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—¿Pasó algo, discutiste con alguien? —dice Gonza secándose la frente con otro papel.
—Mejor ocupate de los pacientes que ya es tarde.
—Okey, hagamos una cosa, atiendo y mientras me contás qué te pasa.
—Atendé, Gonza, no quiero hablar acá, si querés charlar llamame a la tarde y hablamos.
Gonza supone que averiguó algo sobre la mujer que le podría develar la verdad sobre su origen y necesitarán un largo rato para hablar sobre el tema, en ese caso se le haría tarde para buscar a los chicos, entonces le responde que a la tarde no puede.
—Bueno entonces cuando tengas tiempo, ¿para qué preguntás? —dice Victoria volviendo al tono cortante.
—¡Epa!, tampoco es para que contestes así.
—Atendé a los pacientes, mejor.
—Pero adelantame un poquito aunque sea, algo te pasa.
—Muchas cosas me pasan, como a todo el mundo…, pero ahora no tengo ganas de hablar, en serio.
Es por el ex marido, cree Gonza, y para ese lado dirige sus palabras:
—¡Ya sé!, otra vez vino a hincharte las pelotas. ¡Te dije, a ese tipo tenés que meterle una denuncia o te va a seguir jodiendo!
—¿Una denuncia?, ¿para qué, para meterme en otro quilombo?
—Y, si vos no querés saber más nada con él, y el tipo no lo acepta, alguien se lo tiene que hacer entender.
—Ya se le va a pasar cuando encuentre a otra, si son todos iguales.
—Yo que vos lo freno con una denuncia, no podés estar pendiente todos los días a ver si está esperándote en algún lado o que te joda por teléfono. Denúncialo, vas a ver cómo enseguida lo ponen en su lugar, si querés te acompaño… —suelta Gonza mirándola.
—Mejor no hablemos, ¿para qué?, si después vos te vas con tus cosas y la que se queda mal soy yo.
—Te pregunto porque a veces uno necesita ayuda o que lo escuchen.
—Acá los que necesitan ayuda son los pacientes, así que ocúpate de eso que hace rato deberías haber terminado —dice cortante Victoria.
—Uh, ya te parecés a…
—¿A quién? —pregunta ella apuntándole la mirada.
Gonza debe mentir, una mentira que no es gran mentira, porque Victoria sabe a quién se parece cuando le recrimina, pero como no es de quedarse callado, contesta lo primero que se le presenta:
—A todas —dice caminando hacia la sala de la derecha.
Gonza introduce las manos en la primera incubadora y presiona el tórax del bebé ejerciendo una sostenida vibración.
—Si me querés contar, te escucho, me interesa lo que te pasa, de verdad —dice mirándola y acomodándose los rulos que la caen sobre la frente.
Está bien lo que dijo, muy bien. Sí señor, lo que las minas quieren es que les presten atención y las escuchen. Y que si las escuchan, las escuchen bien escuchadas.
Pero Victoria parece no haber captado la profundidad de la insinuación y apenas esbozó un gesto que Gonza interpretó como que no debe insistir, cuando ella no quiere hablar, no quiere hablar.
Gonza pasa al segundo prematuro. Trabaja y especula:
Ella espera que le demuestre interés. O le confirme que podríamos blanquear la situación, eso debe ser.
Momentito, estamos hablando de otra cosa, no mezclemos los tantos, estamos en que ella estuvo llorando.
Gonza levanta la vista. Ella deja el bebé en la incubadora y se aproxima a la cuna del rincón sin responder.
Y no me va a contar. Por lo visto va a seguir trabajando hasta que llegue la hora y chau, hasta mañana, que me quede con las ganas. Saben cómo hacer para que uno piense. Pero bueno, tampoco uno puede andar rogando todo el día.
¿Y si tiene miedo de que yo sea como el ex? El que se quema con leche…
Las minas quieren que uno las tenga en cuenta, partamos de ahí. Entonces Gonza retira las manos de la incubadora e insiste con lo primero que le sale:
—Dale, Vicky, contame mientras, te escucho.
—Bueno, pero primero atendé, después tomamos unos mates y te cuento.
—Buenísimo, pero aunque sea adelantame de qué se trata. ¿Es por tu ex o por lo otro que estuvimos averiguando?
