La noche final, novela por entregas/3

Día a día, Infobae Cultura reproducirá esta ficción inédita que se desarrolla en el marco de una misteriosa disminución de oxígeno que avanza desde la Patagonia. La obra, que transcurre dentro de un hospital, es una reflexión sobre los conflictos humanos y cómo las personas enfrentan las grandes tragedias

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—¿Qué pasó Gonza? —pregunta Victoria.

—No sé, algo en el aire, todo el mundo descompuesto. ¿Vos cómo te sentís?

—Con calor, cansada, pero bien.

—Afuera todos con el mismo cuadro —dice Gonza.

—¿Y no se sabe de qué?

—Pregunté, pero nadie sabe, habría que averiguar —sugiere Gonza a la vez que recuerda a la gente gritando en la puerta y a las palomas en el piso.

—Ya mismo pregunto —dice Victoria, que levanta el teléfono y marca. Gonza explica que sintió como si se le hubiera cerrado la glotis y no le entrara el aire.

La mujer saca un pañuelo, llora y se limpia la pintura que le corre por las mejillas. Victoria comenta que nadie contesta en el 214. Prueba con otro, tampoco. Vuelve a intentarlo con distintos internos hasta que le responden. De inmediato pregunta si saben qué está pasando.

Gonza y la mujer miran atentos. Victoria hace más preguntas, dice mierda, vuelve a decir mierda, le agrega ¡uh!, qué bajón, no, nosotros más o menos bien, vengan que acá todavía no llegó la contaminación. Sí, los bebés estables. No, nadie, ninguna madre en toda la mañana. Bueno, vengan, dice, deja el teléfono y gira para contarles:

—No saben de qué es, pero están entrando una atrás del otro. Y los que tienen alguna patología respiratoria no aguantan ni media hora, tremendo.

Ahora la que dice mierda es la mujer. En cambio Gonza le pregunta si sospechan qué sustancia es o de dónde carajo salió la contaminación.

—Están averiguando, casi todos los hospitales están iguales, y lo único que funciona es mantener a los pacientes ventilados con oxígeno.

—Sin embargo a mí se me pasó —dice Gonza.

—A mí también, no siento nada —agrega la mujer secándose con el pañuelo.

Se miran un instante en silencio, hasta que Victoria gira hacia las incubadoras del fondo. La mujer toma la cartera y clava la mirada en la puerta.

—Afuera está complicado, pero acá se respira bastante bien —dice Gonza también mirando hacia la puerta.

Y al mirar hacia allá se acuerda de sus hijos. Inmediatamente se pone de pie para ir hasta la canilla de la entrada a mojarse la cara.

Las mujeres continúan en el mostrador.

—Mi papá apenas se levantó me dijo que sentía algo raro. Yo también, pero igual vine al centro —dice la mujer—. Al rato me llama descompuesto, entonces le pedí que viniera al hospital y vine enseguida, pero no pude hacer nada...

Gonza camina hacia el fondo marcando en el celular. Antes de llegar al final de la sala, lo atienden.

—¿Lucre?

—Sí, ¿dónde estás?

—En el hospital, ¿y vos?

—En casa, si todavía no llegó la empleada.

—¿Cómo te sentís?

—Como la mierda me siento, un calor tremendo, un montón de cosas para hacer y la tarada esta ni aparece.

—Esta pasando algo raro, ¿no viste nada en la tele?

—Ni la prendí todavía, ¿por, qué pasa?

—Todavía no sabemos, pero mucha gente descompuesta, algo que afecta las vías respiratorias, acá están llegando uno atrás del otro.

—No sabía nada.

—Yo también me descompuse, pero ahora estoy bien, llamaba para avisarte; debe ser algo que contaminó el aire. Hacé una cosa, asomate al balcón y mirá para abajo.

—¿No estarás en la vereda, no? No me vengas con tus idioteces que no estoy para chistes.

—Estoy hablando en serio, apurate.

—Bueno, ya va, acá estoy saliendo.

—¿Qué ves?

—La calle, autos, ¡qué voy a ver! ¿No te acordás lo que se ve desde acá arriba?

—Pero ¿cómo están, se mueven? —pregunta Gonza bajando la voz, poniéndose de espalda a las mujeres.

—Por suerte ya no tocan bocina, pero hace un rato era un loquero.

—¿Se mueven los autos?, fijate bien.

