enrojeció de furia.

—Ya notifiqué a mi superior y al tribunal. ¿Por qué voy a repetir lo sucedido a un argentino, si de verdad eres argentino, que ni siquiera habla bien el ruso?

—Ya le dije.

—¿Por un informe de mierda? ¿Y a quién se lo va a presentar? ¿A un burócrata de… cómo se llama la capital de su país? —preguntó en un tono despectivo, haciendo chasquear los dedos.

—De Buenos Aires.

—Sí. Eso. De Buenos Aires.

—No. En la calle también le confié a quién se lo debo presentar —dije mencionando al Jefe con nombre, apellido y jerarquía completos, y decidí jugar una carta adicional con la intención de ponerlo en caja—: ¿Recuerda el grado militar con el que se me identifica en el carnet?

—Sí —respondió Petrov.

—Por lo tanto, le exijo un trato respetuoso —dije.

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Petrov se inclinó hacia atrás.

—Raro. Todo muy raro —dijo, respiró hondo y preguntó—: ¿Dónde conoció al Jefe?

—En la Segunda Guerra Mundial.

—Ah, ¿sí? ¿Y cómo, por qué y cuándo un argentino pudo conocer a nuestro ilustre general durante la Gran Guerra Patria? Dígame —me interpeló.

Eduardo Sguiglia nació en abril de 1952 en Rosario (Argentina), vivió exiliado en México entre 1977 y 1982 y desde 1983 reside en Buenos Aires
Eduardo Sguiglia nació en abril de 1952 en Rosario (Argentina), vivió exiliado en México entre 1977 y 1982 y desde 1983 reside en Buenos Aires

En aquel instante, pensé muy bien lo que iba a contestar. No solo porque su pregunta me hacía retroceder cuarenta años, a una gran franja boscosa situada a mitad de distancia entre Moscú y Berlín, sino también a una época muy diferente. Cuando gozaba de mayor vitalidad, estaban en juego otras convicciones y, según mis padres, solía ser un idealista empedernido.

Por cierto, jamás supe de alguien que haya imaginado todos los cambios que se dieron desde entonces. En el terreno social, en los derechos civiles y, sobre todo, en las comunicaciones. Tal vez Karl Marx y Friedrich Engels cuando se refieren a que en esta sociedad capitalista nada permanece en su sitio y todo lo sólido se desvanece en el aire. Sí. Ellos y quizá Nicholas Negroponte, un gringo que previó hace poco el despertar de la era digital y lo que vendría después.

Aun así y volviendo a la pregunta de Petrov, puedo asegurar que, si bien en todo este tiempo me dediqué a otros quehaceres y pasé por buenos y muy malos momentos, lo vivido en esos años de guerra, aunque suene a pura nostalgia, todavía habita en mi interior, como recuerdos forjados en lava y cenizas, de los que marcan a uno.

El Jefe, por su parte, había hecho en ese largo período una impecable carrera en el ejército, en la diplomacia y en la administración de su país. Después de su actuación en la Gran Guerra Patria, como la referían Petrov y los soviéticos, se había convertido en un hombre poderoso y había logrado que le temieran y lo respetasen en forma pareja.

Sin embargo, cuando lo conocí, el 10 o 12 de junio de 1943, reposaba en un catre de lona que ocupaba la mitad de una cabaña calurosa y húmeda, situada entre un pantano y un bosque de tilos, a ciento cincuenta kilómetros al suroeste de mi campamento.

Estaba a oscuras, dormía boca arriba, y por la fiebre y las ampollas que le cubrían los pies deduje que tenía gangrena. Era poco antes de la célebre batalla de Kursk, que fue el principio del fin para los ejércitos nazis que habían invadido Rusia, y los médicos que asistían a la brigada de partisanos que él comandaba se habían lavado las manos.

El Jefe, en aquella oportunidad, demoró en percibir mi presencia. Me echó un vistazo y después le hizo una seña al oficial que me había conducido a toda prisa hacia su base por órdenes del Estado Mayor. El oficial, que aguardaba de pie al lado de la puerta, lo auxilió enseguida. Le cruzó una almohada por debajo de la espalda, le llevó el pelo largo, negro y sucio hacia atrás y le dio agua de la cantimplora que tenía colgada en un hombro.

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