—No, con mi ex —dice ella y en sus ojos se insinúa algo que, aunque intente ocultarlo, brilla de todas maneras. Gonza aspira a revertir rápido ese brillo de la única manera que se le ocurre, con un chiste:
—Yo también tengo problemas con mi ex marido.
Y ella, a través del brillo, después de cerrar unos milímetros los ojos, sonríe. Ahora Gonza se siente satisfecho. Y sucede lo mismo que intenta provocar en los demás: sonríe también.
Victoria le pide que siga Carlita que está saturando muy bajo.
—Okey —dice Gonza, introduce las manos por los agujeros laterales de la incubadora y gira el cuerpo de la beba para iniciar las maniobras.
Transpira, algunas gotas caen sobre la carcasa de la cuna. Cambia de posición a Carla, la aspira, la somete a suaves vibraciones manuales sobre las costillas, la vuelve a aspirar y termina. Se seca la frente, da unos pasos protestando por el calor y se acerca a otra incubadora.
Antes de empezar, casi sin darse cuenta, habla:
—¿Fue a tu casa o te llamó para arruinarte la Navidad?
Y ella, en vez de esperar el momento de los mates, directamente le cuenta mirando al bebé que tiene en brazos:
—Está rayado, es un infeliz que ni sabe lo que quiere y se la desquita conmigo, eso es lo que pasa.
—¿No me digas que te fajó?
—Nooo, si me tocara sería distinto, ahí sí lo denuncio. Pero no sabés con lo que me salió ahora, eso me tiene mal, por eso estoy así.
—¿Qué te dijo?
—Que si no vuelvo con él antes de fin de año, se pega un tiro.
—Mierda —dice Gonza.
—¡Ah, viste!, ¿te imaginás si le llega a pasar algo?, te das cuenta la que me hace ahora.
—¿Y no le sugeriste que vea un psicólogo?
—¡¿Al psicólogo?, qué va a ir al psicólogo!, él cree que cuando tenga menos problemas en el trabajo vamos a volver a estar como al principio, está convencido de que me trataba mal por eso, no se da cuenta de nada.
—Igual, vos no tenés la culpa, que se descargue donde corresponde —dice Gonza y se detiene en la última incubadora. Un prematuro de un kilo doscientos. Inmediatamente observa el saturómetro: 80 por ciento. Le mira los dedos azules y le pide a Victoria que llame urgente a la doctora. Victoria va hasta el mostrador, levanta el teléfono y marca el interno.
—No me atienden —dice.
—Avisá que está cianótico, que vuelva enseguida o llamá a pediatría para que venga algún médico.
Victoria vuelve a marcar en el teléfono. Gonza abre más la válvula de oxígeno y verifica valores.
—¡Pero dónde mierda se metió, en vez de estar acá! —grita Gonza mientras le acomoda la bigotera y controla que no se haya soltado la vía endovenosa. Abre más la válvula de oxígeno y espera, pero el bebé no reacciona ni le varía la saturación en sangre.
Victoria vuelve del mostrador diciendo que ya viene alguien de pediatría.
—Va a entrar en paro —anuncia Gonza.
Las pulsaciones se aceleran, la alarma no deja de sonar, Gonza abre más el oxígeno, le da aire comprimido y empieza con las maniobras.
Se abre la puerta, un residente de pediatría se acerca a la cuna.
—Está descompensado y cianótico, ahora entró en paro —explica Gonza.
—Te ayudo —dice el médico.
Victoria se ubica junto a Gonza. El médico parece dudar para empezar con las maniobras, no se decide a tocar el bebé. Victoria lo observa y niega con la cabeza. El residente mantiene las manos detenidas en el aire y los ojos fijos en el paciente.
—Está bien doc —dice Victoria mientras rodea la cuna y se ubica en lugar del médico, que da unos pasos para observar desde los pies de la incubadora.
Victoria y Gonza insisten varios minutos con maniobras redundantes, se exceden en la cantidad de pasos, repiten la rutina hasta que se dan por vencidos y dejan de mover las manos.
Unos segundos después, Victoria habla.
