Comencé a imaginar hacia fines de los años 2000 lo que terminó siendo Señales de vida, un libro sobre los territorios y los cuerpos de la ficción de los años 90 y 2000. Por esa época, estaba terminando un ensayo que abordaba la literatura del siglo XIX en clave de territorios. Quería mostrar que el desierto funcionaba como una especie de laboratorio de sueños y proyectos dispersos en libros de literatura, narraciones de viajes, textos científicos, ensayos geopolíticos y teorías jurídicas, en torno a los cuales se fue haciendo, deshaciendo y rehaciendo el sentido de lo argentino. La invocación de un afuera permitía separar cuerpos a un lado y otro de la frontera: de un lado, el cuerpo dócil del ciudadano y del individuo productivo; del otro, el espacio exterior de la barbarie, un estado de naturaleza que incluía el cuerpo indisciplinado y desafiante de los indios y los gauchos.
Mientras terminaba de darle forma de libro a estas ideas y publicaba Un desierto para la nación, me preguntaba, después del brutal “salto modernizador” de los años 90 y la crisis de la gobernabilidad neoliberal de 2001, qué quedaba de ese régimen territorial de poder y de sentido. Irónicamente, un siglo más tarde, el “desierto” de nuestro fin de siglo –un espacio al que la ficción no dejaba de volver– no era el exterior sobre el que el estado modernizador avanzaba, haciendo vacío y absorbiendo o eliminando cualquier diferencia del campo de las identificaciones con lo nacional. El desierto era ahora la tierra arrasada, lo que queda cuando se licúan los límites nacionales y el Estado se retira del campo del reconocimiento y la inclusión, dejando a la intemperie meros “cuerpos sin persona” como blanco de la violencia económica y el abandono político.
La nueva naturaleza capitalista –el campo sojizado– estaba más en contradicción que nunca con las nostálgicas imágenes del “campo” de la tradición. ¿No había entonces que reconceptualizar esas imágenes, a la luz de los nuevos regímenes de marginalidad y abandono? ¿Cuáles eran los nuevos blancos en los mapas, los nuevos mundos “sin historia” de nuestro siglo XXI, cuando Estado y capital, en su fase neoliberal, encierran afuera de la esfera de reconocimientos estatal, en el campo de la precariedad, la pobreza, el desempleo crónico, las formas de la marginalidad urbana?
Ahí comenzó a tomar forma Señales de vida. Soy lector de literatura y crítico literario, me interesa la fuerza de atracción de los relatos y el poder de análisis de la crítica para leer el mundo a través de la literatura. ¿Qué hacía la literatura con todo esto, cuando todavía no estaba del todo pensado ni formulado como idea?
Como tantas otras veces, la literatura detectó, muy temprano y como quien dice “en vivo”, las potencias diabólicas del porvenir que golpean a la puerta. El estallido de 2001 reconfiguró violentamente nuestras evidencias sensibles, los modos de ver, hablar y relacionar los acontecimientos de la experiencia política. Pero muy temprano, desde comienzos de los años 90 e incluso antes, un conjunto de escritores –Fogwill, Chejfec, Sánchez, Aira, Eltit, Ferreyra, Cohen, Bolaño, Vallejo, Cabezón Cámara– pudo captar en el aire de una época, de manera alucinada y visionaria, toda una serie de transformaciones de las maneras de sentir y percibir que preceden a esas grandes mutaciones económicas y políticas que están en la base de nuestro presente. Y lo hicieron a la manera de la literatura, ensayando con lo sensible, los marcos, las escalas, los tiempos, los territorios, las fronteras, las subjetividades, los climas, las relaciones de poder, los afectos, los modos de estar juntos y de hacerse de los cuerpos.
La economía neoliberal es una economía subjetiva que se mete bajo la piel, sin pasar siempre por la ideología. La literatura lo vio venir antes que otros discursos registraran el cambio, y lo transcribió estéticamente como percepción, extrañamiento, táctica discursiva, precariedad formal e intensidad del lenguaje. Vio la precarización de la existencia, vio la crisis de los imaginarios modernizadores, vio el avance de formas de gobierno propias del neoliberalismo, el debilitamiento y borramiento de las fronteras de las culturas nacionales, vio lo que Matilde Sánchez llamó el “giro rústico” de los grandes relatos, en fin, todo lo que el neoliberalismo empezaba a hacer “por adentro” de los sujetos.
¿Cómo cartografiar el territorio de una mutación? El mapa de Señales de vida está hecho de escenas tomadas de El aire, Los pichiciegos, Vivir afuera, El desperdicio, Mano de obra, La villa, Las noches de Flores, La Virgen Cabeza, 2666 y La Virgen de los sicarios –escenas que enlazan textos, momentos de la cultura, la literatura y la política. Son escenas en vivo, mapas de grupo donde la literatura sale de su aislamiento abriendo los textos a conexiones nuevas. Y con todo esto, traté de montar un relato crítico, quiero decir, un ensayo de crítica literaria que recurre al relato como herramienta de conocimiento de la crítica. En él hay nuevas territorializaciones del deseo y del poder; hay luchas por el tiempo y el territorio; hay producción de vidas precarias y nuevas barbaries; hay un tendal de cuerpos precarizados por el terror económico; hay multitud de sujetos caídos del mapa de lo legible, encerrados afuera del Estado y la ciudadanía; hay vidas sin historia en inquietante proximidad con lo animal.
Pero hay también un saber hacer con la crisis, tramas y estrategias creadoras de formas de significar y vivir juntos, de trabajar y habitar en común. Porque más allá de la realidad que construyen los medios y los relatos dominantes, digamos que hay vida –otras formas de constitución de mundos y de identificación de los acontecimientos, en disenso con los modos de ver, de decir y de sentir mayoritarios.
Improvisando narrativamente con la crisis, dándole forma a la destrucción y a fuerza de precariedad, la literatura transmitió las señales de vida que hoy nos llegan desde un pasado muy próximo: el pulso de lo impensado de una época, abriéndose paso por la página cuando los marcos de la realidad se resquebrajan. Constituyen la escritura misma de las cosas, las marcas mediante las cuales un mundo histórico se da a ver y pensar, sin importar demasiado el quién habla. ¡Los escritores y escritoras no inventan nada! Lo que saben es registrar, escuchar, documentar el mundo en el que viven, para hacer otros tiempo y espacios e intervenir en la reconfiguración de lo sensible. Para eso hay que dar vuelta la página, mezclar los géneros, multiplicar las conexiones, abandonar el espacio cerrado de la obra como artificio y, como decía Fogwill, vivir afuera, en la otra cara del progreso, mostrando a fuerza de precariedad la modernización neoliberal como catástrofe. Que nadie diga que la literatura no avisó.
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