Hola, ahí.
Entre las cosas que la pandemia se llevó está -creo que en primer lugar- el contacto físico con los seres queridos. Extraño los besos y los abrazos y sé que no debo ser la única. Extraño los abrazos de mis amigas, sus manos tomando las mías en los momentos duros: no me consuela verlas en las ventanitas de una pantalla, no me alcanza ni aunque hagamos bromas para disimular la angustia de vivir un tiempo inesperado y desagradable, digámoslo de una vez.
Extraño abrazar a mis hijos, besuquearlos aunque se resistan, ser esa madre pesada y abrazona que los avergüenza aún en la intimidad familiar. Extraño abrazar y besar a mi viejo y a mi hermana, con quienes las pocas veces que nos vemos mantenemos una distancia que ya no es social, es inhumana. No es solo la ley lo que me atormenta: tengo verdadero miedo de enfermarlos. Hoy todos podemos portar un arma que desconocemos: cómo es posible soportar tanta tensión.
En materia de amor, por lo que escucho y leo, el tormento se extiende hasta un temor desconocido antes de esta temporada en el infierno: la posibilidad del engaño y la traición ahora suma al dolor por el narcisismo herido el riesgo de la enfermedad. Sacarse el barbijo puede ser también desnudar la boca.
“Hay tantos besos pertenecientes al ámbito personal y al histórico que resultaría insensato intentar resumirlos o describirlos uno a uno. Venimos de una cadena de besos: los que se dieron por orden cronológico nuestros antepasados desde el principio de los tiempos, como quien se pasa un testigo, y los que nosotros hemos dado a nuestros descendientes, y los que ellos andan ya repartiendo por el mundo”, escribió Juan José Millás en un artículo fabuloso -FABULOSO- que publicó el último domingo El país de Madrid.
En su nota, Millás entrevista a algunos expertos cuyos testimonios lo ayudan a construir lo que llama Anatomía del beso, tal el título del artículo. No parece casual que se hable de besos en tiempos de confinamiento y temor al otro. Besar ha sido siempre prueba de confianza, no solo de amor o de deseo y hoy es la concreta asunción de un riesgo. De esto habla Millás con el psiquiatra Diego Figuera, quien en un momento asegura que “con la pandemia, el beso va a adquirir una connotación muy potente de lealtad, de amor, de adhesión, un poco también como el beso de los mafiosos”. Se trata del beso del compromiso vital, algo así como que “si te beso, asumo que puedo ir a la enfermedad e incluso a la muerte. O llevarte a la enfermedad e incluso a la muerte”. Tal vez a los más jóvenes una idea como ésta les resulte atractiva y excitante. No es mi caso, desde luego.
Durante estas semanas, en todo el mundo cada día hay gente que tiene prohibido darle el último beso a su ser amado y que además tampoco puede abrazarse con el resto de los desconsolados por esa muerte. Supera todo castigo imaginado. Duelo a solas, bocas cerradas y brazos quietos en el dolor mayor, no sé si es posible pensar en algo más desgarrador. Tampoco creo que algo así no deje huellas para siempre en todos nosotros como humanidad.
Para el periodista y escritor español Jorge Carrión, quien recientemente publicó su libro Lo viral, un diario fake escrito al calor de la pandemia, lo que estamos viviendo puede dividirse en tres etapas clarísimas y tremendas: la emergencia sanitaria, la emergencia funeraria y la emergencia psiquiátrica. Para Carrión, la necesidad de lo físico es imperiosa y la post pandemia va a estar marcada por esa necesidad. “Yo creo que el trauma va a ser global y se va a encadenar y confundir muy probablemente con un auge del crimen vinculado con la precariedad y la pobreza. (...) Lo que va a ocurrir en el futuro inmediato es que, justamente, por esa necesidad de salud mental vamos a reivindicar y recuperar muchas pequeñas experiencias que tienen que ver con el cuerpo, con el contacto visual, con el contacto físico”, me decía días atrás.
También con Carrión hablamos de las nuevas clases de ciudadanía que llegaron con la pandemia: los que viven solos, los que viven en familia; los que no pueden salir por ser población de riesgo y los “esenciales” que siguen trabajando; los que tienen perro y tienen permiso para tomar la calle algunas veces al día y los que solo salen para comprar el alimento indispensable.Hay otra división entre quienes tienen trabajo y quienes no lo tienen, o entre quienes antes del coronavirus no creían relevante tener en casa comodidades que para otros siempre fueron básicas porque casi no pasaban tiempo puertas adentro más que para dormir.
Ante esta nueva manera de pararnos en el mundo, nuestro yo policía emerge naturalmente, así como lo hace el yo ciudadano, que necesita que su esfuerzo sea valorado y a quien no le gusta sentirse engañado. Todos estamos atentos a la conducta ajena y a las prácticas clandestinas y en todos se aceita el sentido de la injusticia.
Nuestros oídos registran si hay más tránsito del que debería haber, si se escuchan más voces en la casa vecina, si en la calle hay un grupo de personas que no debería estar circulando. Nuestros ojos están atentos en la calle, en la tele y en las redes al que tiene el barbijo caído, flojo o directamente ausente o en la mano, como en la inexplicable foto social del presidente Alberto Fernández durante el encuentro que mantuvieron el mandatario y su mujer con la familia Moyano; una imagen por la que nadie, que yo sepa, se disculpó.
Es miedo, es resentimiento, es bronca, es envidia de lo que fuimos y dejamos de ser: todos tenemos ganas de vivir lo que aún entendemos como normalidad porque nos seguimos resistiendo a pensar que nuestra vida, la de antes, no regresará.
”Todos queremos volver a un lugar que ya no existe”, dijo Carrión en esa charla y a la nostalgia se suma el miedo de adivinar hacia dónde vamos, huyendo del virus que puede estar alojado en cualquier sitio y en cualquiera de nosotros, con el barbijo como símbolo de la era de un terror que no esperábamos. El barbijo que nos esconde de los besos y que nos altera las voces; la máscara que es también el disfraz por el que, aún sin buscarlo, pasamos desapercibidos. Todos en estos meses ya vivimos eso de no reconocer a alguien o que no nos reconozcan. No alcanza con ponerle onda a los barbijos como pensamos al comienzo. Vivimos escondidos adentro y afuera.
Tal vez aún no podamos advertirlo, pero la necesidad de estar cerca de los demás seguramente nos llevará a ser creativos y a generar nuevos códigos, mientras los ojos, la zona del rostro que aún sigue despejada en la mayoría -no en todos, las pantallas de plástico se ven cada vez más y suman puntos a la deshumanización de los espacios públicos- aprenderán a hablar más de lo que hoy lo hacen.
Posiblemente también asistamos al nacimiento de nuevas zonas erógenas, al atrofiamiento de las manos para el amor; manos humanas cada vez más gastadas e insensibles, limpísimas y operativas. Robóticas.
A lo mejor es tiempo de prestar más atención a los codos, habilitados a tocarse como nunca antes. Es cierto que no producen ruido ni fluidos como los besos y tampoco dan calor como los abrazos, pero no dejan de ser un contacto físico, uno de los pocos que aún nos quedan. Quién sabe por un largo tiempo no podamos tener mayor actitud de rebeldía ante la Historia, la angustia y el aislamiento que erotizar los codos.
Ya sé, sí, me di cuenta: en medio de la desolación, lo que describo podría ser una escena de los Monty Python. Te dejo la inquietud y, ojalá, también una sonrisa.
Hasta la próxima.
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