—¡¿Pero vos me estás jodiendo?!

—¡Fijate si se mueven, por favor!

—No, no se mueven, estará en rojo el de la esquina o habrá un embotellamiento en el paso a nivel.

—¿Y en la vereda, ves a alguien caminando?

—No veo a nadie. Bah, sí, en la esquina hay varios sentados en el piso.

—¡Ves que no es joda!, es grave la cosa.

—¡Ay, decime qué está pasando, no me asustes! —exclama Lucrecia cambiando de tono.

—Algo en el aire, parece, todavía no está confirmado qué es.

—Decime la verdad, Gonza, ¿qué pasó?

—Eso pasa, pero no se sabe qué sustancia es, por qué no prendés la tele a ver si dicen algo.

—Bueno, esperá.

—¿Y?

—Ya va, estoy buscando un noticiero.

—Bueno, avisame

—Están hablando.

—¿Qué dicen?

—Emergencia en el sur, dice en la pantalla.

—¡No te dije yo!

—Parece que es en toda la provincia. No, en gran parte de la Patagonia es, ahí están explicando con un mapa.

Gonza camina hasta la sala del medio y gira para volver al fondo. Las mujeres lo siguen con la mirada.

—Entonces es otra cosa —dice Gonza después de unos segundos— ¿Vos sentís que te falta el aire?

—Calor siento, y me pesan las piernas ahora que caminé rápido.

—Por qué no mirás a los chicos a ver cómo están.

—Bueno, esperá que ahí voy.

—¿Cómo están?

—¡Esperá que llegue!

—Bueno.

—Están dormidos, pero transpiran, debe ser tanto encierro en la habitación, voy a abrir un poco.

—No, no abras, escuchame…

—Perá perá, que voy al comedor que anuncian algo.

—No corras que te podés marear, hacé todo despacio. Poné otra radio o buscá en el Facebook a ver si dicen algo —le pide Gonza a Victoria.

—¡¿No me dijiste que mire la tele?! —grita Lucrecia.

—No, a vos no, a los de acá les digo.

—En casi todo el sur pasa lo mismo, en algunos lados ya no se puede respirar... Alerta nacional ponen ahora.

—Escuchame.

—Pará, pará que quiero ver qué dicen.

—Bueno.

—Te corto y te llamo apenas terminen de explicar.

—No, pará, pará… —dice Gonza, pero Lucrecia no alcanza a escucharlo, o si lo escucha, corta de todas maneras.

—Cortó —les comenta a las mujeres.

—¿Qué dijo? —pregunta Victoria.

—Que en varios lados hay problemas.

—¿En toda la región? —pregunta la mujer.

—En esta zona principalmente —miente Gonza.

—Me parecía, dice la mujer, algo raro sentí a la mañana, yo no soy de agitarme, pero apenas bajé de la cama me pesaba el cuerpo, y lo primero que pensé fue que iba a ser un día tremendo, pero lo que menos me imaginé era que íbamos a terminar envenenados.

Gonza lleva una silla a la sala de la derecha, la ubica contra la pared y sube para observar por la ventana. Autos amontonados en la calle, gente sentada en la vereda, algunas personas se mueven lento, caminan agachándose como si les doliera el estómago. Gonza baja la vista y siente algo desagradable, como si se le apretara el pecho. Por primera vez toma conciencia de lo que está pasando. Unos segundos después, la pesada certeza, otra intuición de las que se le presentan cada tanto: algo muy complicado se viene, algo que no podrá manejar si no se calma, se tranquiliza y piensa. Eso, lo importante es pensar, no ganamos nada con asustarnos, se dice.

Debe ser algo que cierra los bronquios, por eso a todos simultáneamente. Si fuera un virus sería distinto… Alguna sustancia que afecta el intercambio de gases en los pulmones… un gas pesado que altera la atmósfera.

Debe estar muy saturado el aire, por eso el viejo aguantaba con el tubo de oxígeno. Si a mí me pasó lo mismo, pero me puse la máscara, aspiré un par de veces y mejoré enseguida. Entonces es eso, concluye.

—¡Necesitamos aire, aire envasado! —dice desde la sala de la derecha.

—¿Qué? —pregunta Victoria.

—Vamos a hacer una cosa, ustedes ocúpense de los bebés que yo mientras pienso cómo hacer.

