La noche final, novela por entregas/4

Día a día, Infobae Cultura reproducirá esta ficción inédita que se desarrolla en el marco de una misteriosa disminución de oxígeno que avanza desde la Patagonia. La obra, que transcurre dentro de un hospital, es una reflexión sobre los conflictos humanos y cómo las personas enfrentan las grandes tragedias

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Victoria deja al bebé en la cuna. Se corre a la siguiente y mira a Gonza, que le devuelve la mirada y le hace un gesto como para que no se preocupe por lo que dice la mujer, que vuelve a hablar:

—Aunque los alemanes también pueden ser, ¡eh! Los alemanes son jodidos también…

—Si es por sospechar, yo sospecharía de los chinos y los rusos, mirá que el presidente de Rusia anduvo sobrevolando por acá, por la zona de Vaca Muerta… —dice Victoria siguiéndole la conversación.

—Y sí, los chinos nunca fueron santos, calladitos, calladitos, ¿viste cómo son?, siempre sacan ventaja, en todo el mundo hacen lo mismo, se meten, se meten… Y cada vez son más. Acá y allá ¡eh!, ojo con eso.

—Puede ser, ¿viste lo que es la mafia china? Si así son los chinos que vienen, te imaginás los que están allá… —dice Victoria.

—Totalmente, además ahora se nos están metiendo en toda la Patagonia…

—¡Viste!, si empezamos a sospechar, cualquiera puede ser —dice Victoria.

—Sí, aunque sigo insistiendo con los yanquis. Hace rato que vengo escuchando cosas. Si toda la vida hicieron lo mismo, ¿te creés que les importa la gente? Seguro que planificaron algo con los ingleses, incluso fijate, ponete a pensar en esto: ¿quién les va a decir algo si en un rato envenenan a todos?

—Eso pasa en las películas, mirá que… —dice Victoria.

—Salió en un libro —interrumpe la mujer—, una novela que habla justo de eso, un poco fantasiosa, pero no creas que está tan lejos de la realidad, el conflicto es por el agua: de la noche a la mañana empieza a desaparecer el agua, resulta que han logrado reducirla con un método químico, entonces, hacen desaparecer un montón de lagos. Cada noche, lo mismo, cinco, seis lagos en el mundo. ¿Mirá si están haciendo lo mismo con el aire? —pregunta la mujer.

—Pero no se puede hacer algo así, en ese caso se morirían ellos también —acota Victoria.

—No te creas, algo habrán inventado, los yanquis no dan puntada sin hilo, y a pesar de que el mundo es grande, está quedando chico —dice mientras deja al bebé en la incubadora.

—Si lo miramos por ese lado, en ningún lado hay tanta gente como en la China. —dice Victoria, que termina con el bebé, lo acuesta en la incubadora, cierra la carcasa y regresa al mostrador recogiendo las mamaderas vacías.

La mujer camina hasta la próxima cuna y se detiene mirando al bebé.

—Levantalo sin miedo, si los padres los sacan a cada rato —dice Victoria.

La mujer lo hace. Se escucha un ruido cerca de la entrada. Victoria mira la puerta, después lleva la vista hacia el reloj.

—La primera vez que pasa, las doce y media y ni un padre vino hoy, llamaron algunos para preguntar por los chicos y avisar que venían en camino, pero llegar, no llegó ninguno. ¿Vos qué pensás Gonza, no vas a decir nada? —pregunta Victoria mientras prepara un sachet de suero.

—¿El qué?

—De todo esto, ¿qué pensás?

—Nada, no sé ni qué pensar todavía, estoy buscando info en el celular, pero no encuentro mucho, lo mismo que dijeron hasta ahora —está diciendo cuando suena el teléfono del office.

Victoria atiende. La mujer y Gonza miran.

Ella habla, explica, dice que sí, que la nena está bien, igual que el día anterior, los demás chicos lo mismo, el problema no llegó a la sala de neo y le pide que no se preocupe si no puede venir, acá están para eso, que llame todas las veces que quiera, que se tranquilice y no salga si no se siente bien.

—¿No te dije yo?, era la mamá de Romi, la nena de la siete, pobre, hablaba asustadísima —cuenta Victoria después de cortar.