—Andá, andá que nosotros nos ocupamos, lo que sí, después vení a preparar el certificado —le dice al médico. El residente pide disculpas, aclara que es su primera semana y sale explicando que en un rato vuelve. Gonza y Victoria permanecen en silencio, sin separarse de la cuna, en una escena interminable.
Situación que han vivido, sin embargo siempre es duro el momento. Para Gonza es una derrota. Para Victoria es mucho más.
Un minuto, dos, frente a la cuna, hasta que Gonza corta la situación diciendo que ya vuelve.
Camina hacia la entrada, sale al pasillo y apoya la espalda en la pared. Los últimos suspiros se repiten. Apenas los percibió en las puntas de los dedos, en el leve movimiento del tórax, en el silencio de Victoria, en el dolor que siente.
Una mujer pasa por el pasillo. Gonza mueve lentamente la cabeza a un lado y otro repitiendo el mismo insulto, hasta que oye gritos que lo sobresaltan y levanta la cabeza para mirar hacia el recodo. Los siguientes alaridos lo sobresaltan otra vez. Entonces camina hacia allá mirando por los ventanales que dan al patio interno. Dos personas en el piso tomándose la garganta.
Empieza a correr por el pasillo, pero necesita detenerse para respirar. Continúa despacio, dobla y encuentra a una mujer llorando. Supone que es la que gritaba y se acerca para preguntarle qué le pasa. La mujer señala el consultorio. Gonza se asoma, ve una nena boca arriba, inmóvil. Entra y se agacha para tocarla, le busca el pulso, le apoya la oreja en el tórax, pero no encuentra latidos.
Se levanta e intenta correr hacia la guardia. De nuevo se agita y le falta el aire, entonces avanza despacio hasta llegar a una de las salas de enfermería. La médica de Neonatología en el piso, boca arriba, ahogándose. La asiste un médico mientras un enfermero la ventila con una revista.
—¡No hay más acá abajo, ya revisamos todo! —grita la enfermera que se acerca por el pasillo.
—¿Y si la llevamos a terapia? —sugiere el enfermero.
—¿Qué pasa? —le pregunta Gonza a la enfermera que tiene más cerca.
—¿No viste lo que es la entrada?, un desastre, todos descompuestos con falta de aire y no queda ni un tubo de oxígeno.
—Y abran un poco las ventanas, con el calor y la gente que hay acá adentro…
—Nooo, afuera está peor —dice la enfermera.
Entonces Gonza retrocede un paso y mira hacia la guardia. Muchas personas gritando detrás del vidrio. Inmediatamente gira para regresar a Neo. Por la mitad del trayecto, alcanza a una mujer delgada de unos cuarenta años con el pelo suelto hasta los hombros. La mujer empuja una silla de ruedas en la que va un viejo con la mascarilla verde en la cara. Ella se esfuerza, le cuesta moverla, como si la silla tuviera las ruedas trabadas o le pesara demasiado. Gonza la esquiva, ella le pregunta por dónde salir.
—Por allá —dice él señalando la puerta—, pero mejor no salgan, parece que afuera está peor.
—Pero acá no se puede respirar —dice la mujer, que sigue empujando la silla y parece muy agitada.
El viejo de la silla levanta la mano señalando adentro de un consultorio. Gonza mira. Una persona sentada en la camilla. Parece dormida, la cabeza apoyada contra el rincón de la pared. Al viejo se le cae el brazo y le queda colgando al costado. La mujer intenta esquivar las piernas de un hombre que se recostó en el piso.
Gonza se marea y apoya la mano en la pared. La mujer se aleja. Gonza entra al consultorio de la derecha, mira debajo de la camilla, en los rincones y sale. Unos metros más adelante, otro hombre en el piso. Gonza se agacha para tocarle el cuello, pero no le encuentra pulso. Se levanta y entra al próximo consultorio, revisa atrás de la puerta, debajo de la camilla y, entre el escritorio y la cortina, ve un tubo. Lo levanta y vuelve hacia la sala de enfermeras.
—Acá encontré —anuncia al llegar.
—Tarde —le responde una de las enfermeras sentada en el piso. La misma que dijo tarde, lo mira y le pregunta:
—¿Qué mierda pasa?