—Yo me voy —dice la mujer poniéndose de pie.

—¡¿Adónde querés ir?! —pregunta Gonza acercándose.

—A un lugar alejado, a las afueras, si toda la gente está viniendo para el hospital va a ser un desastre acá, hay que irse lejos.

—De acá no podemos salir.

—¡Cómo que no!, tenemos que irnos ahora, aprovechar que todavía estamos bien. Paso a buscar a mis sobrinos y a mi hermana y nos vamos a las afueras, al lago o a cualquier lado, no creo que allá…

—Escuchen, escuchen una cosa —interrumpe Gonza—, afuera están todos descompuestos, así que mejor no salga nadie, tenemos que mantenernos acá que todavía estamos bien y podemos respirar, lo primero es averiguar qué mierda pasa, después vemos —dice observando la hilera de cunas.

Las mujeres se miran por un instante. La mujer abre la cartera para sacar el celular. Victoria lleva la vista hasta el extremo de la mesada y localiza el suyo. La mujer marca. Suena un celular en la sala.

Gonza dice que es su teléfono el que suena. Victoria estira el brazo para alcanzar el suyo. Gonza atiende y se aleja otra vez.

—En mucho lados, la gente… —dice Lucrecia con voz entrecortada.

—¿Queee? —pregunta Gonza llegando al fondo de la sala.

—Un desastre, Gonza. ¿Cómo hago con los chicos? —grita llorando.

—Tranquilizate, lo primero es no desesperarse.

—¡Pero no entendés, se están asfixiando todos, recién mostraron imágenes de Bariloche, la gente tirada en la calle, por todos lados!

—Te dije que había un problema, hacé una cosa, dejá la tele prendida y vas viendo si explican cómo hacer.

—¡Pero los chicos, a todos les ataca, no sabés lo que mostraron!

—No te desesperes, lo principal es mantener la calma, ya vamos a ver.

—¡¿Qué hago con los chicos?!

—Por ahora quédense ahí, quizá el problema no llegue hasta el piso nuestro, si es un gas pesado no va a subir tanto. Seguí viendo la tele y no dejes el teléfono en ningún lado que averiguo bien qué hacer y te llamo enseguida.

—Pero no tardes.

—Prepará un bolso con ropa mientras tanto, y fijate qué otra cosa puede hacer falta si tienen que salir —le pide Gonza y corta.

Vuelve al office mareado, se apoya en el mostrador. La mujer lo mira sin quitarse el celular de la oreja. Victoria va hasta una de las primeras incubadoras, mete la mano, le acomoda la sonda al bebé, mira el saturómetro y pasa a la número dos.

—No me atiende nadie —dice la mujer—, ni mi hermana, ni en la oficina, ni mis amigas, nadie.

—Habrán salido al aire libre, por lo visto es lo primero que hacen todos, salir a los piques, por eso tanto despelote en la calle, pasa algo y la gente sale como loca para cualquier lado.

—Pero igual, yo los llamo al celular —dice la mujer otra vez con los ojos repletos de lágrimas.

—¡Mirá que te vas a acordar del llevar el teléfono!

—Todo el mundo lo primero que agarra es el celular —insiste la mujer.

—Por lo visto ahora no se acordaron. O capaz que no funcionan bien. Fijate si tenés buena señal.

—Tengo, no mucha pero tengo.

Victoria continúa con las incubadoras. Pasa de una a otra. Gonza sabe que a veces actúa así, trabaja sin parar, va y viene por toda la sala para no pensar.

Gonza lleva la vista a la ventana de la sala de la derecha, una abertura rectangular, cerca del techo. Ni una nube en el cielo, el sol da de lleno en la pared lateral de un edificio. La imagen de sus hijos vuelve como un flash y otra vez el dolor inmediato en el pecho.

Victoria va hasta la pileta de la entrada a lavarse las manos y la cara. Vuelve al office secándose.

—Hay que seguir con el trabajo, por lo visto no va a venir nadie —dice y le pregunta a la mujer si tiene hijos. La mujer niega con la cabeza—. ¿Pero sabés dar una mamadera? —le pregunta con firmeza, como asegurando que la mujer sabe.

La mujer mira la pared. No suelta el pañuelo ni el teléfono. Victoria prepara leche en dos biberones e intenta hablar con naturalidad:

—Mejor hagamos algo mientras esperamos, vos andá empezando con Joaquín, aquel de allá —le dice a la mujer y le entrega dos biberones—. Dale la de treinta, pero antes lavate las manos y los brazos en la pileta.