—Y como para no asustarse, ustedes acá porque estarán acostumbrados, pero una se asusta, yo si tuviera un hijo acá estaría desesperada. Y más si no puedo venir —agrega y se detiene como si se le hubiera cruzado algo por la mente, algo que la toma por sorpresa. Unos segundos pensando y vuelve a hablar—: A no ser que esto sea una oportunidad, un regalo del cielo.

Victoria deja lo que está haciendo y gira hacia la mujer, que explica:

—Sí, en una de esas… Si las madres de estos chicos se mueren yo me podría quedar con alguno.

Victoria no deja de observarla.

La mujer mira al bebé que tiene en brazos y agrega que quizá sea su oportunidad para tener los hijos que nunca pudo. Victoria cambia la expresión, parece preocupada. Entonces la mujer baja la voz y le cuenta que hizo varios intentos para quedar embarazada con su primera pareja, que todos fracasaron. Y ahora, justo cuando estaba perdiendo las esperanzas, sucede esto.

Gonza se acerca a Victoria para anunciarle en voz baja que va a salir y la aparta hacia un rincón para hablarle.

—Vos cuidá que esta mina no haga ninguna cagada, me parece que le afectó el tema o lo que respiró antes de venir y ya está delirando, si llega a entrar en pánico puede hacer un desastre.

Ambos saben que es posible, han vivido infinidad de escenas de gente en crisis, de reacciones extremas. Sobre todo en Neo. Nunca se sabe cómo puede reaccionar alguien ante una situación límite como las que se viven a diario en un hospital. Desmayos, descompensaciones, agresiones, insultos, hasta lo más inesperado puede suceder ahí adentro.

Por eso Gonza le vuelve a repetir que no le lleve la contra y tenga cuidado con la mujer, que no le gusta ni medio la mirada que tiene ni las cosas que dice, capaz que ya estaba loca de antes, termina diciendo, y agrega que él va y viene enseguida.

—¿Pero adónde querés ir? —pregunta Victoria.

— A averiguar qué pasa, y no se te ocurra salir, si podés llamá a los otros hospitales y me contás si averiguas algo, pero no salgas.

—Yo me quedaría acá hasta que nos avisen.

—No te preocupes, si es lo que pienso, no va a durar mucho, además quiero ir al quirófano a buscar una cosa, me llevo el tubo que traje recién, si se me complica pego la vuelta enseguida.

—¿Y si es algo contagioso? —pregunta Victoria.

—Nooo, si fuera virósico ya nos hubiera atacado a nosotros, por más que un virus se propague rápido, no puede llegar a tantos lados en pocas horas.

—Mejor quedate acá que estamos aislados, mirá si salís y te descomponés, en una de esas acá, con los filtros de la ventilación todavía…

—Voy y vengo en un toque, ustedes no salgan por nada del mundo, ni se asomen a la puerta —termina diciendo en voz alta, como para que la mujer oiga también.

Se dirige a la entrada, recoge el tubo y controla el manómetro.

La mujer se acerca y le pregunta a Victoria si los padres de los chicos que ella tuvo en brazos llamaron hoy. Victoria responde indiferente que no recuerda, le parece que no. Entonces la mujer se aleja diciendo que si nadie los reclama se quedará con alguno, cueste lo que cueste, afirma. Y agrega que lo cuidará bien, por algo está ahí, nada es casualidad, ahora entiende…

Gonza le hace señas a Victoria como para que no le dé importancia a lo que dice la mujer y le pide que tenga el celular a mano, que cualquier cosa la llama. Le repite en voz baja que no la contradiga para que no se altere más, pero que la vigile de cerca, porque tal vez le afectó también presenciar la muerte del padre.

Se coloca la mascarilla, pasa el elástico por la nuca y abre la válvula de oxígeno para salir.

Recorre despacio los primeros metros del pasillo con el tubo en la mano izquierda. No le parece muy pesado, pero le costará transportarlo si va lejos o demora mucho. Y, aunque no le parezca tan pesado, unos pasos más adelante se inquieta. Mira el manómetro, calcula, tiene para una hora, un poco más, dependiendo de cuánto abra la válvula.

Dobla, va mirando los consultorios. La jefa de Neonatología en la salita, entre la mesada y una enfermera. Dos mucamas en uno de los patios internos, juntas, boca arriba. Casi al final del pasillo, otra persona, también boca arriba, con los brazos en cruz.