—No sé, menos que ustedes sé, algo en el aire por lo que escuché.
—No se puede ni respirar ya —dice el médico desde el piso, con la espalda contra la pared, sin soltar la mano de la médica.
—¿Qué hacemos? —pregunta una de las enfermeras.
—Vamos a otro lado —dice la compañera.
Las enfermeras intentan ponerse de pie, se apoyan en la mesada, Gonza ayuda.
—Vayamos a terapia intermedia —ordena el médico, que también intenta ponerse de pie.
—Tomen, interviene Gonza, acá hay un tubo.
—¿Te fijaste si tiene? —pregunta la enfermera.
—Le queda la mitad todavía —dice y se lo entrega de inmediato.
—Al ascensor, hay que ir al ascensor —insiste el médico mientras van saliendo de la salita hacia el pasillo. Se sostienen entre ellos, van apoyándose en las paredes, los gritos continúan en el hall de entrada.
Gonza se acuerda de la sala, de los bebés, de Victoria. Entonces gira y regresa lentamente. Después de doblar, otra vez la mujer con la silla de ruedas. Grita e intenta colocarle la máscara al viejo. El hombre tiene la cabeza inclinada a la derecha, boquea con los ojos abiertos. Gonza se acerca, le sostiene la máscara con una mano, con la otra abre más la válvula del tubo. Le toma el pulso, le palpa el cuello. La mujer llora desmesuradamente.
—¡Calmate, calmate! —le dice Gonza sin mirarla, mientras abre la válvula de oxígeno al máximo y le sostiene la cabeza al viejo. Pero el hombre no reacciona, se afloja del todo y la cabeza le vuelve a caer hacia el costado.
Gonza se ahoga y debe sostenerse de la silla para no caer. El pasillo serpentea, se mueve a un lado y otro ante su mirada. La mujer llora apoyada en la pared.
Gonza empuja la silla a un costado. El viejo queda doblado hacia delante, algo inclinado a la derecha. La mujer dice algo que Gonza no entiende y empieza a derrumbarse. Gonza la sostiene de la cintura, le pide que lo acompañe y vuelve a mirar hacia el patio interno por la ventana. Un vistazo apenas, pero alcanza a ver cuatro o cinco personas apoyadas en la pared. Se marea y se agita más, entonces se inclina hacia a la silla de ruedas, le retira la máscara al viejo y levanta el tubo de oxígeno del soporte.
—Tenés que venir conmigo, acá no podemos estar —le dice a la mujer y la toma del brazo. Avanzan sosteniéndose de la pared. Faltan unos quince metros para la puerta de Neo. A Gonza le parece que no llegarán, se le cierra la garganta, en cualquier momento caerá al piso. Unos pasos más adelante suelta a la mujer y se apoya con las dos manos en la pared. Se ahoga, aspira con fuerza, hace ruido al intentar inspirar con la boca abierta, sigue caminando despacio, paso a paso, afirmándose en la pared.
—Entrá ahí —le dice a la mujer cuando quedan un par de metros.
Ella lo mira, Gonza va deslizándose hacia abajo y suelta el tubo, que cae con un ruido metálico y seco. Gonza se sienta en el piso. La mujer se agacha, toma la mascarilla, la acerca a la boca de Gonza y la aprieta a la vez que grita:
—¡Auxilio, un médico!, ¡un médico por favor, alguien que venga!
La puerta de Neonatología se abre. Victoria se asoma y pregunta qué pasó.
—No sé, estamos todos descompuestos —dice la mujer desde el piso. Victoria se agacha para preguntarle a Gonza qué le pasa. La mujer le sostiene la mascarilla en la boca a Gonza, que respira de la máscara, levanta la mano y habla:
—Esperen un poco, esperen que me levanto. Vamos a la sala —ordena Gonza mientras se pone de pie ayudándose con el brazo de Victoria. Le pregunta a la mujer si podrá pararse. Ella responde afirmativamente. Victoria recoge el tubo. Gonza ayuda a la mujer, dan los pasos que faltan, entran y van directo hacia el office.
Transpiran, las gotas le caen por la cara, suspiran en silencio, no hablan, como si no quisieran comentar lo que ocurrió. O no lo creyeran.
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