La mujer no responde, continúa ensimismada.

—Dale, mientras ayúdame, ¿qué vamos a hacer si no? —insiste Victoria.

La mujer se dirige indiferente a la pileta, como si su cuerpo obedeciera a Victoria pero su mente estuviera en otra parte.

O tramando algo, se le ocurre a Gonza, que la sigue con la mirada temiendo que la mujer haga algo inesperado y salga corriendo hacia la puerta. Pero no, después de lavarse las manos y secarse los ojos, regresa y se acerca a la incubadora. Victoria levanta al bebé, se lo deposita en los brazos y le coloca la mamadera en la boca.

—Joaquín, pesaba novecientos gramos cuando entró, y ahora mirá, unos días más y le damos el alta —explica como si no pasara nada.

—Pero es chiquito todavía.

—No te creas, ya está en uno ochocientos, va muy bien, a los dos kilos se va, ninguno sale con menos de dos kilos, es tiempo nomás.

La mujer recorre las cunas con la vista y la detiene donde Victoria dejó otra mamadera. Un bebé demasiado pequeño, de costillas transparentes, iluminado por una potente lámpara amarilla desde unos treinta centímetros

—Escuchen, escuchen —dice Gonza.

La mujer gira la cabeza hacia el mostrador, la voz de un hombre interrumpe la música para trasmitir la noticia:

“Debido a la catástrofe que abarca la parte sur del continente, las víctimas fatales son innumerables, no se puede brindar información fehaciente ya que las agencias no están anunciando absolutamente nada, incluso han interrumpido la emisión de comunicados. Según los primeros trascendidos que llegaron de Chile, ha sido un problema originado en la parte austral del planeta y se fue extendiendo por el vecino país y la Argentina. Tampoco se descarta un atentado de algún país involucrado en los recientes conflictos que surgieron en el Mar de la China Meridional. Se aconseja a la población mantenerse en sus hogares. En breve más novedades”, dice el locutor y comienza una canción.

Victoria se acerca al mostrador y cambia de emisora. Las pocas que va encontrando transmiten música. Continúa hasta el final de dial y vuelve. La mujer deja la mamadera vacía sobre la incubadora y habla.

—¿Planeta dijo el locutor, no? Yo escuché planeta, si dijo planeta es porque es algo grave, peor de lo que pensábamos.

—Es una forma de decir… —acota pausadamente Gonza, como quitándole trascendencia a la opinión de la mujer, sin quitar la vista del celular, leyendo los pocos comentarios que sus amigos subieron, todos preguntando lo mismo y comentando lo mal que están.

—Nadie dice planeta a no ser que esté hablando de algo grave.

La mujer se apoya a Joaquín en el pecho, le acomoda despacio la cabeza en su hombro, se balancea palmeándole la espalda y mira a Victoria, que asiente con la cabeza. La mujer da un paso adelante y uno atrás, mira otra vez la pared, se queda en un punto fijo, cerca de la ventana, negando con la cabeza. Se mantiene pensativa, concentrada en el punto, hasta que deja de balancearse, detiene las palmadas y habla otra vez:

—Los yanquis deben ser, se mandaron alguna.

—¿Cómo? —pregunta Victoria levantando otro bebé.

—Los norteamericanos son, tanta ambición tanta ambición… Desde que empezaron con la crisis se asustaron, después ganó las elecciones este loco y para colmo los chinos se le plantaron firme delante de todo el mundo. Así que deben ser ellos.

—Esto debe ser una fuga como la del año pasado —le dice Victoria a la mujer, que parece no escuchar y retoma el balanceo para continuar hablando:

—Capaz que nos quieren eliminar para quedarse con todo…

—Debe ser un accidente —insiste Victoria—, un derrame o un caño que se rompió.

—Tiene que ser una sustancia que flota y te cierra los pulmones —acota Gonza desde la otra sala—, habrá que esperar a que se disuelva y pierda el poder o venga un viento que se lleve todo al carajo.

—¿Pero no se dan cuenta?, esto es otra cosa, no puede ser que de la noche a la mañana… —dice la mujer mirando a Gonza, como pidiendo que le dé la razón, pero él continúa concentrado en la pantalla del celular.

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