Gonza se agita al observar. Se detiene unos segundos frente al ventanal. Decide continuar con su propósito y cruzar hasta el ala gris por el patio. Afuera siente mucho más calor, la luz le molesta, le parece más intensa y rabiosa que otras mañanas. Hace una visera con la mano libre. Dos hombres y una mujer contra la pared, a la sombra. Dos metros más a la izquierda, una nena. Parece moverse. Gonza se acerca rápido, se agacha para tocarla, pero no, le pareció. Se levanta rápido y sigue. No quiere volver a mirarla, necesita apurarse y dejar atrás la imagen que se le presentó al agacharse: Su hija en la alfombra del living, boca arriba también, con el pijama blanco.

Mira hacia la calle a través del portón de rejas, seis o siete personas en el piso, ninguno se mueve. Otros dos más lejos, Gonza los observa unos segundos. Tampoco.

Termina de cruzar el patio, llega a la primera puerta. Tantea, trabada. Sigue hasta otra, prueba y abre.

Internación, lee en el letrero del pasillo. Se quita la máscara y grita: “¡Hola, ¿hay alguien?!” Se acerca despacio a la primera habitación, al sector de los que ingresan por guardia, donde internan a los menos graves. Empuja la puerta con la mano libre y se asoma. Un hombre con mascarilla lo mira desde la cama. En la cama contigua, otro, con la cara hacia la pared. Gonza se acerca y le toca el cuello por unos segundos. No le encuentra el pulso y vuelve al de la mascarilla para preguntarle cómo se siente. El hombre no contesta, lo mira con ojos vidriosos. Gonza no sabe si lo está viendo o no. Apenas respira, entonces le abre más el paso de gases, le pide que se quede tranquilo y sale hacia la próxima habitación. Una mujer sola, cuarenta años a lo sumo, sin pulso también. Dos pacientes más en la siguiente. Tres en la última. Llega a la sala de enfermeras. Ninguna. Se apoya en la pared. Otra vez el miedo y la falta de aire. El pánico lo abarca, pero recuerda el motivo de su salida y opta por no desviarse de su propósito. Entonces se impulsa con las manos, toma otro corredor, transita unos metros y dobla hacia quirófanos.

Un sonido de alarma, un beep digital, distante y ahogado, le llega por el pasillo. Como de un sótano o un cuarto cerrado. Gonza avanza hacia el sonido, cada vez lo oye más nítido. Ahora dos ruidos parecidos que se superponen. Llega al sector quirófanos y entra primero al de más complejidad. Enciende las luces y se acerca al instrumento que fue a buscar. Medidor de gases en atmósfera, lee en el letrero verde. Se aproxima para ver los valores del visor.

De inmediato siente el estómago cayendo al vacío. Se asusta, no quiere que sea lo que vino a comprobar, pero lee otra vez y confirma la cifra justo debajo del símbolo del oxígeno: 13.0 %. Se acerca más para verificar, y sí, claro y contundente el número 13. También distingue con claridad la flecha que apunta hacia abajo marcando tendencia.

Lo desconecta unos segundos y lo vuelve a enchufar. Espera que el aparato encienda y titile varias veces. Y otra vez el trece surge intacto al lado del símbolo. “Cagamos”, exclama Gonza, que vuelve a desconectar el aparato y lo retira de la pared para llevárselo.

Le parece que la otra alarma proviene del quirófano contiguo, pero le falta el aire y no quiere perder tiempo, entonces vuelve al pasillo principal. Se siente sofocado y se apoya en la pared para pensar en lo que acaba de comprobar. Abre más la válvula del tubo y se mantiene unos segundos en esa posición hasta que se siente mejor.

“Tubos, hay que buscar tubos”, se le ocurre.

Entonces saca el celular para llamar a Victoria. Ella inmediatamente le pregunta cómo está.

—Bien, escuchame Vicky, ¿no sabés dónde hay tubos de oxígeno, de los grandes, de los de diez mil?

—En el depósito principal había, pero los estaban dejando de traer, ahora se usa el oxígeno del tanque principal, pero siempre estuvieron allá, cerca de mantenimiento.

—¿Estás segura, no?

—No sé, los entraban por donde cargan el tanque, ahí estacionan los camiones, ¿por qué, qué pasa?

—Necesitamos oxígeno, Vicky, con oxígeno uno anda lo más bien.

—Acá tenemos directo del tanque.

—Sí, pero igual, vamos a necesitar más, parece que está bajando el nivel en el aire.

—¿Cómo que baja el nivel de aire?

—Sí, bajó el oxígeno y subió el nitrógeno.

—¿Estás seguro?

—Sí, a trece bajó el oxígeno y el nitrógeno subió a 85 por ciento, acá tengo un medidor de gases.

—Uh, la puta madre. ¿Y de qué será?

—No sé Vicky, te corto y hablamos cuando vuelva.

Sabe que ella quedará preocupada y lo ayudará a pensar. Siempre fue de ver las cosas más claras que él. Por eso la mantiene al tanto de todos sus problemas, ya que dos por tres ella le suelta una solución en cuatro palabras, como supone Gonza que sucederá ahora con esto también. Las mujeres tienen la habilidad de sintetizar en las crisis. Para bien o para mal, piensa Gonza.

Llega al depósito, la puerta está cerrada, busca algo para intentar forzarla, pero no encuentra nada a la vista. La toca otra vez, le parece débil. Entonces se retira un paso y la golpea con una patada. Varias patadas más, la puerta cruje, una última a la altura de la cerradura, un empujón con el hombro, entra y enciende la luz.

Se asusta por lo que acaba de hacer. Se estremece al pensar que no debería haber encendido la luz. Los cambios de gases pueden transformar el ambiente en algo inflamable. Pero ya es tarde y por suerte no pasó nada.

Camina despacio entre las mesadas, las sillas apiladas, las estanterías con sábanas y toallas limpias. Al fondo, otra puerta que da a un pasillo. Gonza no recuerda bien el camino, sin embargo cree estar yendo por el lugar correcto. Llega a un patio pequeño al aire libre, dobla y encuentra los tanques principales. Lee el letrero del primero, oxígeno líquido. En el otro, las letras borradas. Toca el más nuevo. Frío, casi helado. Las cañerías cubiertas de hielo. Se acerca al otro, también frío. Calcula que alcanzaría para varios días. Y mientras piensa en eso, una imagen: el hombre que vio unos minutos antes, ese con el cual se miraron unos segundos, el único que todavía respiraba.

Supone que en muchas habitaciones habrá válvulas abiertas, debería revisar el hospital y cerrar las que no hagan falta. Circula unos metros pensando en eso y encuentra dos hileras de tubos a un costado. Al fondo, el tanque de aire comprimido junto al motor del compresor.

Mueve un tubo, le parece demasiado esfuerzo llevar de a uno en un carrito. En una camilla con ruedas podría cargar tres o cuatro. En un par de idas y vueltas tendría varios. Siente un mareo mientras piensa y necesita sostenerse de un caño. Supone que es el oxígeno, tal vez abrió demasiado, se va a intoxicar si se excede. Entonces cierra un cuarto la perilla, espera unos segundos sin soltarse y se va sintiendo mejor.

Cree haber visto una camilla en el pasillo de quirófanos. De inmediato vuelve hacia allá y la encuentra. Dos hombres en el piso. Se acerca. Los de mantenimiento. Vásquez es el primero, al otro no lo identifica. Se agacha, permanece unos segundos observando a Vásquez, lo recuerda con su caja de herramientas recorriendo el hospital, cebándoles mate a las enfermeras, arreglando la bicicleta de algún compañero.

Gonza se pone de pie y vuelve al pasillo. Coloca el tubo portátil sobre la camilla, la empuja dos o tres metros y se detiene para comprobar que las barandas resistan. Continúa tirando de la camilla hasta el depósito y la detiene en el pasillo, a la par de los tubos.

Con esfuerzo coloca tres tubos sobre la camilla. Le parece mucho peso. Intenta empujar, pero debe hacer demasiada fuerza. Prueba tironeando del otro extremo y, aunque le cuesta, logra avanzar hasta el depósito, donde se detiene para buscar en los estantes lo que puede hacerles falta.

Acomoda todo en la camilla y recuerda otra vez a Lucrecia y sus chicos. Piensa unos segundos en ellos, los visualiza en el departamento, descompuestos. De inmediato, una imagen le viene a la mente: los tubos que tenía un vecino del edificio, un paciente que atendió a domicilio, un hombre mayor con enfisema. La idea va creciendo mientras saca el teléfono y marca.

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